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Circular de viaje 9: «Los Mártires de la Persecución…» (continuación)

5. Algunas cifras escalofriantes…

¿Cuántos son los muertos que provocaron las persecuciones estalinistas, que comportaron los procesos «legales», la dura vida en las cárceles y los campos de concentración?

En el Congreso XX del Partido Comunista Soviético en 1956 Nikita Kruschev, que tomó las riendas del Partido, hizo este impresionante reconocimiento oficial: «¡Las víctimas del estalinismo habían superado los veinte millones!». Y, sin embargo, ¡fue precisamente él, Kruschev, el que realizó la más violenta persecución, nunca vista, contra la Religión! Muchísimas iglesias no sólo fueron demolidas o transformadas en depósitos de mercadería sino abiertamente reducidas a instrumentos de propaganda atea como la célebre Basílica de la Virgen de Kazán, transformada en «Museo del Ateísmo», que debía ser obligatoriamente visitado por los alumnos de las escuelas[1].

Se han realizado algunos sondeos por lo que respecta a las víctimas de la persecución contra la Iglesia ortodoxa. Sabemos cuál era el estado de la Iglesia rusa antes de la revolución. Su último anuario fue publicado en 1916. En él había 147 obispos, 117.915 miembros del clero, 21.330 monjes, 73.299 monjas. Había 478 monasterios masculinos y 547 femeninos. Aleksandr Jakovlev, presidente de la Comisión para la Rehabilitación de las Víctimas de las Represiones Políticas, informó en 1995 que una cifra aproximada de doscientos mil miembros del clero ortodoxo fueron condenados a muerte entre 1917 y 1980. Sólo entre 1937 y 1938 arrestaron a 165.100 sacerdotes ortodoxos, de los cuales 105.000 fueron fusilados. Más de trescientos obispos ortodoxos fueron víctimas de medidas represivas y más de doscientos cincuenta fueron ajusticiados o murieron durante la detención. Las masacres de los creyentes son más extensas que el número de miembros del clero. Por lo general la mayoría de las víctimas fueron laicos, de los que no se recuerda ni siquiera el nombre; algunos formaban parte de los consejos parroquiales o de las «veintena» (grupo requerido por la legislación soviética para recibir un edificio religioso) e intentaban mantener en activo la Iglesia; otros se oponían a que los objetos del culto fueran confiscados, al cierre de los templos o a la campaña que se llevó a cabo para confiscar las campanas.

Para los católicos también la situación fue bastante difícil. En el imperio zarista de 1914 había entre quince y veinte millones de católicos de rito latino. La mayoría de ellos estaba formada por católicos de Polonia, Lituania y Alemania. Había, además, cerca de dos millones de fieles católicos de rito latino dispersados por los vastos territorios del Estado ruso hasta el Extremo Oriente. Los católicos, vivían en diferentes regiones y muchos de ellos se habían establecido en Siberia. A finales de 1918 las tropas bolcheviques sembraron el terror entre los católicos de las provincias occidentales de Ucrania y Bielorrusia, en su mayoría polacos, quienes despertaban la aversión de los soldados bolcheviques por motivos religiosos y nacionales. El vicario general de la diócesis de Minsk, O’Rourke, ya en julio de 1918 escribió al visitador apostólico para Rusia, Achille Ratti, el futuro Pío XI: «Aquí la población católica ha sido sistemáticamente aniquilada por soldados rusos bolcheviques. Familias enteras, sin diferencia de sexo ni edad han sido asesinadas». Kessler, el obispo de Saratov, escribía en el mes de diciembre del 1919: «Por alguna gracia divina hemos sido liberados por los bolcheviques, después de que en la región hayan sido asesinados cuatro de nuestros sacerdotes, numerosas iglesias profanadas y saqueadas, e incluso en dos de ellas fuera arrojado al suelo y pisoteado nuestro Santo Sacramento. Muchas parroquias han sido quemadas por vándalos y muchos fieles católicos han sido asesinados, mientras la falta de trigo y comida es inimaginable. Resulta largo e imposible describir a cuántas angustias y males estamos sometidos».

