martires

Circular de viaje 8: «Los Mártires de la Persecución en la Unión Soviética» (1917-1989).

«El martirio, por el cual el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de la sangre, es considerado por la Iglesia como un don preciosísimo y la prueba suprema del amor. Si ese don se concede a pocos, conviene, sin embargo, que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (Lumen gentium, 42).

Callar la verdad es algo más vil que decir una mentira. Porque la mentira que se dice puede ser refutada, mientras que la verdad callada queda sepultada en el silencio. Todos conocemos las persecuciones de los tres primeros siglos de la Iglesia (desde Nerón a Diocleciano), durante las cuales dieron su vida por la fe en Cristo 7.700.000 (siete millones setecientos mil) mártires, pero no sabemos nada de los 45.500.000 (cuarenta y cinco millones quinientos mil) mártires cristianos matados en un solo siglo (el siglo recientemente transcurrido, en el cual hemos nacido y vivido) a un término medio de 1.250 mártires al día, o sea de 52 mártires cada hora, de un mártir cada minuto señalado en nuestros relojes[1].

 1. ¿Qué significa «mártir»? [2]

Antes de entrar en tema será bueno recordar el concepto cristiano de «mártir».

El término «mártir» significa ante todo la persona que sufre o muere por amor a Dios, como testimonio de su fe, perdonando y orando por su verdugo, a imitación de Cristo en la cruz.

El término «mártir» viene del griego y significa «testigo», lo mismo que «martirio» significa «testimonio». En sentido técnico suele definirse el martirio como el padecimiento voluntario de la muerte o de un tormento mortal, sufrido con paciencia y fortaleza, por odio contra la fe o la ley divina. Un breve comentario ayudará a entenderlo mejor.

Se trata, en primer lugar, de un padecimiento voluntario de la muerte o de un tormento mortal. Hay sufrimientos, que duran años y hasta toda la vida, que podrían considerarse como un martirio moral. Sin embargo, es el padecimiento de la muerte o de un suplicio mortal lo que manifiesta la voluntad del mártir, que entrega su vida, el bien mayor según la apreciación humana.

No es indispensable, por otro lado, la voluntad actual de entregar la vida; basta la voluntad habitual no retractada, es decir, la disposición consciente de martirio. Por ello, según la opinión común, podría uno ser mártir, aunque lo mataran durante el sueño o por sorpresa, supuesta su voluntad habitual de martirio, con tal que su muerte sea causada por odio a Dios, a la fe u otra virtud cristiana. Igualmente no es preciso que exprese y visiblemente manifieste con palabras o gestos la aceptación voluntaria de la muerte, con tal que no haya retractado la disposición o voluntad de martirio. Por lo mismo, si al sufrir las amenazas y tormentos mortales la persona se resistiera con las armas o de otro modo violento, no podría ser considerada como mártir, aunque sí quizás como héroe. Los que mueren en una guerra, aunque sea justa, defendiéndose con las armas, podrán sin duda ser declarados héroes de la patria, pero no por ese hecho mártires de la fe.

Lo más importante, en todo caso, para que se dé un martirio y la Iglesia lo declare como tal, es el motivo por el que los agresores causan la muerte y, sobre todo, por el que el mártir ofrece su vida. ¿Cuándo se cumple esta condición? La respuesta no es difícil. Se cumple indudablemente cuando el agresor impone la muerte al mártir por odio contra la fe cristiana (o la ley de Dios) o contra alguna virtud cristiana, v.gr., la castidad. Agresor, en nuestro caso, puede ser el acusador que delata o el juez que condena o los verdugos que persiguen y ejecutan a la víctima por odio contra su fe. A veces se pueden mezclar o fingirse motivos políticos, por ejemplo, al afirmar que la religión o la Iglesia se oponen al progreso, o al orden público o perturban una determinada estructura social. Esto se dijo ya de los mártires en las persecuciones romanas de los primeros siglos de la Iglesia. Y esto han dicho algunos en nuestro tiempo. En estos casos, si el que muere lo hace por su fe cristiana con paciencia, con amor, con perdón a sus mismos perseguidores, se convierte en un verdadero mártir.

