la voz

La voz del Padre

Homilía predicada por el P. Carlos Miguel Buela. V.E., a los seminaristas del Seminario Mayor, “María, Madre del Verbo Encarnado”, el 17 de enero de 1999, domingo II durante el año, en la localidad de El Nihuil.

        Podemos empezar este sermón con una pregunta: ¿Escuchaste la «voz»? De nuevo te repito la misma pregunta: ¿Escuchaste la «voz» de la que habla el Evangelio? Es una voz que tienen que escuchar todas las almas que quieren servir a Dios, y, en especial, las que se consagran a Dios. Y si no la escuchan, mejor es que se dediquen a otra cosa.

En la primera lectura de este Domingo dice el profeta Isaías: «Y ahora, ha hablado el Señor…» (Is 49, 5). También a nosotros nos ha hablado el Señor, aunque muchas veces seamos inconscientes de esa voz.

En el Evangelio de este Domingo (Jn 1, 29-34), se narra el Bautismo del Señor según San Juan, que lo presenta de una manera distinta –pero semejante– a los Evangelios sinópticos. En el Bautismo del Señor fue precisamente donde San Juan Bautista escuchó la «voz» que presentaba a Jesucristo ante el Precursor y ante los hombres que escucharon su testimonio. En cada manifestación de Cristo habla la «voz»; los tres pasajes de los Evangelios sinópticos que narran el Bautismo del Señor, hacen referencia a esta «voz»:

«Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”» (Mt 3, 17);
«Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”» (Mc 1, 11);
«Y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado”» (Lc 3, 22).

Pero hay otro hecho –otra «teofanía»– en que también se escucha una voz. Es en el monte Tabor. Allí, durante la Transfiguración del Señor se escuchó esa voz: «Una voz se hizo oír desde la nube que dijo: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadlo a él”» (Mt 17, 5).

Y saltando los montes, hasta en el monte Calvario podríamos escuchar la «voz». «¡La voz!» (Así le decían a Frank Sinatra. ¿Quién no ha gozado escuchando algunas de sus canciones? Pero la voz de este cantante –que murió en la Iglesia Católica, casándose en privado y recibiendo los sacramentos– era una voz humana, infinitamente distinta de la voz a la que nos referimos). No es solamente un ruido, como la bocina de ese camión que está pasando en este momento, o un mero sonido armonioso, sino que es algo conceptual, una voz que nos dice «algo». Por eso en los Evangelios sinópticos los evangelistas advierten que es una «voz venida del Cielo», y por ser celestial y divina es mucho más hermosa y melodiosa que la voz de Frank Sinatra… ¡Es la voz de Dios Padre Celestial!

También el Apóstol San Pedro nos ha dejado su testimonio personal acerca de esa «voz». Él la escuchó en el monte Tabor. Él estaba en el momento de la Transfiguración y por eso confiesa, como si todavía estuviese impactado, que escuchó esa «voz», y nos dejó un testimonio de ello en su segunda carta:

        «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte santo» (2 Pe 1, 13-18).

¿Y qué decía la voz? La voz decía:«Este es mi hijo muy amado…» (2 Pe 1, 17); San Lucas le dice:«Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9, 28), que es lo mismo que «amado», porque si es amado es porque es elegido. En definitiva, es como si dijera:«Este es mi Hijo, el preferido, el que me hace feliz, porque con Él somos uno en la divinidad». «El Padre y yo somos uno», enseñó Jesús (Jn 10, 30).

Pero en la Transfiguración del Señor hay un agregado muy hermoso a esta presentación que Dios Padre hace de su Hijo. El monte Tabor dice: «Este es mi hijo amado, en quien me complazo; escuchadle»(Mt 17, 5; Mc 9, 2). Así como el Padre es el gran revelador del Hijo, el Hijo es el gran revelador del Padre:«Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 26).

El Padre es aquel que más incita a los hombres a ser discípulos de su Hijo: «¡Escuchadle!».

