perseverancia

La perseverancia

Quiero tratar acerca de un tema candente, incesante y permanentemente candente: la perseverancia. Y voy a encuadrarlo dentro del gran marco de la gratuidad de lo sobrenatural; aún más, se trata de comprender la necesidad absoluta de la gracia.

No porque tengamos nosotros grandes problemas con la perseverancia. Por gracia de Dios, tenemos muy alto índice de perseverancia. Aunque más vale prevenir que curar.

Quiero tratar de manera especial este tema porque debemos reconocer que la perseverancia es gracia de Dios, para no usurpar su honor y su gloria. Es un punto de nuestra fe que hay que tener muy claro hoy día, en contra de las actuales tendencias pelagianas y semipelagianas, que ponen la primacía en el obrar del hombre y no en la gracia. Debemos aprender a defendernos frente a la invasión de paganismo que nos asedia y evitar, de hecho, el vivir como paganos.

Dividiremos el sermón en dos puntos:

       1. Impotencia humana.

       2. La gracia de las gracias.

1. Impotencia humana

El fin al cual Dios llama al hombre -la vida eterna- de tal manera supera el poder alcanzarlo con sus solas fuerzas, que es imposible realizarlo sin la gracia de Dios. Asimismo todo lo que se ordena a ese fin, es superior a nuestras fuerzas.

Todo ese orden sobrenatural es gratuito, no es exigido por la naturaleza. Ese orden se eleva por encima del ser, de las fuerzas y de todas las exigencias de la naturaleza creada.

– Es un don de Dios que el hombre pueda acceder al orden sobrenatural antes de la justificación y permanecer en él después de la justificación.

– Es un don de Dios que el hombre pueda obrar el bien.

– Es un don de Dios que el hombre pueda evitar el mal y el pecado.

– Es un don de Dios que el hombre pueda seguir obrando el bien y evitando el mal.

– Es un don de Dios que el hombre pueda perseverar hasta el fin.

Por tanto:

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas pueda conocer la verdad sobrenatural? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas pueda querer y obrar todo el bien natural? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas ame a Dios por sobre todas las cosas? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas cumpla los diez mandamientos? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas merezca la vida eterna? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas se disponga para recibir la gracia? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas se levante del pecado? NO.

¿Es posible que el hombre con sus solas fuerzas evite, en el futuro, el pecado? NO.

¿Es posible que el hombre que vive en gracia, con sus solas fuerzas, obre el bien y evite el mal? NO.

¿Es posible que el hombre por sus solas fuerzas persevere hasta el fin? NO.

Ahora bien, ¿qué cosas nos pueden dar la perseverancia?

No dan la perseverancia las Constituciones, ni los Directorios y Reglamentos.

No dan la perseverancia los superiores santos.

No dan la perseverancia los iguales virtuosos.

No dan la perseverancia los súbditos dóciles.

No dan la perseverancia los destinos que creemos mejores.

No dan la perseverancia el tener doctrina ortodoxa.

No da la perseverancia nuestra ortopraxis.

No dan la perseverancia nuestras luchas contra el pecado y las tentaciones.

No da la perseverancia el vivir en una cristiandad floreciente.

No da nuestra perseverancia el estar rodeado sólo de gente buena.

No dan la perseverancia nuestras virtudes, naturales y sobrenaturales.

No da la perseverancia el ser devoto de todas las devociones.

Uno puede ser confesor de la fe, y sin embargo no perseverar.

Uno puede ser fundador, doctor, exitoso escritor, seminarista, novicia, hermana, párroco, obispo o papa, y no perseverar.

Uno puede ser un gran misionero, y no perseverar.

Uno puede haber tenido apariciones de la Virgen, y no perseverar.

Uno puede haber sido uno de los Doce, y no perseverar.

Uno puede haber tenido éxtasis, levitación, bilocación, y no perseverar.

Uno puede tener grandes milagros, y no perseverar.

Uno puede ser un gran predicador que convirtió muchas almas, y no perseverar.

Por eso, es clara la enseñanza del Salvador: Sin mí, nada podéis hacer (Jn 15, 5).

