(Continuación…) Los católicos, en general, se aferraron a la fe y a los sacerdotes. Muchos de ellos fueron arrestados y torturados por haberse negado a denunciar los denominados «crímenes de los eclesiásticos». Algunas comunidades continuaron con la oración y rezando el rosario después de que los párrocos fueran encarcelados. La persecución antirreligiosa en esos años alcanzó también a la Iglesia ortodoxa autocéfala. El arzobispo de Tirana, Kristofor Kisi, primado de la Iglesia, después de haber sido destituido y sustituido en 1949 por un eclesiástico más aquiescente, murió a causa de las persecuciones en 1958. En 1966 fue nombrado arzobispo de Tirana Damien Konessi, hombre de confianza del partido y ex combatiente que, en 1967, asistió a la eliminación de la Iglesia; murió en un campo de concentración, probablemente en 1973 (según algunos testigos por haber protestado personalmente al dictador). La condena a muerte fue aplicada a otros obispos y sacerdotes ortodoxos. Se observó que «durante el período de la supuesta coexistencia entre la Iglesia y el Estado, veintiséis eclesiásticos greco ortodoxos fueron ejecutados y, excepto raras excepciones, los doscientos sacerdotes de las parroquias de las regiones de Gjirokaster, Delvine y Sarande fueron condenados a penas de reclusión de entre cinco y ciento cincuenta años». El furor antirreligioso del régimen de Hoxha afectó también a los musulmanes sunitas y a los bektashi, una orden sufí muy popular. Muchos bektashi fueron fusilados, mientras que su líder se suicidó después de haberse opuesto al gobierno y de haber combatido la presencia comunista en la orden.
La ruptura con la Yugoslavia de Tito en 1948 obligó al régimen a adoptar una tregua interna. En 1949 se emprendió una negociación entre el gobierno y la Iglesia católica para hallar un modus vivendi. El anciano obispo de Pult, Bernardin Shllaku, puesto en libertad tras un período de detención, y el franciscano Marin Sirdani, liberado a propósito, llegaron a un acuerdo con el régimen en 1951, en el cual se reconocía los vínculos de la Iglesia con Roma. El texto publicado por el gobierno difería sin embargo del texto firmado, hecho que desencadenó las protestas de varios sacerdotes, los cuales fueron posteriormente asesinados o enviados a los campos. De 1952 a 1967 la situación entre represión y resistencia de los fieles se estabilizó. En 1959 ya no había obispos residentes en Albania, tan solo tres nuncios apostólicos reconocidos por la Santa Sede: Coba en Scutari, Troshani en Lezhë y Fishta en Pult, además de un centenar de sacerdotes, entre los que sobrevivieron a la gran prueba y los que decidieron recibir las órdenes a pesar de la persecución.
En 1961 Albania se parecía a la China de Mao. Inspirándose en el modelo de la Revolución Cultural china, Hoxha, en un discurso dirigido al país el 6 de febrero de 1967, declaro «la lucha contra la superstición religiosa». Su discurso desencadena ataques a las iglesias católicas y ortodoxas, a las mezquitas y a las tekke de los bektashi, que fueron destruidas o adaptadas para otros fines. De los 327 lugares de culto católicos aún activos a principios de 1967, no quedaba ya ninguno abierto. Se prohibieron todos los ritos bajo amenaza de penas severas y los sacerdotes fueron enviados a campos de prisioneros. Albania se convirtió en «el primer Estado ateo del mundo», tal como fue aprobado en 1976 por la nueva Constitución, y así permaneció hasta el fin del régimen comunista en 1992. Entre el clero católico no se registró ningún caso de apostasía. Un diplomático francés recuerda de este modo la última misa que celebró el padre Kurti en la iglesia católica de Tirana.
