ladrones de vocaciones

Ladrones de vocaciones

LADRONES DE VOCACIONES

 

  1. Algún lector desprevenido se asombrará del título de este artículo, ya que evocará en su espíritu una célebre película italiana de hace algunas décadas. Puede ser que, incluso, el asombro aumente al considerar que el latrocinio no se refiere a bienes materiales, como las bicicletas, sino a bienes espirituales, como las vocaciones. Aún más puede crecer la sorpresa si uno cae en la cuenta de que se trata de vocaciones a la vida consagrada, o sea, de dones sobrenaturales como son las vocaciones sacerdotales, diaconales, religiosas, misioneras o a la secularidad consagrada.

Tal vez a alguno le parecerá esta una idea tan disparatada que sospechará que estoy inventando este delirio, porque considera que no puede haber en la Iglesia nadie que afirme semejante barbaridad. Por eso pruebas al canto: en una carta de fecha 11 de setiembre de 1980, dirigida al suscripto, se me acusaba “de sustraer positivamente vocaciones”[1]. “Sustraer”, según una acepción del Diccionario de la Real Academia es “hurtar, robar fraudulentamente”. Fácilmente podríamos traer más pruebas, pero por razón de espacio las obviamos, que “para muestra basta un botón”.

  1. Consta por la Sagrada Escritura la vocación de Abraham[2], Moisés (cfr. Ex 3, 4 ss.), Josué (cfr. Nm 27,18-20 y Dt. 31,1-8.23), Samuel (cfr. 1 Sam 3,10), David (cfr. 1 Sam 16,1-13), Jeremías (cfr. Je 19,1-3; 11,18-20; 16,1-5), Isaías (cfr. Is 6,8), Oseas (cfr. Os. 3,1), los Doce (cfr. Mc 3,13-19: “hizo doce”), los primeros discípulos (cfr. Mc 1,16-20; Mt 4,18-22; Lc. 5, 1-11; Jn. 1,35-51), de Leví-Mateo, del hombre rico, de Pablo, de María, de Jesucristo, etc. De hecho la Iglesia enseña que hay dos elementos esenciales en toda vocación a la vida consagrada: Primero, el llamado de Dios, y, segundo, la admisión o llamado de la Iglesia. A estos dos elementos hay que añadir la idoneidad, que es efecto del llamado divino, y condición previa del llamado eclesial. La idoneidad implica el orden intelectual, físico y psíquico, y moral (en especial, la recta intención) de los candidatos[3]. El llamado de Dios es el fundamento mismo de la vocación. Es Dios quien elige a una persona determinada a un particular estado de vida y le da las gracias necesarias para ingresar, santificarse y perseverar en él. Es únicamente Dios el que llama, de modo que toda vocación nace de la libérrima y gratuita iniciativa del amor de Dios, cualesquiera sean los medios (o instrumentos) de los que se sirva. Sólo y únicamente llama Dios: a quién quiere, cómo quiere, cuándo quiere, dónde quiere, con los medios que quiere y para lo que quiere. Es Él el que elige, con elección eterna, sin que antecediera mérito alguno de nuestra parte, antes de que naciéramos, más aún, antes de la creación del mundo (cfr. Jr 1,5; Is. 49,1; Ga 1,15-16; etc.). Jesucristo enseñó explícitamente esta verdad: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto…» (Jn. 16,16) y cuando elige a los doce: «Subió a un monte y llamando a los que quiso vinieron a Él…» (Mc. 3,13). Llamado que perdura aún después de nuestros numerosos pecados, «pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (cfr. Rm 11, 29), «si le fuéramos infieles, El permanece fiel, que no puede negarse a sí mismo» (2 Tim. 2, 13). Así como ocurrió durante la vida terrena de nuestro Señor, así sigue ocurriendo durante su vida gloriosa en todo el arco de los siglos desde la Ascensión a su Segunda Venida.

No se diga que esto sólo vale en el caso de ser llamados directamente por la voz del Señor, ya que las palabras del Señor contenidas en la Biblia las debemos recibir como si la oyésemos de los mismos labios de Cristo. Pero hay aún otro modo de expresión del Señor que precede a toda palabra externa y son «las voces interiores con que el Espíritu Santo mueve el alma… el impulso de la gracia… la inspiración interior…”[4]. De tal modo que si el diablo sugiriera a alguien a seguir la vocación, “… tal sugestión no tiene eficacia alguna si no es atraído interiormente por Dios… sea quien fuese el que sugiere el propósito de entrar en esta religión, siempre este propósito viene de Dios”[5].

  1. Siendo las vocaciones obra exclusiva y maravillosa de Dios no hay sobre la faz de la tierra hombre alguno que la pueda imitar, o remedar, o inventar. Ningún hombre puede dar la vocación a otro, ni siquiera un sacerdote, un obispo o el mismo Papa. No hay técnica psicológica, ni grupal, ni retiro o ejercicio espiritual, ni predicador por elocuente que sea, ni lavado de cerebro, ni las mayores promesas temporales, que hagan que un joven o una joven se decidan a algo tan sobrenatural, como es seguir el llamado vocacional, que excede las fuerzas de toda naturaleza humana, sin que exista el llamamiento divino. Nadie puede falsificar simulando, por mucho tiempo, un llamado de Dios inexistente. Nadie puede hacer que quien no tenga un llamado de Dios, lo vaya a adquirir por obra humana.
  2. Si las vocaciones son una gran obra de arte de Dios y es imposible falsificarla con éxito, ¿cómo se hace para “robárselas” a Dios? Esto es un absurdo.