Con toda razón, la Iglesia considera el martirio como supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores, como un don eximio y la suprema prueba de amor, como testimonio máximo de fe y esperanza. Y se comprende que así sea. Santo Tomás de Aquino da la explicación cuando escribe: «El martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra hacia una cosa cuanto más amada es la que se desprecia por ella y más odiosa la que se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los bienes de la vida presente; por el contrario, experimenta el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es con dolores y tormentos corporales… Según esto, aparece manifiesto que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de mayor caridad, puesto que, según San Juan, “nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos” (15,13)»[3]. Retengamos la afirmación de Santo Tomás: el martirio es el acto humano más perfecto como signo de mayor caridad. El mártir manifiesta su amor a Cristo en cuanto que prefiere perder su vida temporal, valor inestimable a los ojos de los hombres, antes que negar a Cristo, a quien por tanto ama más que a su propia vida.

Lógica y simultáneamente, el martirio supone un testimonio máximo de fe en quien por encima de todo se fía de Cristo y es capaz de refrendar la verdad de su fe con el don de la propia vida. A la vez es un testimonio máximo de esperanza en Dios y en la vida eterna, ya que el mártir, al perder esta vida, mantiene en sí mismo el deseo y la firme confianza de encontrarse con Dios y participar de la vida de Dios. Un mártir nada tiene que ver con un desesperado de la vida o un héroe del absurdo. Un mártir es un hombre o una mujer que espera vivir una vida superior.

El martirio es un acto de singular fortaleza. Según el Doctor Angélico, la fortaleza cristiana se manifiesta, más que en atacar, en resistir al mal y mantenerse en el bien frente a los peligros y dificultades[4]. En este resistir se ponen de manifiesto la virtud de la paciencia y la esperanza. Se soporta pacientemente cualquier tormento y la misma muerte, porque se esperan los bienes futuros, de acuerdo con la palabra del Señor: «Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19).

Esta esperanza hace que el mártir sufra no sólo con paciencia, sino hasta con alegría, porque cuenta con el consuelo que Dios le da. San Pablo supo explicarlo con acierto: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar nosotros a todos los atribulados con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2Cor 1,3-4).   Repasando la historia de la Iglesia y examinando la variedad y diversidad de sus mártires según su edad, sexo, clase social, oficio, etc., causa profunda admiración la fortaleza con que resistieron los tormentos físicos o morales, y el buen ánimo y alegría con que los soportaron.

Esta fortaleza, en la mayor parte de los casos, no tiene explicación natural. Ante el sufrimiento, todos nos acobardamos. No ocurre así en los mártires. Soportan con fortaleza los tormentos, pero sin odio, con espíritu de perdón. Esto no tiene explicación sin una fuerza de arriba. En bastantes ocasiones esta actitud provocó la admiración de los mismos perseguidores o verdugos y a veces hasta su conversión a la fe cristiana. Un gran escritor cristiano de la antigüedad, Tertuliano, acuñó una frase, muchas veces repetida, sobre el valor del testimonio de los mártires: «Atormentadnos, torturadnos, condenadnos, trituradnos: vuestra perversidad es la prueba de nuestra inocencia… Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla»[5].

 

2. Un poco de historia: los inicios de la persecución[6]

          «La noche será muy larga y muy oscura». Estas palabras fueron atribuidas al patriarca Tichón que murió en una clínica de Moscú en 1925. Canonizado por la Iglesia ortodoxa rusa en 1989, el patriarca vislumbró, bajo el poder comunista, un período muy oscuro para los cristianos.