Las medidas adoptadas contra los católicos alemanes del Volga a principios de 1931 se cumplieron de forma masiva. Hallamos una descripción de éstas en una carta de un sacerdote alemán: «Ya intentaron una vez organizar una asamblea pública civil en la iglesia y destruir las campanas, pero el pueblo se resistió. Hoy han vuelto al ataque para acabar con las campanas, para que nadie pueda oírlas en Navidad. Estoy desolado, mientras escribo no consigo aplacar el llanto, la gente es víctima de la opresión…». La suerte de los sacerdotes era dramática: arrestos, fugas, interrogatorios, torturas, condenas y largos confinamientos en los lager. Para los sacerdotes alemanes, 1937 fue el año de los fusilamientos (y sus feligreses también sufrieron grandes penalidades). En una carta de un grupo de éstos a su sacerdote detenido en las Solovki, puede leerse: «También nosotros le hemos recordado en la Santa Comunión y hemos rezado fervientemente por usted. Ahora todos estamos dispersados, y todo es como se lee en las Sagradas Escrituras: “Mataré al pastor y las ovejas se dispersarán”. Aguantaremos hasta el final en nombre de Dios y con el corazón de Jesús, y pedimos sus oraciones y su santa bendición».

A finales de 1937 el catolicismo parecía casi desaparecido. En los tiempos del pacto Molotov-Ribbentrop se cree que de las más de cinco mil iglesias católicas existentes en 1917 quedaban solamente dos en funcionamiento en toda Rusia, una en Leningrado y otra en Moscú, regentadas por clero extranjero.

 6. Las islas Solovki: santuario de mártires

Uno de los lugares de mayor sufrimiento de los cristianos rusos fue las islas Solovki en el mar Blanco. Como escribió Brodskij, este campo de concentración constituyó, en cierto sentido, el alma mater de los lager soviéticos. El campo se habilitó en un monasterio, erigido en el siglo XV, en una de las islas del archipiélago. El complejo monástico, uno de los centros espirituales más importantes de la ortodoxia rusa, se convirtió en 1920 en uno de los lugares de martirio más terribles, que llegó a albergar desde esa fecha a 1939 más de un millón de detenidos. El lugar, que hablaba de Dios en sus iglesias y capillas y también de armonía entre el trabajo de los monjes y la naturaleza, sufrió un trágico destino. La profanación de este santuario, centro de peregrinaje de toda Rusia, significó el predominio absoluto del nuevo Estado soviético sobre el pasado.

         Las islas Solovki fueron descritas, en una guía de la Rusia septentrional de 1899, como un lugar de paz para los peregrinos:

         «El viajero es recompensado de su viaje. Frente a él se perfila uno de los lugares más sagrados de la tierra rusa, cuna de peregrinos… hileras de muros fortificados en bloques de piedra blanquean iglesias y celdas de cúpulas y tejados verdes. Frente a los muros, en la orilla, una serie de capillas…».

         Así las describió Olga Jafa, deportada como otros muchos a aquel lager, años después:

         «¡Pero, Dios mío, cómo había cambiado! Ahora ya no había ni una sola cúpula ni una cruz… Las Solovki son el reino de los infelices. Sobre los escarpados muros de la catedral… se había proyectado el gigantesco perfil de una ciudad moderna con chimeneas humeantes y grúas, y aviones que la sobrevolaban, presidida por una gran estrella roja de cinco puntas. Un letrero pintado cuidadosamente con pintura roja rezaba: “Viva el trabajo libre y feliz”».

         El monasterio se convirtió en la cuna de un peregrinaje obligado para los obispos, sacerdotes, monjes, religiosos y laicos. Los bolcheviques querían transformar uno de los santuarios del «oscurantismo» en un lugar de rehabilitación. «Durante cinco siglos las Solovki ofuscaron las mentes del pueblo –se lee en el Messaggero della Carelia–. En la actualidad, hay un campo de concentración donde son rehabilitados los ciudadanos que han cometido algún crimen… Se ha apagado el eco de las campanas de las Solovki. Ha surgido una nueva vida. Lamidas por las impetuosas olas, las islas Solovki se han convertido en un sanatorio que cura las enfermedades del pasado… Se ha apagado el eco de la oración en la iglesia mayor, y sólo de vez en cuando retumban las súplicas en la iglesia del cementerio, aunque son pocos los que ahora las escuchan».

