san pablo

La redención en San Pablo

Jesucristo, “toda deuda paga”[1].

Redención en San Pablo.

 

  1. La redención obra de Dios y de Cristo, a la que concurre el hombre.

Hubo algunos que oponían la justicia a la misericordia y la misericordia a la justicia, pero «Nos parecen vanos estos escrúpulos. San Pablo tuvo esmero en confrontar los dos aspectos de la obra redentora y en presentar las estrechas relaciones de ambos: “Nosotros somos justificados gratuitamente por la gracia de Dios, por medio de la redención que existe en Cristo Jesús. Dios lo propuso como propiciación por la fe, en su sangre, para mostrar ahora su justicia, a fin de ser (reconocido) justo y fuente de justicia para cualquiera que crea en Jesús” (Ro 3,24-26)[2].

Según este pasaje, tres iniciativas de Dios, tres operaciones de Cristo, tres sentimientos del hombre concurren en la obra redentora.

  1. a. Viendo Dios nues­tra incapacidad para salir por nosotros mismos del pecado, decide justificamos gratuitamente: aquí está la iniciativa de la Gracia.
  2. Dios decide establecer a Cristo como instrumento de propiciación y presentarlo como tal a las miradas del mundo: aquí está el triunfo de la Sabiduría.
  3. Dios quiere demostrar de esta manera que es justo y que lo fue siempre, a pesar de su aparente indi­ferencia de antaño con relación al pecado: aquí está el desquite de la Justicia.
  1. a. Cristo, por su parte, opera la Redención, es decir, la liberación de los pecadores; y esta Redención, lejos de ser contraria a la Gracia, obra de con­cierto con ésta.
  2. Cristo realiza la propiciación, cuando, expiando el pecado que levantaba una barrera entre Dios y nosotros, nos hace propicio a Dios.
  3. Cristo produce la Redención y la propiciación en calidad de víctima: la eficacia de la salvación está en su Sangre.
  1. Sin embargo,
  2. el hombre no permanece pasivo; el negocio de su salvación no se concluye sin él: su aportación es la Fe, la Fe en Cristo Salvador.
  3. El hombre medita la lección del Calvario y comprende que debe corresponder a tanto amor con una profunda gratitud;
  4. y, en fin, ante esta demostración de la Justicia Divina, el hombre aprende a temer la Cólera de Dios y a confiar en su Misericordia.

De esta suerte, la doctrina de la Redención forma un todo coherente en que se armonizan los puntos de vista más diversos.

  1. La Cruz y el Edén.

 

El hecho de la restauración está en una correspondencia exacta con la historia de la caída. El Calvario es la réplica del Edén. La Humanidad cae y se levanta en su representante. Un acto de desobediencia la pierde, un acto de obediencia la salva, ¡Qué claridad brota de esto sobre la unidad de los Planes Redentores, la fraternidad humana y la comunión de los santos!

  1. Dios no es ya el acreedor ávido de cobrar la cuenta, ni el soberano celoso de vengar a cualquier costo sus derechos: es el Padre buenísimo, san­tísimo y justísimo y sapientísimo, que, en su obstinado amor por el hombre culpable, toma la iniciativa de salvarlo y pone en juego su omnipotencia para ejecutar un designio que concilia admirablemente todos sus Atributos: Bon­dad, Santidad, Justicia y Sabiduría.
  1. Jesucristo es siempre la víctima cuya Sangre expía el pecado, realiza la propiciación, sella la alianza, abre el Cielo; pero no es ya una víctima inerte, dotada de una especie de virtud mágica: su Sangre, por preciosa que sea, no vale más que por la ofrenda libre y amorosa que Él hace de Ella a su Padre, en nombre de la Humanidad contenida en Él como en su Jefe. Ya no se trata de una substitución por la cual sufriría el inocente el castigo del culpable, sino de una sublime condescendencia que lleva al Hijo de Dios a identificar su causa con la de los pecadores; ni de una satisfacción exterior dada a Dios para arrancarle el perdón de los criminales, sino de un homenaje filial que el Género Humano saca de sí mismo, gracias a Jesucristo, y que Dios acepta con gusto porque tuvo en ello la iniciativa y porque en ello tiene la principal parte.
  1. La Resurrección de Jesús no es ya una superfluidad ofrecida a la admira­ción de los elegidos, ni una simple recompensa concedida a sus méritos, ni solamente el sostén de nuestra Fe y la prenda de nuestra esperanza: es un complemento esencial y una parte integrante de la Redención misma. En fin, el hombre no es ya el testigo pasivo de un drama que se desarro­llaría fuera de él y en que no tendría él ningún papel; muere idealmente en el Calvario con el Cristo moribundo y revive místicamente en Él en el acto de Fe y en el rito sagrado de la Santa Misa que le aplican el fruto de la Muerte Redentora»[3].
  1. La ‘koinonía’ en Cristo