«La misa ya no era cantada, el sermón fue eliminado, ya no había ningún contacto físico y oral entre el oficiante y los fieles y, un signo preocupante, las propias abuelas abandonaban la iglesia; éramos nosotros quienes nos quedábamos con algún diplomático italiano… Al final se celebró la última misa. Era un domingo de junio de 1967: en el momento del ofertorio, una lluvia de proyectiles, guijarros y chatarra fue arrojada al coro de la catedral, rompiendo las magnificas vidrieras y poniendo en peligro a los fieles. El incidente duró dos o tres minutos. El padre Kurti se retiró a la sacristía y nosotros salimos de la iglesia precipitadamente. Algunos transeúntes nos dijeron que se trataba de un grupo de jóvenes de una escuela cercana que “luchaban contra las costumbres retrogradas”».
El régimen ejerció presión sobre todos los sacerdotes para que renegaran de la fe y desvelaran el «engaño» de la Iglesia. La mayoría de los albaneses católicos conoció la cárcel y los campos de trabajo en condiciones infrahumanas. Un compañero de monseñor Prennushi en la prisión de Durazzo describió la vida del prelado, condenado a veinte años de trabajos forzados por «enemigo del pueblo», «colaborador», «fascista», «sacerdote reaccionario» y «cómplice del Vaticano»:
«En prisión, el arzobispo Prennushi fue duramente torturado. El mismo me contó como los policías lo golpearon con palos y como lo colgaron, atado de pies y manos, de un gancho de una puerta en una oficina de la Sigurimi, hasta que se desmayó».
El arzobispo, de sesenta y cinco años y que sufría de una dolorosa hernia, fue obligado a transportar troncos de árbol junto a otros detenidos:
«Los policías ponen sobre la espalda del arzobispo más troncos de los que puede llevar. Él lo intenta, lucha, tropieza y cae, una vez, sin lamentarse. El director de la prisión y el comisario miran la escena desde los peldaños de la prisión, ríen abiertamente y hacen comentarios sarcásticos. Sus compañeros intentan aligerar la carga del arzobispo, le dejan a él los troncos menos pesados. Pero aunque se hubiese liberado del peso de los troncos, sufre terriblemente para subir la colina. Cae a menudo y le cuesta respirar. Los guardias lo dejan un momento para que recupere el aliento y luego lo obligan a volver al trabajo con más fuerza y lo humillan: “¡Eh!, ¿el cura ha hecho ya trabajos forzados?”».
Una suerte todavía peor tocó al Obispo Franco Pijni, que fue torturado todos los días con descargas eléctricas y con tajos profundos en el cuerpo, que eran cosidos después de haberlos llenados de sal.
Igualmente el Obispo Cipriano Nilaj fue fusilado después de crueles torturas, junto a veinte sacerdotes que no quisieron renegar de su fidelidad al Papa: le clavaron astillas de madera bajo las uñas de las manos y de los pies.
El Obispo Nikaj, durante la tortura era objeto de burla de sus verdugos, que le hacían preguntas irónicas sobre la existencia de Dios, a las cuales respondía seriamente, a pesar de los atroces dolores. Un día, a un guardián que le dijo: «Mi dios es Enver Hoxha», contestó con bondad: «Mi Dios es Jesús», y fue matado al instante .
El padre Giacomo Gardin, jesuita italiano, arrestado en 1945 y recluido diez años en las prisiones albanesas, describió las condiciones de los sacerdotes católicos detenidos:
«Y empezó el dormir en el suelo, el tormento de los insectos, la pesadilla de los interrogatorios, los gritos de los torturados, los interminables exámenes de conciencia personales en busca de culpas inexistentes, el aislamiento, las amenazas, los insultos, las privaciones, los tormentos para arrancarte un secreto, los rumores susurrantes de los presos acerca de procesos y condenas capitales ya ejecutados. Un infierno, para desear la muerte como una liberación, incluso las tentativas de suicidio si las cadenas lo hubieran permitido. La ración de comida: pan y agua… Son muchas cosas horribles que se han sedimentado en mi inconsciente, impregnándolo. Macabro equipaje que forja temerosos sueños, pesadillas nocturnas. Después de veinticinco o treinta años me despierto todavía sobresaltado, aterrorizado, con el corazón a punto de estallar».
