1. Desde los orígenes al Imperio Ruso
Antiguo imperio que se extendía por el este de Europa, Asia septentrional y occidental, hoy Rusia comprende el territorio que hasta 1991 estuvo dentro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), establecida tras la Revolución Rusa de 1917. En su sentido más estricto, el término Rusia ha sido utilizado a lo largo de la historia para referirse al antiguo Imperio Ruso.
Durante la era precristiana, el vasto territorio que luego pasó a llamarse Rusia estuvo habitado de forma desigual por grupos de tribus nómadas. La gran región del norte, desconocida y repleta de bosques, estuvo poblada por tribus que luego se conocieron con el nombre colectivo de eslavos, ancestros del moderno pueblo de Rusia.
Se sucedieron numerosos movimientos migratorios de los pueblos limítrofes que derivaron en invasiones y dieron lugar a nuevos asentamientos y a la asimilación de nuevos elementos étnicos. Algunos pueblos que dejaron sus huellas por el vasto territorio ruso fueron: los godos, los hunos, los ávaros, los magiares y los jázaros.
Las disensiones internas de los estados eslavos en torno a Nóvgorod comenzaron a ser tan virulentas que de forma voluntaria eligieron un príncipe extranjero que fuera capaz de unirlos en un único y fuerte estado. Este príncipe fue Rurik, jefe escandinavo, quien en el 862 se convirtió en gobernador de Novgorod. Los varegos o rus, también pueblo escandinavo, dieron al territorio el nombre Rossia o Rusia que quiere decir «la tierra de los rus».
En el 882 el sucesor de Rurik dándose cuenta de las riquezas de la región de Kiev, hizo matar a los gobernadores varegos en el 882, uniendo los dos territorios y estableciendo su capital en Kiev. Extendió el territorio del nuevo reino llegando a la frontera septentrional del Imperio bizantino, con el que cerró un acuerdo comercial en el 911, el primer acontecimiento constatado de la historia de Rusia. A partir de entonces, las relaciones comerciales y culturales con Bizancio fueron estrechándose cada vez más.
En el 980 Vladimiro I –más tarde conocido por el nombre de Vladimiro el Grande– pasó a ser el único heredero del trono. El acontecimiento más relevante de su reinado fue su propia conversión al cristianismo bizantino en el 988, y la institución de este credo como la religión oficial del pueblo ruso. Tras repudiar a sus numerosas esposas paganas, se casó con Ana, hija del emperador bizantino Basilio II Bulgaróctonos. Desde sus comienzos, la confesión ortodoxa rusa, se distinguió de la bizantina; los oficios religiosos se celebraban en eslavo, lo que permitió a la nueva Iglesia conseguir una relativa autonomía; aunque continuaba estando bajo la autoridad canónica del patriarca de Constantinopla, era el rey de Rusia quien ejercía de hecho la jerarquía suprema. Tanto las iglesias como los monasterios (labras) se erigieron siguiendo el estilo arquitectónico de Bizancio, y la cultura bizantina fue muy influyente en áreas como la arquitectura, la música y el arte.
Tras la muerte de Vladimiro en el 1015 su hijo Yaroslav el Sabio consiguió reunir el imperio hacia 1036. Con él, el estado de Kiev alcanzó su máximo esplendor; asimismo, Yaroslav convirtió la ciudad en capital imperial erigiendo suntuosos edificios entre los que destaca la catedral de Santa Sofía; también se abrieron escuelas y el gran duque hizo revisar la primera compilación legislativa rusa, el Russkaya Pravda«la verdad rusa». La muerte de Yaroslav señaló el declive de Kiev. Nóvgorod se convirtió en un próspero estado comercial que llegó a alcanzar una posición dominante. Rusia se convirtió en un mosaico de ciudades-estado, unidas por una lengua, religión, tradiciones y costumbres comunes, pero gobernadas por miembros de las múltiples casas de los rurik que normalmente estaban en guerra.
A principio del siglo XIII, invasiones procedentes del este amenazaron la integridad de Rusia. En 1223 el ejército mongol de Gengis Kan inició sus incursiones por el sureste. En su marcha hacia el norte, asaltaron y destruyeron la mayoría de las ciudades más importantes. El control tártaro supuso un alto en el progreso económico y cultural. La región del antiguo reino de Kiev, influida por la lengua y costumbres extranjeras que se impusieron como forma de vida sobre la tradición de los antiguos rus, pasó a llamarse Ucrania. Los habitantes del norte de Rusia se convirtieron en el grupo principal de los eslavos rusos, conocidos como los «grandes rusos».
En 1328 Iván, fue nombrado gran duque de Moscú. La sede de la Iglesia ortodoxa rusa se trasladó a la capital del Gran Ducado. Una vez que los duques moscovitas contaron con el apoyo de la Iglesia, comenzaron a organizar un nuevo estado ruso, del que serían los gobernadores. Al igual que Iván, los duques moscovitas se proclamaron «príncipes de toda Rusia».