Dice el Papa San León Magno: “El que quiera venerar de verdad la pasión del Señor, debe contemplar de tal manera con los ojos de su corazón a Jesús Crucificado que reconozca su propia carne en la carne de Jesús”[4].

 Mientras no veamos nuestra propia carne en la carne de Jesús no estamos contemplando como corresponde a nuestro Señor Jesucristo crucificado y poco conocemos de su gran obra de la redención. Por eso los invito a reflexionar sobre una realidad sublime y muy misteriosa, verdad de nuestra santa fe católica: La solidaridad de los cristianos con Cristo.

  1. El pecado de Adán, pecado de todos.

Así como por razón del pecado habíamos pecado todos y habíamos perecido solidariamente en Adán. En efecto, el pecado de uno fue pecado de todos; la ruina de Adán fue la ruina de toda la humanidad en masa. Y así todos hemos muerto, o sea, quedamos sujetos a la muerte en Adán, por cuanto en Adán todos pecamos: Así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habíamos pecado (Ro 5,12). Pecó uno, Adán, cabeza de la humanidad, y al pecar él, todos hemos pecado con ese pecado ocurrido en los orígenes y que se llama original.

De una manera parecida pero muy superior, todos hemos nacido de nuevo en Jesucristo. Pues también por el mismo principio de solidaridad o de comunión o de “koinonía”, origen de nuestra ruina, fue en Cristo, el nuevo Adán, origen de nuestra salvación, porque todos somos uno en Cristo Jesús (Gal 3,28)[5].

De tal manera que Cristo es el origen de la humanidad redimida, el origen de nuestra salvación. Por eso, Cristo asume en sí mismo la representación de todo hombre y de toda mujer; la responsabilidad de todo hombre y de toda mujer y el destino de todo hombre y de toda mujer. Él paga por todos nosotros, ya que en Él estamos recapitulados y como concentrados.

 

Esta tan íntima y misteriosa compenetración y como identificación de Cristo y cada uno de nosotros es lo que hace que Cristo tomase sobre sí todos nuestros pecados, y se considerase responsable de ellos, se los apropiase. Con frase tremenda y con una osadía que asombra, San Pablo lo afirma: A quien no conoció pecado (Cristo), le hizo (Dios) pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios (2 Cor 5,21). ¡Dios le hizo pecado a quien no conoció pecado!

Pero hay más.

  1. En Cristo, nuevo Adán, todos hemos, místicamente, muerto.

No sólo murió Jesucristo en representación nuestra, sino que también morimos todos nosotros, representados y contenidos en Él. Él y nosotros, nosotros y Él, formamos un todo único, un bloque compacto, como dice San Pablo: Todos somos uno en Cristo Jesús (Gal 3,28).

Morimos, también, nosotros en la cruz, por la compenetración moral e identificación mística de la personas, por una misteriosa solidaridad o inefable comunión de los hombres con Cristo. Es decir que, en raíz, hemos muerto en Cristo.

Por eso en Cristo convergen, se reúnen, se dan la mano, se traban, se compendian, se cifran todas las cosas.