El jesuita Anton Luli, recluido diecisiete años en las prisiones albanesas, en una carta a un amigo en 1992, recuerda algunos episodios de su reclusión y el cruel trato al que fue sometido:
«Fui arrestado el 19 de diciembre de 1947 y conducido a Koplik, una pequeña ciudad en las montañas, cerca de Scutari. El soldado abrió la puerta de una pequeña habitación y me arrojó contra la pared, luego me la cerró en la cara. Había poca luz. Un ventanuco sobre la puerta arrojaba una luz lúgubre. Para sorpresa mía me di cuenta de que estaba en un baño lleno de excrementos secos. Durante los nueve meses que estuve allí, la habitación no se limpió jamás… Nunca en mi vida sentí presencia tan real y verdadera del Señor como entonces. Cuando el jefe de la prisión me llamó, me trató con rudeza. Me pegó en la mejilla y luego llamó a dos o tres guardias. Estos formaron un círculo a mí alrededor y me empujaron como si yo fuera una pelota, con gritos e insultos. Después uno de los guardias me apretó la garganta hasta casi asfixiarme. Caí al suelo como un cuerpo muerto. Luego un grueso policía con unas pesadas botas saltó encima de mí. Me fracturé una costilla y durante mucho tiempo padecí las consecuencias de esta lesión: no podía respirar sin dejar de sentir dolor. El policía me pidió que confesara todos los “pecados” que había cometido contra “el pueblo”. Cuando le dije, que no tenía nada que confesar, me aplicó electrodos en los lóbulos de las orejas. La experiencia fue horrible, insoportable».
Frano Ilia, que en 1992 fue nombrado arzobispo de Scutari, contó:
«Fueron momentos difíciles, porque el comunismo pretendió sin descanso erradicar de las almas la cultura y la fe católica… Recuerdo que cuando la dictadura intentó convertir a cada uno de nosotros en el delator del otro, decidimos rechazar cualquier tipo de compromiso en el nombre de Cristo Rey. Pero aquellos momentos fueron en verdad difíciles… En una situación tan dificultosa, la pequeña Iglesia albanesa, reducida en su clero y sus fieles, continuó permaneciendo fiel: Ningún sacerdote, a pesar de la opresión y de las torturas de todo tipo recibidas, renegó de la fe. Y esto fue un don de Dios, porque las torturas fueron tan terribles que resultaba difícil permanecer fiel durante el tiempo que duraron las persecuciones. En los lugares de reclusión, en la clandestinidad, un hilo de vida religiosa continuaba latiendo. Recuerdo con emoción aquellos momentos en que intenté reconfortar a mis compañeros en cautividad. Lograr salvar un alma me hacía creer en el Paraíso. Muchas veces corrí el riesgo de ser castigado por ello, pero Dios nos pide que le sirvamos también dentro de los muros de la prisión. Recuerdo los momentos en que celebraba la misa, de memoria o en secreto. Para ello tenía que conseguir pan y vino, llegamos a pisotear uva y a conservar un poco de aquel pan que recibíamos como alimento».
Albania se convirtió, para los cristianos y para todos sus habitantes, en un gran campo de concentración, donde la vida personal se desarrollaba bajo férreas reglas y rígidos controles. En el corazón de la vida familiar persistía cierta tradición religiosa, aunque esta corría peligro, ya que el régimen ejercía un fuerte control. A los niños, particularmente en las instituciones escolares, se les invitaba a denunciar las actividades antisocialitas y religiosas de los propios familiares. Este hecho comportó, en el ámbito religioso una fuerte interrupción en cuanto a la transmisión de la fe de una generación a otra, tal como sucedió en la familia tradicional albanesa.