Quien tal supone imagina a Dios como si no fuera Dios (por ser impotente contra los ladrones, o ignorante de sus habilidades, o malo por no impedirles sus malas artes), o a los “ladrones” como más sabios y más poderosos que Dios, o sea, que pueden burlarse de Él y ser más sagaces que Él.

¿Cómo se puede “robar” una gracia del Espíritu Santo? Esto no lo puede hacer ni siquiera Alexander Monday, el personaje de “Ladrón sin destino”.

¿Cómo se puede sustraer una “inspiración interior” que no sólo llama, sino que además envía? Y si “sustraer” es falsificar, ¿cuánto tiempo vivirá la virginidad “por el Reino de los Cielos” un joven sin vocación?

  1. Si se pueden “robar” es porque estiman que las vocaciones son “de la Diócesis”, o sea, de ellos.

Ahora bien, ¿quién les dio el derecho de propiedad sobre las vocaciones que son de Dios? Si las ovejas y los corderos no son de ningún sacerdote, ni obispo, ni diócesis, ni del mismísimo Papa, sino de Jesucristo, según Él le enseñó al mismo Pedro, Primer Papa: “Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas… Apacienta mis ovejas…» (cfr. Jn 21,15.16.17.), si las ovejas y corderos son de Cristo, ¡cuánto más lo serán las vocaciones!

Pero si las vocaciones son de ellos y no de Dios, ¿por qué se las dejan robar?, ¿por qué no las cuidan?, ¿por qué no las atraen? No sería más realista preguntarse: ¿por qué van con otros -a lugares lejanos, sin seguridades, según se apresuran a asegurarles, a donde todo es precario y todos somos peores que Frankenstein, Drácula, Mussolini y Hitler- y se alejan de ellos, donde todo es seguridad certeza, benevolencia y apertura?

Algunos eclesiásticos parece que se consideran la hipóstasis del Espíritu Santo, dueños de las vocaciones, que saben cuántas deben ser, cuáles son y dónde deben ir. Parecen estar convencidos que pueden ir, impunemente, contra la naturaleza de las cosas, que son creadores del ser y de la verdad de la realidad, consecuencia esta de la filosofía moderna, inmanentista, subjetivista, relativista, nominalista, voluntarista y sofista, que parece reinar en sus cabezas. Y, de ahí, los fracasos pastorales clamorosos en que caen, comenzando por la falta de vocaciones.

Y si son “de ellos”, ¿por qué no pueden ser de nosotros? ¿Será por razón del domicilio que figura en el D.N.I.? Pero, acaso, ¿no preceptúa el canon 1016 del Código de Derecho Canónico que es obispo propio del diácono “el de la diócesis en la que tiene domicilio de ordenado, o el de la diócesis a la cual ha decidido dedicarse”? Esto que vale para los candidatos al clero diocesano, vale con mayor razón para las vocaciones al clero religioso, como lo muestra la experiencia de casi 20 siglos.

  1. Alguno se preguntará, ¿por qué hay eclesiásticos que afirman que otros “sustraen” vocaciones? La intención de los tales la excuso, porque sólo es de Dios el juzgarla, pero la acción la acuso porque no es lícito callarse cuando está en juego el honor de Dios, según aquello atribuido a San Juan Crisóstomo: “Es laudable ser paciente en las injurias propias, pero soportar demasiado pacientemente las injurias a Dios es impío”[6].

Quién crea que se pueden “sustraer” vocaciones ciertamente cree que se lo puede manipular a Dios y le quita la gloria que sólo a Él le corresponde por esa maravilla de las maravillas que es la manera multiforme, pero siempre grandiosa y mística, con que Dios toca al hombre. Y Dios nos da todo -existencia, su Hijo, la gracia, la vida eterna…, pero el honor ha de ser todo para El: “… no doy mi gloria a ningún otro…” (Is. 42,8; 48,11), de ahí que el pueblo elegido cantaba: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria…” (Sal. 115, 1).

Con esa creencia no sólo se menoscaba la majestad de Dios, sino, también se desprecia la dignidad de los hombres, y por partida doble; por un lado, los que trabajan por las vocaciones harían mal, pues roban cosas sagradas, violentando conciencias, inventando quereres de Dios donde no los hay, escamoteando y remedando la voluntad de Dios, lo cual los hace seres indignos y miserables; y, por otro lado, a los candidatos a quienes se supone ingenuos, estúpidos, coaccionados o privados de libertad, ya que se los engaña con artimañas, se les lavaría el cerebro, se los atemorizaría con los castigos eternos si no siguiesen la vocación que le inventa -sacándola de la manga- el sacerdote inescrupuloso, etc. El hecho de que algún padre o madre gallináceos obligasen a su hijo a seguir la vocación, o sacerdote o incluso obispo como aquel que dijo a un diácono: “Si no la tenés, yo te la doy”, demuestra justamente que no se puede “inventar” una vocación. El filósofo español Xavier Zubiri demostró que estaba coaccionado por su madre cuando lo ordenaron, y la Iglesia declaró nula la ordenación; y el diácono a quien le “dieron” la vocación no perseveró ni un año.