Constantinopla cayó bajo el poder de los turcos en 1453 y más tarde la Iglesia ortodoxa rusa consideró a Moscú la «tercera Roma», sucesora de Constantinopla y centro de la Cristiandad ortodoxa. El águila de dos cabezas, símbolo de Bizancio, fue incorporada a las armas moscovitas y permaneció como el emblema de la Santa Rusia. El factor más importante en la investidura de Moscú como ciudad sacra se debió al matrimonio celebrado entre el gran duque Iván III el Grande y Sofía Paleólogo, nieta del último emperador de Bizancio. El gran duque empezó a considerarse zar (del ruso tsar, que a su vez deriva del latín Caesar, «césar») de un régimen autocrático, más que como cabeza de la nobleza.
Iván IV el Terrible fue proclamado soberano en 1533, a la edad de tres años, asumió el trono en 1547 y se casó con Anastasia Románovna, miembro de la familia de los Romanov. Borís Godunov fue elegido zar en 1598, durante su período de gobierno creció el descontento de los labradores tras la proclamación de una ley que les ligaba a las propiedades territoriales y aprobaba la servidumbre. Además había quienes lo consideraban el asesino de Dimitri Ivánovich, hijo de un pariente directo de Iván el Terrible, por lo que no pudo gobernar. Este hecho inauguró un período de desorden y revueltas que fue conocido como «Edad de los disturbios». El descontento social fue la principal característica de estos años que vio la ruina de la antigua nobleza.
En 1654 Rusia pudo recuperar Kiev y el resto del este de Ucrania. La reincorporación de Ucrania aceleró las reformas del ritual de la Iglesia rusa. El patriarca de Rusia, Nikón (1652-1658), introdujo reformas en el ritual ruso que provocaron un cisma, ya que muchos de los clérigos y creyentes rusos se negaron a abandonar sus ceremonias de tradición centenaria. Según el Concilio de 1667, los disidentes tradicionalistas fueron declarados cismáticos. Así, millones de los considerados «viejos creyentes» se vieron excluidos de la participación en la vida rusa.
2. Desde el Imperio Ruso a la revolución Bolchevique
La ascensión de Pedro I como zar en 1682 marcó el comienzo de un periodo durante el cual Rusia logró alcanzar un gran poder dentro de Europa. Atraído por la cultura de Europa occidental intentó mediante decretos y leyes obligatorias transformar la sociedad tradicional de Moscú en otra de estilo occidental, que permitiera hacer de Rusia un poderoso Estado y aumentar su poder en Europa; reorganizó el Ejército, fortaleció la Armada, reformó el gobierno e impuso normas de comportamiento occidentales a la población rusa; bajo órdenes directas, promovió el desarrollo de la industria y del comercio, así como la formación técnica, la educación y las ciencias. Durante su reinado, Rusia llevó a cabo una serie de adquisiciones territoriales; sus principales campañas militares tuvieron lugar sobre todo en el oeste. En 1703, comenzó la construcción de la nueva capital, San Petersburgo, sobre el territorio ganado a los suecos; el gobierno se trasladó allí desde Moscú en 1714. En 1721 Pedro fue proclamado «zar de todas las Rusias» dando origen al Imperio Ruso.
Catalina II intentó desarrollar la política iniciada por Pedro I; el éxito de sus medidas permitió la expansión de Rusia. El estallido de un levantamiento de campesinos que fue rápidamente sofocado hizo que Catalina, en respuesta a los hechos, en lugar de suavizar las opresivas leyes sobre servidumbre, las endureciera aún más.
Alejandro I nieto de Catalina tuvo un gobierno marcado por las medidas reaccionarias y represivas. La imagen de Rusia como un Estado despótico con una compleja burocracia presente en todos los ámbitos de la vida política y social y llena de corrupción, donde las masas oprimidas tenían poco que decir, permitió la aparición de sociedades políticas secretas, tras lo cual empezó el movimiento revolucionario.
Tras la muerte de Alejandro I en 1825 sin descendencia, el trono pasó a su hermano menor, Nicolás I. Un grupo de jóvenes oficiales organizaron una revuelta que fue pronto sofocada. Aumentó el descontento popular cuando se tomaron medidas reaccionarias, como la creación de una policía secreta que obedecería de forma leal al emperador, la censura de todas las publicaciones y la supresión de todo tipo de material en los textos escolares o planes de estudio que fuera considerado potencialmente peligroso. Tras las revoluciones de 1848 que sacudieron a toda Europa, Nicolás comenzó una vigorosa campaña contra las ideas liberales en la educación y en los círculos intelectuales en general; las cátedras de historia y filosofía fueron abolidas por esta misma razón y los grupos de estudiantes se redujeron a 300 por universidad. Fueron igualmente arrestados numerosos escritores, algunos de los cuales, como Fiódor Dostoievski, fueron exiliados y sentenciados a trabajos forzados. Durante el reinado de su hijo Alejandro II crecieron los movimientos revolucionarios. El movimiento populista patriota intentó un levantamiento integrado por campesinos. El fracaso en los objetivos bélicos exacerbó el descontento popular. Alejandro II murió asesinado por un revolucionario en un atentado en 1881. Lo sucedió Alejandro III. Una política de industrialización intensiva, generó un aumento en el número de trabajadores que vivían en las ciudades más industrializadas, como Moscú y San Petersburgo, en pésimas condiciones; el desarrollo de un movimiento revolucionario de carácter subversivo encontró muy pronto un gran número de seguidores. Los trabajadores industriales acogieron de buen grado la propaganda revolucionaria y las teorías marxistas encontraron así muchos adeptos.
