Homilía predicada por el p. Carlos Miguel Buela a la familia religiosa del Verbo Encarnado, congregada en la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores para la renovación del cuarto voto de esclavitud mariana el 15 de septiembre de 1999.
Entrando a la Iglesia hay una placa que hemos querido poner para recordar siempre el porqué de la patrona de esta Iglesia, Nuestra Señora de los Dolores; este título fue elegido por Mons. León Kruk y la razón del mismo nos la dio también él, con las palabras puestas en la placa, que expresa con cierta consciente y, digamos, intentada ambigüedad: «…en recuerdo de los dolores pasados». La ambigüedad es doble: en primer lugar, porque no es tanto para recordar los dolores de la Virgen sino –según la mente de Mons. Kruk– para recordar los dolores que hubo que pasar para tener el Seminario Diocesano y para tener la Congregación, de manera particular dolores que tuvo que pasar él; y la segunda ambigüedad es que decir «pasados» no quiere decir que no haya dolores en el presente y que no vaya a haber en el futuro.
Por eso me pareció que tal vez podía ser iluminante para algunos de nosotros, en esta fiesta de Nuestra Señora de los Dolores, el recordar el sentido de los dolores que tendremos que pasar en distintas circunstancias de nuestra vida.
- Confianza en Dios
En primer lugar, la confianza inconmovible en Dios nuestro Señor. Dios desde toda la eternidad ya tiene decidido el momento en el cual se solucionen las distintas contradicciones que nos producen dolor porque en su ciencia infinita Él lo sabe todo; sabe aún el uso libre que vamos a hacer de nuestra voluntad, sin quitarnos nuestra libertad; por eso, como dice Chesterton, «la ciencia de Dios es una sublime novela policial» y lo vemos a diario: esa ciencia de Dios unida a su voluntad hace que ocurra todo lo que debe ocurrir según los planes de Dios, sin que a Dios se le escape nada. Él hace para determinados fines concurrir determinados medios, y esto es la providencia de Dios, a la cual nada se escapa; y por tanto debemos tener –yo por lo menos tengo– la absoluta confianza que «el que comenzó en nosotros la buena obra, la llevará a feliz termino» (cfr. Fil 1,6); Finalmente, «todo sucede para bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28).
- Confianza en la Iglesia
En segundo lugar, la convicción que la Iglesia es nuestra madre. Y yo confío absolutamente en la Iglesia –no en todos los hombres de Iglesia, sino en la Iglesia que es Jesucristo–, y aquellos hombres de la Iglesia que no se comportan como hombres de la Iglesia, no importan porque Jesucristo también en ellos, por el Espíritu Santo, finalmente hace que se cumplan sus planes: «Dios caza a los sabios en su astucia…» (1 Cor 3, 19; cf. Job 5,13).
Como nosotros somos una partecita en la Iglesia, creo que se puede aplicar a nosotros lo que dice San Bonifacio, obispo y mártir: «La Iglesia, que como una gran nave surca los mares de este mundo, y que es azotada por las olas de las diversas pruebas de esta vida, no ha de ser abandonada a sí misma, sino gobernada»[1], lo mismo nos pasa a nosotros, no nos abandona Dios sino que nos gobierna.
San Bonifacio pone luego el ejemplo de los Santos Padres Clemente, Cornelio, Cipriano, Atanasio, «lo cuales bajo el reinado de los emperadores paganos gobernaban la nave de Cristo, su amada esposa, que es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus trabajos y sufrimientos hasta derramar su sangre. Al pensar en estos y otros semejantes, me estremezco y me asalta el temor y el terror, me cubre el espanto por mis pecados, y de buena gana abandonaría el gobierno de la Iglesia que me ha sido confiado, si para ello contara apoyo en el ejemplo de los Padres o en la sagrada Escritura».