En el Evangelio de San Juan, se nos narra que en otra oportunidad se oyó la «voz» del Padre que atestiguaba sobre Jesús, luego de que el Señor rezara: «Padre, glorifica tu Nombre». «Vino entonces una voz del cielo: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: “Le ha hablado un ángel”. Jesús respondió: “No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 17-33).

Y el Padre va a decir algo semejante:«Le glorifiqué y le glorificaré» (vers. 28). Pareciera que se refiere al Tabor y a la cruz. Nuestro Señor da la interpretación: «No por mí se ha escuchado esa voz sino por vosotros» (vers. 30). Por eso, en este año dedicado al Padre, debemos escuchar esa voz.

En el Evangelio de hoy se nos habla de alguien que es la «voz». Si habló es porque el Padre le habló. Y ese hombre tan extraordinario, que tuvo la gracia de morir mártir, se presentaba como la voz de la Voz: «Yo soy la voz del que clama en el desierto» (Jn 1, 23). Y por eso lo puede proclamar: «He aquí al Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29). ¿Quien puede quitar los pecados del mundo sino sólo Dios? «Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 1, 34), es decir, de la misma naturaleza del Padre. San Juan Bautista está proclamando aquí la divinidad de Cristo, pero hay otro texto en el que, de una manera muy hermosa, proclama que Jesús es verdadero hombre: «Después de mí viene un hombre» (Jn 1, 30). Es una proclamación solemne. En todo este juego de imágenes semitas, viene presentado un «hombre» de quien dirá Pilatos: «¡Ecce Homo! ¡He aquí el hombre!» (Jn 19, 5).

Por eso, en este año dedicado al Padre, escuchemos su Voz. Debemos conocer mejor al Verbo Encarnado, la divinidad y la humanidad; en esa humanidad estamos nosotros porque Cristo es cabeza de todos los hombres. Y por ello, es como si a cada uno de nosotros Dios Padre Celestial nos dijera, de manera análoga que a su hijo: «Tú eres mi Hijo muy amado», porque somos hijos por adopción, «hijos en el Hijo».

Nosotros como sacerdotes, o como futuros sacerdotes, debemos ver a Dios en todos los hombres. Yo al respecto tengo un cargo de conciencia. Había un hombre aquí, en El Nihuil, que estaba mal de la cabeza y que decía que él era Dios Padre Celestial. Cuando hablaba, se consideraba el Creador de todas las cosas. Así que era un gusto saludarlo: ¡estaba uno saludando a Dios Padre Celestial! Un día vino a la siesta a golpearme la venta de mi habitación: «¡Padre, Padre!». Y yo pensé que vendría a hablarme de sus locuras, ¡justo a la hora de la siesta! Y no le abrí. Me dije a mí mismo: «Lo atiendo después». Pero después no vino, y al poco tiempo murió. Yo, de alguna manera, lo desprecié porque era falto. Y porque no lo atendí en ese momento que golpeaba a mi ventana, siempre me quedó el cargo de conciencia. En ese momento no tenía conciencia de la plenitud de la bondad del Padre Celestial, que también sobre ese falto que se llamaba a sí mismo «el Padre Celestial», Dios decía: «Éste es mi hijo muy amado».

En este año dedicado a Dios Padre, escuchando esta voz, aprendamos a ver en todos los hombres, la vocación sublime que tienen hasta los faltos. De manera tal que resplandezca aquella verdad enseñada por el Concilio Vaticano II cuando dice que «el misterio del hombre sólo queda esclarecido a la luz del misterio del Verbo Encarnado» (Gaudium et spes, 22). Además, siempre será verdad lo de San Ireneo: «la gloria de Dios es que el hombre viva» (Adv. haer., IV, 20, 7).

Pidamos a la Santísima Virgen, la Hija Santísima de Dios Padre, la gracia de poder escuchar la voz de Nuestro Padre Celestial.