         Las raíces profundas de la más grande y sangrienta persecución contra la Religión, del siglo XX se deben buscar en Carlos Marx, un judío alemán, apóstata de su religión y teórico de la construcción violenta de la «dictadura del proletariado», que llamó comunismo. El primer experimento del proyecto marxista tuvo lugar en Rusia, entonces gobernada por el Zar en 1917. El hombre que inició la empresa fue Vladimir Llic Ulianov (1870-1924), llamado Lenin, un revolucionario anti-zarista, que en 1915 debió refugiarse en Suiza, desde donde en 1917 salió disfrazado y subvencionado por la masonería alemana hacia Rusia para instalar la revolución comunista y adueñarse del poder. Su idea fundamental, el alma de toda su elección, fue el principio de Marx que «la Religión es el opio de los pueblos», y que la victoria del proletariado exigía, antes que nada, la supresión de toda idea religiosa. Lenin procedió entonces a confiscar todos los bienes pertenecientes a todas las religiones. Las iglesias y las capillas católicas, que eran más de cinco mil, quedaron reducidas a dos. Los sacerdotes fueron llevados a campos de concentración, que pronto se multiplicaron con José Visario Nomic Dzugasvili –Stalin–, colaborador de Lenin que pasará a la historia como el asesino más grande de todos los tiempos, sobre todo el territorio soviético, viniendo a ser como un archipiélago, el tristemente «archipiélago Gulag», como lo llamó Solzhenitsyn. Los campos de trabajo forzado poco a poco se extendieron por toda la Unión Soviética desde las Islas Solovki (al Occidente sobre el Mar Blanco; en ruso, Solovetsky) hasta las célebres minas de oro de Kolima (en la zona de Magadan). Sólo conocemos hoy poco más de la décima parte que en su conjunto hicieron de la Unión Soviética el más grande Campo de Concentración jamás existido en la historia de la humanidad[7].

         En pocas décadas, el secular panorama religioso de Rusia sufrió un cambio. Antes de la revolución se cree que había en Rusia más de setenta mil iglesias y capillas. En 1939, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, se conservaban abiertas poco más de un centenar de iglesias y había cuatro obispos en actividad. Muchas de ellas fueron destruidas, otras fueron cerradas o destinadas a usos civiles. Los monasterios rusos dejaron de estar en activo y la vida monástica quedó reducida a algunas células clandestinas. El panorama de Rusia había cambiado con una intensidad y rapidez desconocidas para la historia del país.

         Este plan no era un hecho aislado y coyuntural de la política soviética, debido a la inicial debilidad del poder comunista o a los conflictos políticos o a las resistencias antisoviéticas en el mundo eclesiástico, sino que formaba parte del corazón del proyecto de «sovietización» de la sociedad.

 3. El marco «legal» de las persecuciones

                 En los primeros años del poder bolchevique, el procedimiento básico se sustentaba en el decreto de Lenin del 23 de enero de 1918, basado en la separación entre Iglesia y Estado. Tras este acto legislativo siguió una brutal campaña de la confiscación de bienes eclesiásticos, durante la cual fueron encarceladas y asesinadas numerosas personas, al tiempo que la enseñanza religiosa era abolida en las escuelas y los institutos de educación nacionalizados, incluidos los seminarios. A las iglesias y comunidades religiosas se les privó de personería jurídica y, por lo tanto, del derecho de posesión.

         En los años siguientes se llevaron a cabo numerosas campañas contra la religión. En 1919 se promulgó el decreto sobre la aniquilación del culto a las reliquias, que comportó la profanación de numerosas iglesias y cuerpos de santos. En 1922 se realizó una requisa de los objetos preciosos de la Iglesia que suscitó numerosas reacciones entre los fieles (que el gobierno respondió con una dura represión). Esta campaña provocó numerosas víctimas, entre las primeras las del arzobispo ortodoxo de Petrogrado, Veniamin Kazanskij. Célebre es la carta secreta de Lenin enviada a los miembros del Politburó el 19 de marzo de 1922: «La incautación de los objetos de valor, sobre todo, aquellos que pertenecen a las lauras, a los monasterios y a las iglesias más ricas, debe realizarse con resolución implacable, sin detenerse frente a nada y en el menor tiempo posible. Cuantos más exponentes de la burguesía y del clero reaccionarios consigamos fusilar por este motivo, tanto mejor».

         El departamento de agitación y propaganda del Comité Central del Partido Comunista –el cual gestionó la lucha antirreligiosa hasta el final de la Unión Soviética– procedió de este modo. Las funciones de la ejecutiva fueron establecidas en base al artículo 13 del programa del partido, que se determinó en el VIII Congreso: «Por lo que respecta a la religión, el Partido Comunista ruso no está satisfecho sólo con el decreto de separación entre Iglesia y Estado… El partido pretende la completa destrucción de los vínculos entre las clases pudientes y… la propaganda religiosa».

4. ¿Quiénes sufrieron la persecución?