Continúa el Apóstol de Alemania: «Más puesto que las cosas son así y la verdad puede ser impugnada, pero no vencida ni engañada, nuestra mente fatigada se refugia en aquella palabras de Salomón: ‘Confía en el Señor con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos piensa en Él, y Él allanará tus sendas’. Y en otro lugar: ‘Torre fortísima es el nombre del Señor, en Él espera el justo y es socorrido’».
Luego agrega lo que hay que hacer: «Mantengámonos en la justicia y preparemos nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el tiempo que Dios quiera y digámosle: ‘Señor, tu has sido nuestro refugio de generación en generación’. Tengamos confianza en Él, que es quien nos ha impuesto esta carga. Lo que no podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza de aquel que es todopoderoso y que ha dicho: ‘mi yugo es suave y mi carga ligera’. Mantengámonos firme en la lucha en el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros padres, si así lo quiere Dios, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna».
Como enseña San Ignacio: «Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia»[2].
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El peligro más grave para los Institutos nacientes
Esto nos lleva como de la mano a pensar en otra realidad que debemos tener siempre muy en cuenta y que, como dice San Pedro Julián Eymard, es el peligro más grave que tienen los Institutos nacientes: «El gran peligro de los Institutos nacientes está en no tener fe en la gracia primera. Vienen algunos que dicen: Si se modificara esto, si se añadiera aquello…, más valdría si se obrara de este otro modo… Puede ser que los tales tengan talento, experiencia o influencia, pero yo os digo que, voluntariamente o no, son traidores de la primera gracia, de la gracia de la fundación, de las ideas del Fundador, y que perderán al Instituto que los escuche». (De hecho hemos tenido casos de personas de relevante significación, que muy sueltos de cuerpo han dicho: «En vez de Congregación religiosa, ¿por qué no son Sociedad de Vida Apostólica?», como si tuviesen la gracia fundacional).
«Nunca faltan quienes se creen llamados a reformar al Fundador y a hacer mejor que él, pero sólo al que ha escogido para fundar bendice Dios, y nunca a sus contrarios. Harto conocido es el ejemplo de fray Elías y san Francisco. Fray Elías quería cambiar, atenuar, glosar; mas por orden de Dios le contestaba el santo: ‘sin glosa, sin glosa, sin glosa’. Fray Elías acabó separándose; se fue a Alemania, donde acabó sus días en la mayor de las miserias, sosteniendo al antipapa en el partido del emperador cismático.
No, Dios no bendecirá nunca a quien sale de la primera gracia, la cual puede desenvolverse, sacando a luz con el tiempo cuanto dentro contiene, según lo exijan las circunstancias, pero jamás cambiar o introducir cosas que le sean contrarias. Dios no hará prosperar más que la gracia primera: nunca dará otra distinta »[3].
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El fervor primero
Por eso es que el trabajo nuestro y, sobre todo, por las dificultades que se presentan en nuestros tiempos, es crecer en el fervor primero. No solamente no apagarlo, sino crecer en el fervor primero. San Alfonso María de Ligorio, en una carta muy hermosa de fecha 8 de agosto de 1754, dice lo siguiente: «…por lo que a esta hora debería no sólo mantenerse –en la congregación fundada por él– en el primer fervor sino haber crecido más en él. Es verdad que muchos se portan bien; pero en otros, en vez de aumentar, falta el espíritu. (Y eso que hacía poquito tiempo que habían sido aprobados por al Iglesia, 5 años llevaban que habían sido aprobados por la Iglesia, y 22 desde el comienzo de la Congregación). Yo no sé a dónde irán a parar éstos, porque Dios nos ha llamado a esta Congregación (especialmente en estos principios) para hacernos santos y salvarnos como santos. El que quiera salvarse en la Congregación, pero no como santo, yo no sé si se salvará»[4].