 

Esta solidaridad con los hombres singularmente se realiza en la Iglesia, que es “una sola persona mística”, «La cabeza y los miembros son como una sola persona mística. Y, por tal motivo, la satisfacción de Cristo pertenece a todos los fieles como miembros suyos. Incluso dos hombres, en cuanto forman una sola cosa por medio de la caridad, son capaces de satisfacer el uno por el otro»[6], como enseña Santo Tomás.

San Pablo lo afirma en frase aparentemente extraña y desconcertante: Porque así como siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo (1Cor 12,12). No dice “así la Iglesia”, sino que dice así Cristo para dar a entender que de un modo inefablemente maravilloso la Iglesia es Cristo.

Insistamos un poco más en esto.

Para que Cristo muriese verdaderamente en representación de todos los hombres fue menester que todos nosotros, de alguna manera, muriésemos en Él y con Él. Por eso dice el mismo Apóstol si uno murió por todos, luego todos son muertos. Y murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó (2Cor 5,14). Es decir que si uno murió por todos, luego todos son muertos.

Si Cristo murió por todos, luego todos en Él hemos muerto. Es decir, que la muerte de Cristo fue por misteriosa comunión o solidaridad, muerte de todos los hombres. La muerte de uno es la muerte de todos, porque en el uno que muere están representados y contenidos todos los demás a quienes alcanza esa muerte de uno. Morir todos porque muere el uno supone manifiestamente que todos están en el uno, y que el uno y todos son lo mismo: Todos somos uno en Cristo Jesús (Gal 3,28).

También lo señala el Apóstol de manera inequívoca cuando dice Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado (Ro 6,6) ¿Cuándo fue crucificado nuestro hombre viejo? Cuando muere Cristo en la cruz: Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirviéramos al pecado (Ro 6,6).

Por eso queridos hermanos morimos todos en la cruz y con la cruz de Cristo, y fue tan verdadera y eficaz esta muerte en el orden espiritual que por ella nuestra vieja humanidad, nuestro cuerpo de pecado, quedó extinguido y destruido. El mismo Apóstol lo dice: estoy crucificado con Cristo (Gal 2,19).

Por eso debemos realizar de hecho lo que en la cruz se realizó en raíz. Así, debemos morir de hecho al hombre viejo, debemos morir de hecho al pecado, debemos morir de hecho a los afectos pecaminosos, debemos morir de hecho hasta a la apariencia de mal. ¡Si morimos con Cristo, viviremos con Él! (2 Tim 2,11; cfr. Ro 6,8).

Por lo tanto, en este día y siempre, al mirar a Cristo en Cruz, descubrámonos inscriptos en el corazón de Jesucristo, veámonos allí fotografiados, con nuestros pecados, con nuestras virtudes, con nuestras alegrías, con nuestros dolores, con nuestros trabajos… ¡Allí estamos! Si uno murió por todos, luego todos son muertos (2 Cor 5,14).

“El que quiera venerar de verdad la pasión del Señor, debe contemplar de tal manera con los ojos de su corazón a Jesús Crucificado que reconozca su propia carne en la carne de Jesús”, nos recuerda San León I, Magno.

Nos lo alcance la Santísima Virgen.

[1] San Juan de la Cruz, Obras completas, ¡Oh llama de amor viva, BAC  2005, estrofa 2, 111 y 957-963.

[2] En cuanto a los detalles de exégesis, véase La Teología de San Pablo, Ed Jus México 1947, t. I, p. 230-4.

[3] Ferdinand Prat, La teología de san Pablo, Vol. II, Editorial Jus, México 1947, pp. 246-247.

[4] Liturgia de las Horas, CEA 1990, t. II, 2ª lectura del Jueves de la IV semana, 291.

[5] José M. Bover, Teología de San Pablo, BAC Madrid 2008, p. 319 y ss; Cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Comunionis notio, del 28 de mayo de 1992.

[6] S. Th., III, 48, 2, ad 1.