  1. Análogamente a la mentalidad contraceptiva y antinatalista, las actitudes contravocacionales ponen de manifiesto una lógica y una raíz.

“La lógica anti-vida”. Es la actitud de los estériles de todos los tiempos, que parecen tener el DIU en el alma y en el corazón. De las dos mujeres que se presentan a Salomón reclamando un hijo, sólo la verdadera madre quiere la vida del hijo: “Dale a esa el niño, pero vivo; que no le maten”. Mientras la otra decía: “Ni para mí ni para ti: ¡que le partan!” (1 Re 3,26). Estos no tienen vocaciones y no quieren que nosotros las tengamos, por eso hace tiempo que traman nuestra liquidación. Pero como Jesucristo es “más que Salomón” (cfr. Mt 12,42), cada vez tenemos más vocaciones y cada vez les resulta más difícil partirnos por el medio. Parafraseando a San Pedro les decimos a los que no nos quieren: ¿Por qué os admiráis de esto, o por qué nos miráis a nosotros, como por si nuestro poder o nuestra piedad tenemos tantas vocaciones? (Cfr. He 3,12).

“¿Qué raíz? Es la rebelión contra Dios es el no reconocimiento de Dios como Dios…”, como decía Juan Pablo II[7].

De hecho, si alguien cree que las vocaciones son obra humana, no reconociendo que es Dios quien elige y envía, no ha de ser muy bendecido con vocaciones, ya que hace caso omiso a la enseñanza del Señor: “Rogad al dueño de la mies para que mande operarios a la mies suya” (Lc. 10,2). De hecho, “la vida engendra la vida”[8]. Una vocación vivida con desgano, no despertará vocaciones. Una religión que se percibe como burocrática, tampoco. Una casa de formación donde no haya selección, donde los superiores no verifiquen la idoneidad de los candidatos, queda desierta. Una pastoral juvenil no entusiasta, nunca será semillero de vocaciones.

De hecho, nosotros todavía no hemos gastado ni un peso en propaganda vocacional. Nuestra mejor propaganda son los seminaristas y las religiosas.

  1. Consideramos que van contra los derechos humanos quienes obstaculizan la entrada de los candidatos a la vida religiosa donde ellos estimen que Dios los llama. Si no se comete pecado -según dicen- por no seguir el llamado del Señor, ¿cómo podrá ser pecado el elegir el lugar donde uno quiere ser formado? En la mayoría de los Seminarios los alumnos son de aluvión, es decir, proceden de muy distintos lugares de origen. Exclamaba San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia: “¡Cuántos entran en el seminario como ángeles y en breve tiempo se truecan en demonios! … Y sépase que de ordinario, en los seminarios abundan los males y los escándalos más de los que saben los obispos, que las más de las veces son los menos enterados”[9]. En fin, sea como sea, quede en claro que nunca fue nuestra intención “sustraer” nada a nadie, y menos que menos vocaciones a Dios. Que nunca desviamos vocaciones, justamente para evitar que Dios deje de bendecirnos con vocaciones. Por su gracia, en mi vida sacerdotal pude descubrir y acompañar muchas vocaciones a la vida consagrada que se encuentran en diócesis y congregaciones muy distintas, incluso fuera del país. Quisiera, para mí y para todos los sacerdotes de nuestra congregación, que Dios nos diese el don de poder descubrir y orientar tantas vocaciones que pudiésemos llenar todos los buenos seminarios y noviciados del mundo entero.
  2. Hago votos para que se dé testimonio, con fuerza y valentía, de Jesucristo, que “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13, 8), “quien trajo toda novedad trayéndose a sí mismo” (San Ireneo). Finalmente, el gran secreto del florecer vocacional es la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, el “único que tiene palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68).

[1] Prot. Nro. 1061-80.

[2] Cfr. Gn 1, 27 ss.

[3] cfr. Decreto Optatam Totius 2 y Presbyterorum Ordinis 11.

[4] Sto. Tomás, Contra Retrahentes, nº 795.

[5] Sto. Tomás, Contra Retrahentes, nº 808.

[6] Opus Imperf. in Matth., Homilía 5, super 4, 10; M.G. 56, 668.

[7] Juan Pablo II, 14/3/1988, Discurso a los participantes del Congreso Internacional para conmemorar el XX aniversario de la Humanae Vitae, L’O. R., 17/4/1988, pág. 11.

[8]  Cfr. Juan Pablo II, Homilía, L’Osservatore Romano, 10/5/81.

[9] Obras Ascéticas, BAC, tomo II, pág. 19.