Un poco más adelante desarrolla una idea bellísimamente: «Ahora hay aquí muchos buenos novicios; pero éstos y los que vendrán después serán peores que nosotros con nuestro ejemplo, y, dentro de no mucho tiempo, la Congregación se relajará en todo, porque de las imperfecciones se pasará a los escándalos; y si esto ha de suceder, es mejor, hermanos míos, que roguemos al Señor que desde ahora la haga desaparecer»[5]. Recién tengo conocimiento de esto que dice el Santo. Nosotros hemos puesto esto en las primeras Constituciones. Y agrega el Santo: «Todos somos miserables, y todos cometemos faltas…» (Y agrego: yo el primero y por mi responsabilidad mucho mayor, y puedo hacer mías las palabras, que dice en otra circunstancia, San Gregorio Magno: «Estas palabras que os dirijo resultan muy duras para mí, ya que con ellas me ataco a mí mismo puesto que ni mis palabras, ni mi conducta están a la altura de mi misión. Me confieso culpable, reconozco mi tibieza y mi negligencia. Quizá esta confesión de mi culpabilidad me alcance el perdón del Juez piadoso… ¿Qué soy… yo que estoy postrado aún en mi debilidad? Pero el Creador y Redentor del género humano es bastante poderoso para darme a mí, indigno, la necesaria altura de vida y eficacia de palabra, ya que por su amor, cuando hablo de Él, ni a mi mismo me perdono»[6]).
Sigue diciendo San Alfonso María de Ligorio: «Todos somos miserables, y todos cometemos faltas; pero yo no me aflijo de los defectos que no se asientan, sino de aquellos que echan raíces y de ciertas faltas que hacen daño a toda la comunidad; si alguno, con los ojos abiertos, quisiera convivir con ellas y defenderlas o, al menos, excusarlas como compatibles, declaro que no puedo ni debo soportarlas. Tales faltas serían, por ejemplo, o contra la obediencia, contra la pobreza, contra la humildad o caridad del prójimo (en las distintas especies como es la murmuración, la falta de espíritu de servicio, el mal trato, los favoritismos…). Espero de Dios conservar hasta la muerte este propósito y observar puntualmente, como he prometido a Dios, no dejarme vencer del respeto humano al ver que los hermanos (faltan) en cosas notables y con perjuicio para los demás y dejar de corregirlos. Espero de Dios que me dé fortaleza para no soportar a los imperfectos que no quieren enmendarse y que quieren defender sus propias imperfecciones. Y ruego a vosotros, los que sois jóvenes y os vais a quedar a gobernar la Congregación, que no soportéis nunca a un imperfecto con tales faltas y que después del defecto no se humilla y lo defiende».
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Consejos de San Alfonso
San Alfonso da toda una serie de consejos muy hermosos que nosotros simplemente vamos a mencionar de manera telegráfica. Así dice él, en primer lugar:
«Ruego que cada uno siempre le pida a Jesucristo su santo amor, y para obtener este santo amor procuremos enamorarnos grandemente de la Pasión de Jesucristo». (Lo anuncio por una vez más: está por salir lo que llamábamos «Cuaderno de Pasión» que ahora vamos a llamar «El libro de la Pasión» para que sea como el libro personal de cada uno, donde cada uno pueda escribir los pensamientos que Dios le inspira acerca de la Pasión de Nuestro Señor para enamorarnos de Él.
«Que cada uno ame su celda –acá no tenemos celda, y mejor que no digamos celda porque va a salir en los diarios que estamos presos, podemos decir: ‘que cada uno ame su silla’– y que no se disipe durante el día andando de aquí para allá, seamos avaros del tiempo para dedicarlo a la oración, a la visita del Santísimo Sacramento, también al estudio. Los confesores, al estudio de la moral… Recomiendo a los superiores, presente y futuros, la observancia de las Constituciones. En manos de ellos está esta observancia… Y por eso es necesario que los superiores no solamente prediquen la observancia, sino que sean los primeros en practicarla. Mueve más aquel a quien se ve que aquel a quien se oye».