Nicolás II ascendió al trono en 1894. Aunque bien intencionado, fue un gobernante débil fácilmente dominado por otros. La autocracia, la opresión y el control policial crecieron aún más bajo su mandato y aumentó el número de acciones terroristas. Algunos dirigentes revolucionarios exiliados, como Lenin, dirigieron el movimiento socialista. En febrero de 1904 estalló la guerra con el Imperio Japonés. El 22 de enero de 1905, miles de personas guiadas por Gueorgui Apollónovich Gapón, un sacerdote revolucionario, marcharon pacíficamente hacia el Palacio de Invierno, en San Petersburgo, para presentar allí sus protestas; sin embargo, fueron disueltos por las tropas imperiales, muriendo cientos de ellos en lo que se dio en llamar el «domingo sangriento». Esta masacre señaló el comienzo de la revolución; se celebraron manifestaciones y continuas huelgas en todas las áreas industrializadas del país. El fluir de los acontecimientos, combinado con el desastre de la guerra contra Japón, obligó al zar a realizar determinadas concesiones más no pudo parar la marcha de la revolución: se amotinaron los marineros del acorazado Potemkín en Odesa y la guarnición de Kronstadt y se crearon soviets (consejos obreros), cuyos delegados se reunieron en San Petersburgo, y el 14 de octubre, convocaron una huelga general. Esta huelga estuvo acompañada de movimientos nacionalistas de descontento en Finlandia y en Polonia y revueltas de campesinos, a lo que se añadió la completa derrota de Rusia en la guerra contra Japón. El gobierno envió tropas contra los revolucionarios y prestó apoyo a los grupos conservadores. El arresto de los componentes del soviet de San Petersburgo en diciembre provocó una violenta rebelión de trabajadores en Moscú, sofocada por tropas del Ejército. A principios de 1906, el gobierno se hizo de nuevo con el control del país.
El comienzo de la I Guerra Mundial en 1914 supuso la interrupción momentánea de las actividades revolucionarias de los radicales. La guerra estalló cuando Rusia rehusó permanecer al margen ante el ultimátum de Austria a Serbia, tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo en Sarajevo el 28 de junio de 1914. A finales de 1914 el Ejército ruso había ya sufrido duras derrotas ante los alemanes, especialmente en el este de Prusia. Estas derrotas aumentaron en 1915 y, a excepción de unas pocas victorias, el sentimiento de fracaso aumentó tras los desastres en Crimea y Japón. La falta de suministros y transportes junto con la ineficacia de los mandos militares desalentaron a las tropas; comenzaron a producirse deserciones y la guerra tomó un cariz impopular en toda Rusia, mientras aumentaba la represión y se mantenía la corrupción por parte del gobierno. El zar, dominado por su esposa Alejandra, alemana de nacimiento, perdió la confianza del pueblo y pasó a estar bajo el control de Rasputín, que en aquel entonces dominaba prácticamente las decisiones gubernamentales y de carácter militar. Lo arbitrario y despótico de éstas aumentó la oposición a su gobierno; en diciembre de 1916, un grupo de aristócratas, entre los que se encontraban miembros de la familia real, lo asesinaron. No obstante, la agitación revolucionaria siguió en ascenso y en febrero de 1917 comenzaron los disturbios en Moscú; las tropas, en lugar de cargar contra los revolucionarios, se unieron a ellos. Finalmente el 15 de marzo se produjeron las abdicaciones del zar Nicolás II y de su hijo, dejando la administración en manos de un gobierno provisional. Con ello se daba por finalizado el Imperio Ruso.
Concluimos esta sección con un párrafo de Solzhenitsyn en «El problema ruso al final del siglo XX»:
«En la primera guerra mundial afloró en cierta manera el cansancio del pueblo, que se había acumulado sin alivio alguno tras todas las guerras precedentes, y las anteriores, y las anteriores a éstas, sostenidas por Rusia, guerras en las que el pueblo nunca obtuvo condecoraciones. A este cansancio se añadió una desconfianza, también acumulada de generación en generación, del pueblo hacia la clase gobernante. Todo ello influyó en nuestros soldados… cuando les llegaron las noticias del golpe de Estado en Petrogrado, de la súbita y dócil abdicación del zar y de las seductoras consignas de los bolcheviques[1]… tres siglos de historia rusa en que hemos visto las oportunidades que no supimos aprovechar para nuestro desarrollo interno y el despilfarro de las fuerzas del pueblo en objetivos externos que no eran necesarios para Rusia: se preocuparon más de los intereses europeos que de su propio pueblo»[2].