El hombre necesita de la gracia de Dios:

  • para conocer la verdad,
  • para amar a Dios sobre todo,
  • para cumplir su ley,
  • para recibir el premio del Cielo,
  • para prepararse a recibir la misma gracia,
  • para salir del pecado,
  • para no caer en el pecado.

Después de la justificación, el hombre necesita de la gracia de Dios para querer y obrar el bien, y para perseverar.

«Sine me nihil!»: Sin mí, nada podéis hacer (Jn 15, 5).

2. La gracia de las gracias

Habla el Apóstol de la perseverancia de Cristo (2Te 3, 5). Esto parece referirse, según Santo Tomás, a «la tolerancia de males por Cristo o a ejemplo de Cristo».[1]

También podría referirse a la perseverancia que da Cristo. Nos referimos a la perseverancia perfecta o final que exige un auxilio especial de Dios, que no es otra cosa que una moción de Dios que:

– conserva la gracia

– la preserva de todos los peligros y tentaciones.

a. ¿Qué es la perseverancia final?

La gracia de la perseverancia final es la unión del estado de gracia con la muerte (este es el elemento formal de la perseverancia).

b. ¿De qué es efecto la perseverancia?

 La perseverancia final es efecto propio y exclusivo de la divina predestinación, por la que ciertísimamente se salvan todos cuantos se salvan. La predestinación es una especialísima providencia de Dios sobre todos y solos los predestinados, que nace de aquel especialísimo amor de predilección por el que elige a los predestinados. Luego, es evidente que la perseverancia final es efecto de una gracia especialísima de Dios que consiste, a veces en un auxilio actual y especialísimo; y otras veces en una singularísima protección externa de Dios, en orden a que coincidan el estado de gracia con el momento de la muerte.

c. ¿Cuál es el fundamento de esta doctrina?

La Sagrada Escritura, en el Antiguo Testamento, nos ofrece este fundamento: Fue arrebatado porque la maldad no pervirtiese su inteligencia pues su alma era grata a Dios; por eso se dio prisa a sacarle de en medio de la maldad (Sb 4, 11.14).

En el Nuevo Testamento, el fundamento son las palabras de Nuestro Señor, cuando nos exhorta a orar y velar:

 Velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor (Mt 24, 42).

 Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora (Mt 25, 13).

El Magisterio de la Iglesia enseñó esta doctrina en el II Concilio de Orange: «Los santos y justos deben siempre implorar el auxilio de Dios a fin de que puedan llegar al buen fin y perseverar en el bien obrar».[2]

El Concilio de Trento va a enseñar que es «el gran don»,[3] «que sólo Dios puede conceder»,[4] y es de fe divina definida que «si alguno dijere que el justificado puede sin especial auxilio de Dios perseverar en la justicia recibida o que con este auxilio no puede, sea anatema».[5]

d. ¿Puede ser merecida la perseverancia final?

La perseverancia no puede ser merecida ni de condigno ni de congruo propiamente dicho.

El que esté de pie cuide de no caer (1Cor 10, 12).

Nada me arguye la conciencia, más no por eso me creo justificado, quien me juzga es el Señor (1Cor 4, 4).

Nadie sabe si es objeto de amor o de odio. Dios es libérrimo según aquello de amé a Jacob y odié a Esaú (Ro 9, 13; Ml 1, 2). Dios dijo a a Moisés: «Tendré misericordia de quien Yo quiera tener misericordia, y me apiadaré de quien Yo quiera apiadarme». Así que no es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Porque la Escritura dice al Faraón: «Para esto mismo Yo te levanté, para ostentar en ti mi poder y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra». De modo que de quien Él quiere, tiene misericordia; y a quien quiere, le endurece (Ro 9, 15-18). Por eso mismo, con temor y temblor trabajad por vuestra salud. Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito (Flp 2, 12-13).

En definitiva, esto nos muestra que tanto el comienzo como el término de la buena obra viene de Dios: Tengo la firme confianza de que Aquel que en vosotros comenzó la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús (Flp 1, 6).

Por estas razones, el Concilio de Trento al respecto enseña claramente tres cosas:

1ro. La perseverancia final depende única y exclusivamente de Dios, con la que el hombre debe cooperar.

