matrimonio

Un triunfo del amor

Homilía predicada en el 50° aniversario de matrimonio de la Familia Borrell-Vilanova, de Antonio y María ¡qué supieron triunfar en el amor! 50 años unidos, 10 hijos, 32 nietos, 2 en camino (y cuántos más podrán llegar) y 1 en el cielo. Y todavía faltan los biznietos.

Debo exaltar la realidad magnífica del matrimonio y la familia.

La Biblia comienza y termina hablándonos de la familia. En efecto, se nos habla al comienzo, de nuestros primeros padres: «Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza;…a imagen de Dios los creó, los creo varón y mujer» (Gen 1,26-27). Y termina hablándonos de las bodas del Cordero: «Mira, te mostraré la novia, la esposa del Cordero» (Ap 21,9), o sea, la Iglesia. ¡Qué la Biblia comience y termine hablándonos de la familia es muy significativo!

  1. En el comienzo de la Biblia.
    Estamos ante la realidad teológica que el mismo Dios crea el matrimonio entre un hombre y una mujer, como un contrato natural:
    -Dios creó al hombre y a la mujer, iguales en dignidad, distintos y complementarios en sus funciones;
    -Los dotó de órganos reproductores distintos y complementarios;
    -Les dio una atracción mutua casi irresistible…;
    -Comunicó un placer intenso al uso honesto de las funciones genésicas para que tengan hijos, sino ¡el mundo estaría despoblado! Y correría peligro la conservación de la especie.
    Como vemos es una realidad genial: dos sexos, dos aparatos reproductores, atracción mutua, placer intenso, fecundidad… Podemos decir con Jeremías (2,12): «¡Pasmaos, cielos, sobre esto…!».
    De tal manera, que el matrimonio y la familia creada por Dios: No sólo es buena, sino ¡«muy buena»! (Gen 1,31);

Es meritoria, les hace ganar a los cónyuges méritos para la vida eterna: en la manifestación del mutuo amor, en los mismos actos matrimoniales, en los hijos, en la educación de los mismos, en el encaminarlos para la vida eterna;

Es fecunda ya que colabora con Dios para traer al mundo nuevas generaciones;

Es santa porque los cónyuges, si hacen las cosas que deben hacer bien se santifican y santifican a sus hijos;

Es laudable, o sea, digna de loor y de alabanza como lo estamos haciendo en este momento.
Pero hay más aún. La familia no es sólo contrato natural, sino que, por Jesucristo ha sido elevada a la dignidad de sacramento, uno de los siete.

  1. En el fin de la Biblia.
    Es decir, que el mutuo consentimiento dado en el sacramento del matrimonio es signo eficaz de la gracia santificante, o sea, signo eficaz porque produce lo que significa. Significa la unión, la produce y en la salud y en la enfermedad, en la adversidad y en la prosperidad; significa la fidelidad, la produce; significa la fecundidad, ayuda para que sea posible; significa la educación de los hijos, Dios los ayudará siempre, siempre, siempre.
    Todavía nos queda mencionar un aspecto místico del matrimonio y la familia. Así como el maná en el desierto es figura de la Comunión con el Cuerpo de Cristo; así como el sacerdocio de Melquisedec, sin principio ni fin, es figura del Sacerdocio Nuevo y Eterno de Jesucristo; así la unión del hombre y la mujer en el sacramento es figura y significa:¡la unión de Cristo con la Iglesia! «Ser sumisos unos a otros en el temor de Cristo…Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella…Este es un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,21 ss).
    De modo tal, que detrás de estos esposos y de todos los buenos esposos cristianos hay sembrado como «un eco secreto»[1], que es Dios su creador y la unión mística con Cristo.
    ¡Gran misterio es éste!, que por la unión matrimonial –por la que el hombre deja al padre y a la madre, que con tantos dolores le trajeron al mundo, y se une a su mujer, que ni le dio a luz con dolor ni le cuidó con trabajo- simbolice otra unión exclusivamente sobrenatural.
    ¡Gran misterio es éste!, que también los padres acepten esta separación hasta con alegría y gusto.
    De aquí se siguen varias consecuencias:

– La unión del matrimonio ha de ser estrechísima y más interior que exterior;
-El amor del matrimonio ha de ser espiritual y de entrega, como el de Cristo que por amor a nosotros se encarnó, sufrió, pagó, y murió en la cruz para santificarnos con su Sangre;
-El amor ha de ser mutuo, porque si Cristo se entrega por la Iglesia, ésta, con inquebrantable fidelidad, con veneración, continúa su obra en los siglos, ofreciéndole, como fruto copioso, las legiones de santos que pueblan el Cielo;
-El amor ha de ser de unión perfecta e indisoluble, como la de Cristo que comenzó en a Encarnación para nunca terminar.

  1. Por eso hacemos fiesta.
    Hoy día muchos sólo pueden hacer una anti-fiesta, porque han perdido el sentido profundo de la fiesta. ¿Qué es lo que hace la verdadera fiesta? Es el hombre y la mujer que «se alegran en el amor» (San Juan Crisóstomo[2]) y eso solo se hace plenamente en el sacrificio, ya que allí –como dentro de unos minutos en el Sacrificio de la Misa- reconocemos que Dios es bueno, que toda la creación es buena, que nuestra vida y la de los demás es buena y reconocemos la Majestad del Creador y la bajeza de nuestra miseria. Allí captamos «el mundo verdaderamente ‘distinto’ y ‘absolutamente ‘nuevo’ de la Majestad de Dios»[3].
    Toda la familia se ha preparado con 50 días a una rosa blanca por día. ¡Blanca! Como no recordar las estrofas de «Cultivo una rosa blanca…»(José Martí). Como el color de la Eucaristía, de la Virgen y del Papa.
    Estoy convencido que debemos hacerle otro regalo a los abuelos: Ofrecernos a Dios como una rosa blanca y viva, renovando las promesas del bautismo; ofreciéndose, todo el clan Borrell-Vilanova y los que quieran:
    -A celebrar la vida, siendo sus liturgos;
    -A defenderla, siendo sus custodios;
    -A enseñarla, a ser sus apóstoles;
    -A testimoniarla, a ser sus mártires y confesores.

El beato Juan Pablo II le encomendó esa misión a la Madre Teresa de Calcuta y yo siguiendo sus huellas se las encomiendo a ustedes.

¡Qué siempre sean pro-life!

María Santísima los ayude y ampare.