De los seis obispos y los 156 sacerdotes que había antes del comunismo (además de algunos que fueron ordenados en los años siguientes), al menos 65 murieron tras haber sido condenados a la pena capital o bien a causa de las torturas, y 64 murieron después de haber sido recluidos en los campos o en prisiones (o en ambos lugares). Al final del comunismo sobrevivió una treintena de sacerdotes, de los cuales todos habían conocido la reclusión. La persecución mas violenta duró mucho más tiempo que en los demás países comunistas, prácticamente hasta el final del régimen. El obispo Coba, según algunas fuentes, fue asesinado después de haber sido sorprendido celebrando clandestinamente la Pascua de 1979 o 1980 (aunque otras fuentes determinan su muerte en la prisión de Tirana). En 1967 fue conducido a la plaza, en Scutari para que renegara de su fe, pero él se opuso y eso le costó la tortura y el escarnio por las calles de la ciudad más católica de Albania. En 1972, para dar otro ejemplo de la tenacidad con la que se perseguía cada gesto religioso, el padre Kurti -el sacerdote que había celebrado la última misa en Tirana en 1967-, de más de setenta años y que había sufrido varias persecuciones, fue condenado a muerte en un proceso que tuvo lugar en una ex iglesia, por haber administrado el bautismo en secreto a un niño que estaba internado en el campo donde él se hallaba detenido. En enero de 1989 murió de agotamiento en un campo el último mártir, el padre Gruda, que había sido arrestado en 1979 por haber administrado los sacramentos en secreto. El padre Luli recuerda que el clima de terror era tan terrible que los dos sacerdotes (que se hallaban juntos) jamás se revelaron si iban a continuar celebrando actos religiosos.
El asesinato de los ministros del culto tenía como objetivo hacer desaparecer de la sociedad los testimonios de la fe. Fueron destruidos también los lugares de oración, como el santuario de la Virgen del Buen Consejo de Scutari, que fue derribado. Otros fueron transformados para usos sociales o económicos, mostrando de este modo el predominio del régimen socialista sobre las tradiciones religiosas. La desaparición física de los símbolos y de los hombres de fe no significa la desaparición de la fe, pese a que la de los albaneses fuera duramente puesta a prueba. La fe permanecía en el corazón de algunos creyentes (se podía observar algún cirio fuera de los lugares religiosos que habían sido cerrados). El futuro, sin embargo, parecía el de un régimen cerrado y consolidado. La fe se entrelazaba con los recuerdos de los sufrimientos de los propios familiares, de los sacerdotes, y toda educación religiosa -incluso en el ámbito familiar- fue prohibida. Hasta finales de los años ochenta, para los creyentes albaneses y para los pocos sacerdotes que sobrevivieron (sólo sobrevivió un obispo católico, monseñor Troshani), el horizonte era oscuro y cerrado. La persecución en Albania represente tal vez el capítulo más paradójico y atroz de toda la política antirreligiosa de los regímenes comunistas del Este europeo.
El Papa Juan Pablo II el 25 de abril de 1993 en la homilía de ordenación de cuatro obispos albaneses realizada en Scutari recordaba:
«Vuestra experiencia de muerte y resurrección pertenece a toda la Iglesia y a todo el mundo. Cada hombre debe reflexionar una vez más sobre “todo aquello que respecta a Jesús Nazareno” (Lc 24,19), condenado a muerte y crucificado hace ya casi dos mil años. Debe también reflexionar sobre aquello que os ha sucedido a vosotros en estos años, sobre todo en las recientes décadas del siglo XX. ¡Es necesario no olvidar lo que ha sucedido! Mirar hacia delante para construir un futuro libre y a la medida del hombre es algo justo, pero es necesario tener presente la experiencia transcurrida, para evitar repetir los errores de un período tan miserable. Aquello que ha sucedido en Albania es algo jamás registrado en el curso de la historia» .
Y en el año 2001 hablando a los supervivientes de la persecución comunista, tuvo esta expresión de dolor y admiración: «Vosotros, queridos albaneses, habéis conservado la Fe, no obstante las torturas y el martirio a causa de la adhesión al Evangelio. ¡La Iglesia no podrá jamás olvidaros!» .