Otro consejo: «Recomiendo igual a los superiores la caridad para con los súbditos a fin de que los conforten en las tentaciones y busquen, en cuanto se pueda, ayudarlos en sus necesidades, preguntando especialmente en el diálogo con el superior si necesitan alguna cosa… (De manera particular recomienda la caridad con los enfermos, es criminal la falta de caridad para con nuestros enfermos, para con los enfermos de nuestra familia religiosa) …visitándolos y concediéndoles los remedios necesarios en cuanto se pueda, preguntándoles si necesitan algo; y cuando la pobreza no lo permita, al menos que los consuelen en cuanto sea posible. Recomiendo también a los superiores que hagan las correcciones en secreto, pues en público de poco sirven, con tal de que la falta no sea pública, ya que de lo contrario son útiles para los demás; pero para el súbdito, aún entonces es mejor corregirlo antes en secreto y luego en público».
Agrega algunos consejos más: «Que nadie en la Congregación se atreva ni siquiera a nombrar la propia estima. La mayor estima que debe amar un hermano de la Congregación es amar la obediencia y ser despreciado y tenido en poco… Recomiendo también el amor a la pobreza; entienda cada uno que especialmente los defectos contra estas dos virtudes, esto es, contra la pobreza y contra la obediencia, no se soportan en la Congregación; y no pueden soportarse porque, si cae la observancia de estas dos virtudes, todo se arruina y se acaba el espíritu de la comunidad».
Como ya habrán notado, el Santo nos exhorta vehementemente a observar las Constituciones; y no solamente San Alfonso sino que también San Pedro Julián Eymard habla de una manera muy particular de las Constituciones: «Observad la regla (las Constituciones) y guardadlas religiosamente por respeto hacia Dios, ya que de Él procede. ¿Creéis acaso que el hombre es capaz de componer una regla(unas Constituciones)? No, no hay santidad ni virtudes que para esto basten, sino que es menester vocación especial de Dios. Dios la inspira y el fundador la transmite con lágrimas y sufrimientos. No hay hombre que pueda poner luz y santidad en trazos de su mano. Si la regla lleva consigo la gracia y santifica, su autor no puede ser otro que Dios, único que puede dar gracia y virtud para santificarse.
La regla es para vosotros lo que el evangelio para la Iglesia, esto es, el libro de la vida, el libro de la palabra de Dios, lleno de su verdad, de su luz de su gracia y de su vida. ¿Y tan osados habíais de ser que tocarais una sola sílaba de este evangelio, o dejarais caer una sola palabra? No, sino que todas sus palabras han de ser sagradas para vosotros»[7].
Por eso frente a las dificultades presentes, como fue ante las pasadas, como serán ante las futuras hay que tener presente esto: Nosotros estamos aquí para santificarnos, y para santificarnos debemos vivir, cumplir los consejos éstos que da hermosamente San Alfonso María, debemos ser fieles a nuestras Constituciones y de manera especial cuidar la vocación de cada uno. Dice también San Alfonso: «Que haga estima de la vocación, pues es el mayor beneficio que Dios ha podido hacerle después del beneficio de la creación y redención. Dé gracias al Señor cada día por ella y tema perderla…»
Y en otra parte: «Y cuando el demonio tiente a alguno en la vocación, que es mayor empeño que tiene contra cada uno de nosotros, encomiéndese en esta madre de perseverancia (la Virgen) que ciertamente no perderá la vocación».
Por eso termino muy brevemente, también con palabras de San Alfonso: «Ofrezcámonos siempre a Jesucristo a fin de que haga de nosotros lo que quiera, y roguemos siempre a María Santísima que nos obtenga el gran tesoro de amar a Jesucristo».
[1] Carta 78: MGH, Epistolae 3, 352. 354; cit. en Liturgia de las Horas, t. III, pp. 1464-1465.
[2] Ejercicios Espirituales [365]
[3] Obras Eucarísticas, (La Regla, santidad del Religioso), p. 916.
[4] Sumarium, p. 249-350; cit. en Rey-Mermet, El Santo del Siglo de las Luces, BAC Maior, p. 529
[5] Ibid.
[6] Liturgia de las Horas, t. IV, p. 1337-1338.
[7] San Pedro Julián Eymard, op. cit., p. 917.