          No sólo la Iglesia ortodoxa fue víctima de ello, sino todas las iglesias y comunidades. Todas sufrieron una política de erradicación de la vida social y personal de los ciudadanos soviéticos. Éstas debían desaparecer en la nueva sociedad socialista bajo la presión de las persecuciones. El principio de este objetivo no sólo estaba basado en la persuasión y la propaganda (de la cual el régimen tenía el monopolio), sino también en la destrucción de aquellos hombres y mujeres que representaban modelos sociales y antropológicos considerados irrecuperables o incluso peligrosos por el ejemplo que predicaban. Clero y monjes formaban parte de estos modelos. El eslogan soviético «impulsemos con puño de hierro la humanidad hacia la felicidad» es representativo de esta política. Era preciso, a toda costa, crear un nuevo hombre soviético y una nueva sociedad comunista. Las religiones debían ser suprimidas. Dice Hélene Carrére d’Encausse: «El hombre nuevo no debe tener convicciones ajenas a la cultura política soviética. Ahora la religión no forma parte de esta cultura».

         En un país comunista, las comunidades religiosas no sólo no deben tener un papel social (por lo tanto no pueden desempeñar funciones educativas, caritativas, públicas), sino que deben desaparecer para dejar paso a un modelo de «hombre nuevo» y a una sociedad en la que haya sido desterrada la denominada «alienación religiosa» y se haya practicado y propagado el ateísmo. La religión ha de ser erradicada de la sociedad y de las conciencias. Bucharin, en el ABC del comunismo, declara: «La religión y el comunismo son incompatibles tanto en la teoría como en la práctica». La lucha antirreligiosa del poder soviético incluía cualquier religión, era –como escribió en un opúsculo propagandístico en 1923– «la lucha decisiva contra el pope, que se llama pastor, abad, rabino, patriarca, mullah o Papa; esta lucha debe llevarse a cabo del mismo modo contra Dios, que se llama Jehová, Jesús, Buda o Alá».

Como ya he dicho, se sabe muy poco sobre la mayoría de aquellos que sufrieron las persecuciones. ¿Cuál es la vivencia de las monjas y monjes de los 1.025 monasterios ortodoxos que estaban en activo en 1917 y fueron cerrados en los años siguientes? ¿Qué fue de sus vidas después de la dispersión? De algunos de ellos algo se sabe, pero de muchos se ha perdido el rastro. Numerosos fueron engullidos por los campos de concentración, otros se perdieron en la inmensidad del mundo soviético. Así le sucedió a la católica Elena Plavskaja, arrestada en 1933 y condenada a cinco años en un campo de trabajos forzados. En 1937 fue liberada y enviada a la frontera. Nunca se supo nada más de ella.

Los perseguidos pertenecían a todas las comunidades cristianas que vivían en la Unión Soviética. Eran ortodoxos, católicos, evangélicos, cristianos de las antiguas iglesias orientales, como los armenios. También hubo víctimas en los grupos considerados cismáticos de la Iglesia ortodoxa, como los Viejos Creyentes. Todos los cristianos padecieron.

         Se mataba no sólo por aquello que se hacía, sino sobre todo por lo que se era y por lo que se creía. ¿Qué significado tenía matar en 1937 al ya viejo y enfermo arzobispo ortodoxo Petr Poljanskij, detenido en 1928 cuando ya no cumplía ninguna función en la Iglesia? Precisamente en 1937, Stalin ordenó la eliminación de todos los religiosos detenidos en las prisiones o en los lager. Eran asesinados porque continuaban representando la fe, aunque no constituyeran una amenaza para el poder y estuvieran completamente aislados del pueblo: «La semana de trabajo continuado escribió Struve incluía el domingo y cualquier otro día de la semana de descanso común. Los ministros del culto y sus familias fueron incorporados a los gulagui y privados de sus derechos civiles. Eso significaba que ya no les correspondían cartillas de razonamiento, de importancia vital en aquel tiempo de carestía, ni asistencia médica, incluidas las medicinas, ni casas de acogida municipales. Además se les exigía el pago de impuestos muy elevados y sus hijos no tenían acceso a las escuelas secundarias y superiores. Numerosas familias de sacerdotes se desintegraron. A las puertas de las iglesias había sacerdotes harapientos que imploraban limosna».