A diez años de su paso por la vida

A diez años de su paso por la vida [1]

No fue un cura. Fue un “curazo”.

La sotana se le había vuelto piel. Era un cura “de raza”.

Sin duda la característica esencial de su vida fue su sacerdocio católico que le brotaba por los poros.

Obtuvo de Dios la gracia de no desbarrancarse en un mero pensar “ideológico”, más aún, tuvo la fuerza y la valentía de alzarse contra toda falsa ideología con que se topó en su vida: liberalismo, marxismo, progresismo…

Su vida giró sobre dos polos: Dios y el hombre. No contrapuestos, ni yuxtapuestos, sino subordinado el hombre a Dios. Para él Dios es el “… Ser por excelencia… Ser subsistente… Plenitud de ser… Plenitud de inteligencia, Plenitud de vida, Plenitud de amor…” (El poder destructivo… pág.20).

Luchó para ordenar, según Dios, al hombre y a las manifestaciones del hombre en los campos económico, cultural, político, social. Denunció las desviaciones de los tres grandes deformadores: Maritain, Teilhard y Rahner, porque proponían un humanismo espurio, que atentaba al bien del hombre y de los pueblos. Defendió vehementemente la cristiandad porque ella es el hábitat normal del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, redimido por Cristo y vocado a la eternidad. Comprendió clarísimamente que el odio a Dios revierte fatalmente contra el hombre; que los que quieren destruir a Dios (en sí mismo es tarea imposible) lο destruyen en el hombre (tarea posible) en lo que el hombre tiene de Dios: su aptitud natural para conocer y amar a Dios, su aptitud sobrenatural para penetrar por la gracia en los misterios más íntimos y augustos de Dios y, en fin, para gozar de Él en la contemplación beatífica de la gloria.

Porque buscaba el bien integral del hombre fundó, la USCA, la JOC y el Ateneo Popular de Versailles (Capital Federal). Porque respetaba al hombre no formó cristianos cortados por la misma tijera, encorsetados en los mismos moldes, ensimismados en su torre de marfil y con exclusivismos mesiánicos. Sus predilectos de siempre fueron los pobres de todo tipo a quienes atendía personalmente y día a día; para ellos levantó y equipó una capilla en una villa de emergencia.

Dios y el hombre: ambos concretos y determinados.

El Dios: Uno y Trino de la Revelación, Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del Hombre; la única Iglesia fundada por Él: la fidelidad en el testimonio y transmisión de la doctrina auténtica y el celo por la propagación y el desarrollo del Reino de Dios en la tierra.

El hombre: real de carne y hueso, que tenía adelante y que estaba carenciado de verdad, de gracia o de pan; y los que vivían junto a él formando la Patria; y todos los hombres de este tiempo, víctimas de la hidra de mil cabezas: la revolución mundial; y todos los hombres, de ahora y de mañana, miembros en acto o en potencia del Cuerpo Místico.

Por ese hombre concreto que transita este siglo XX denunció todos los “anticipos” de esa “piltrafa humana” que será el Anticristo, tratando de vacunar intelectualmente a los hombres de todos los futuros “replay” que, corregidos y aumentados, por el peso de las cosas previsiblemente ocurrirán.

Por esta fidelidad a la realidad, de Dios -Sumo Ser- en primer lugar, y del hombre -de Dios en el hombre- en segundo lugar, tuvo que padecer persecución, cárcel, incomprensión, calumnias, relegamiento, intento de asesinato y la permanente conspiración del silencio (que aún perdura) sobre su vida y su obra.

El Padre Julio Meinvielle ha sido una gracia de Dios para la Argentina, para la Cristiandad y para el mundo. A esa gracia se accede leyendo y estudiando sus libros, lo cual es tarea imprescindible. Los mismos enemigos lo señalan; así como otrora algunos ideólogos abominaban de los que se habían formado leyendo a Chesterton y a Belloc, hoy día, otros ideólogos, enanos intelectuales (a veces de cuerpos golosamente rechonchos) abominan de los que se han formado leyendo -entre otros- a Meinvielle y a Castellani. Los enemigos nos ajustan. Esto es así, porque el pensamiento claro, vivo y real, desnuda y descubre las falacias de los ideólogos, incluso de los constituidos en dignidad. Esto es así, porque -entre otros- Meinvielle y Castellani por su sólida doctrina forman mentes y corazones con quilla capaces de abrirse paso victorioso por la tenebrosa tormenta de los espíritus que desatan los adalides del liberalismo, del marxismo o del progresismo y de los que, como rameras de segunda, se les prostituyen.

Por esa fidelidad a la realidad de Dios y del hombre vio como nadie y profundizó como pocos los orígenes, fenomenología y naturaleza del proceso apostático de secularización y desacralización del mundo moderno que busca apartar y oponer al hombre contra Dios, contra Jesucristo y contra su única Iglesia. Titánica lucha que tiene su campo de batalla en el corazón de todo hombre en la que está empeñado todo el poder del infierno y que sólo esa participación de la ciencia de Dios en el hombre que es la Fe, nos da la certeza del triunfo: “Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn.5, 4). ¡De esa Fe fue el Padre Julio un campeón!

En fin, toda su vida y su obra no fue otra cosa que la multiforme expresión del precepto esencial de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, porque fue un gran contemplativo del Verbo Encarnado.

Quiera Dios y su Madre Santísima, que las nuevas generaciones de argentinos sepan abrevar su sed de verdad en las fuentes transparentes de la obra meinvielliana, porque los ha de poner en sintonía con la Verdad Eterna que Es y predicó Jesucristo y que, invictamente proclama su Iglesia verdadera.


[1] Artículo publicado en la revista Verbo, n° 234, Julio, 1983.