2do. Es el don por antonomasia: magnum donum.[6]

3ro. No se enumera entre los objetos de mérito del justo, más bien siempre se añade «sí, con tal que muera en gracia».[7]

e. La perseverancia, ¿puede pedirse?

Sí, puede ser humildemente impetrada de Dios para uno mismo o para los demás, pero no de modo infalible. El II Concilio de Orange dice que «la ayuda de Dios ha de ser implorada por todos los justificados para poder perseverar en el bien y llegar al puerto de la salvación».[8]

No es infalible porque una de las condiciones que exige la oración para ser infalible es la perseverancia en el orar.

La perseverancia debe ser principio de la oración perseverante y no término u objeto obtenido por ella.

La perseverancia es, en definitiva, una gracia de Dios. Sin esa gracia especial no se alcanzan las dos condiciones necesarias para la perseverancia final: poder evitar todos los pecados mortales y permanecer invariablemente en el bien.

De ahí que sea de todo punto necesario un auxilio divino especial que dirija y proteja al hombre contra las tentaciones.

Por tanto, el perseverar no proviene de nuestras fuerzas, simpatía, cualidades, sino don de Dios que hay que pedir insistentemente.

Lo mismo se diga de la gracia de la perseverancia en la vocación, para lo cual siempre debemos tener presente la advertencia de San Alfonso María de Ligorio: «¿Qué hace falta para perder la vocación? ¡Nada…!».[9]

Además, así como análogamente vale esta doctrina acerca de la perseverancia final para la perseverancia en la vocación consagrada, así análogamente vale para que toda Congregación religiosa persevere en el buen espíritu y no degenere en relajación. Siempre hay que rezar mucho impetrando de Dios la gracia de la perseverancia en el bien, en la fe, en la caridad, en la vocación, en el final, para cada uno de nosotros, para nuestros hermanos en religión, para los hermanos en la fe, para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, porque siempre será verdad que hay NECESIDAD de pedir el don de la perseverancia, «pues -dice Santo Tomás- se da a muchos la gracia a los cuales no se concede perseverar en ella».[10]

f. ¿Hay señales de que uno perseverará?

Los teólogos señalan algunas conjeturas por las cuales podemos alimentar una esperanza muy firme y fundada de obtener de Dios el gran don de la perseverancia final. Estas señales de predestinación son las siguientes:[11]

1º Vivir habitualmente en gracia de Dios.

2º Espíritu de oración.

3º Una verdadera humildad.

4º Paciencia cristiana en la adversidad.

5º El ejercicio de la caridad para con el prójimo y de las obras de misericordia.

6º Un amor sincero y entrañable hacia Cristo, Redentor de la humanidad.

7º La devoción a María.

8º Un gran amor a la Iglesia, dispensadora de la gracia y de la verdad.

Estas son las principales señales, y, naturalmente, cuantas más se reúnan en un alma, mayor fuerza tendrán; por lo cual, quien reconociera todas ellas en su espíritu podría tener la esperanza firme del auxilio divino y la perseverancia en el momento final de su vida. De aquí que nada deberíamos procurar con tanto empeño como llegar a adquirirlas todas.

A quien hace lo que tiene que hacer, Dios no le niega su gracia. Por eso, cumpliendo con nuestro deber, debemos abandonarnos totalmente en los brazos amorosísimos de nuestro Padre celestial, el Buen Dios.


[1] Cfr. Comentario a la II Epístola de San Pablo a los Tesalonicenses (México 1977) 116.

[2] DS 380.

[3] Ibidem, 1566.

[4] Ibidem, 1541.

[5] Ibidem, 1572.

[6] Ibidem, 1566.

[7] Cfr. DS 1545; 1582.

[8] Cfr. DS 380.

[9] cit. por San Juan Bosco, Obras fundamentales (Madrid 1974) 647-648. El tema de la perseverancia en la vocación está tratado en nuestro Directorio de Vocaciones, cap. 5, nn. 65-78 y en el sermón Más acerca de la Vocación, Ave María n. 25, 1-9; esto mismo está adaptado en Jóvenes hacia el Tercer Milenio, cap. IV, 7, pp. 191-201.

[10] S. Th. I-II, 109, 10.

[11] Cfr. Antonio Royo Marín, Teología de la salvación (Madrid 1965) 114-117.