         En el campo se continuaba rezando. Sólo después de 1929 fueron prohibidas las celebraciones litúrgicas. El diácono Vasilij escribió a propósito de esto: «Todo sacerdote deseaba celebrar la Eucaristía en el interior del barracón, en la buhardilla. No se podía permanecer de pie, por lo que se tenía que celebrar la misa de rodillas. De modo que procedieron de la siguiente manera: ponían algunas maletas en el suelo, las cubrían con una toalla, encendían una vela y procedían a la celebración de rodillas, sin moverse. Muchos sacerdotes acudían aquí diariamente».

         Y sor Imelda, prisionera cinco años en las islas, añade sobre los sacerdotes católicos: «Su entendimiento y su pulcritud despiertan la admiración de los demás detenidos».

7. Las islas Solovki y el «ecumenismo de los mártires»

El sufrimiento creaba un clima de fraternidad entre los creyentes. El propio diácono Vasilij recuerda las relaciones cordiales entre los católicos de distinto rito, que no siempre habían sido buenas: «Todo lo que con anterioridad había representado un grave impedimento, todo lo que había supuesto una separación dolorosa y se había interpuesto entre polacos y rusos, en las Solovki desapareció». Los ortodoxos y los católicos también permanecían unidos ante el sufrimiento. Un testimonio de la vida en las Solovki señala:

 «Aunados en el esfuerzo trabajaban conjuntamente un obispo católico, aún joven, y un viejo de barba blanca, demacrado y debilitado, un obispo ortodoxo, con muchos días a su espalda pero fuerte de espíritu, que arrastraba la carga con energía… Quien sea el afortunado de regresar un día al mundo deberá testimoniar sobre lo que nosotros vemos aquí y ahora. Y lo que vemos es el renacimiento de la pura y auténtica fe de los prisioneros cristianos, la unión de las Iglesias encarnada en la figura de los obispos católicos y ortodoxos que participan juntos en la misma empresa, una unión basada en el amor y la humildad».

Lo recordó en diversas oportunidades nuestro querido Juan Pablo Magno:

 «Queridos hermanos y hermanas, la preciosa herencia que estos valientes testigos nos han legado es un patrimonio común de todas las Iglesias y de todas las Comunidades eclesiales. Es una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división. El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe es el más convincente; indica el camino de la unidad a los cristianos del siglo XXI. Es la herencia de la Cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio. En nuestro siglo “el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes” (Tertio millennio adveniente, 37)»[2].

«El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio.

  Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz»[3].

«Si nos ponemos ante Dios, nosotros cristianos tenemos ya un Martirologio común. Este incluye también a los mártires de nuestro siglo, más numerosos de lo que se piensa, y muestra cómo, en un nivel profundo, Dios mantiene entre los bautizados la comunión en la exigencia suprema de la fe, manifestada con el sacrifico de su vida. Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión, imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial. Considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, el martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2,13)»[4].

8. La vida en los gulag

 La brutalidad de los maltratos y la violencia formaban parte de un sistema cuyo fin era destruir la personalidad y la conciencia de los detenidos. Así, Slipyj, el arzobispo grecocatólico de Leopoli (Lvov), recordaba su larga estancia en los lager entre 1945 y 1963, hasta que Juan XXIII consiguió que Kruschev lo liberara: «El condenado es sometido a largos y extenuantes viajes en tren que pueden incluso durar meses, de tal modo que antes de llegar al lugar donde debe cumplir la condena, el detenido ya está extenuado debido a los frecuentes cambios de tren y de guardias, al hambre, al frío y a la falta de higiene más elemental. Encadenado a tablas ásperas y heladas llega a su destino completamente exhausto, pues la finalidad de un trato tan cruel es realmente debilitar por completo la personalidad del individuo a través de un desgaste físico ininterrumpido».

Aleksandr Ogorodnikov, laico ortodoxo, que pasó varios años en un lager debido a su actividad como fundador y animador, en la primera mitad de los años setenta, de un grupo informal de jóvenes intelectuales convertidos al cristianismo, contó su experiencia espiritual en reclusión: «Me sentía abandonado, solo, olvidado por todos, me sentía sepultado en aquella celda. Imaginaos un pequeño habitáculo de cemento donde sólo se pueden dar tres pasos en diagonal… un frío terrible, el monstruoso frío siberiano… y el hambre… Cuando en estos momentos para superar la desesperación, me ponía a rezar, comenzaba a sentir un pequeño alivio que me reconfortaba el corazón».

La vida en el campo, además de aislar a los prisioneros, los sometía psicológicamente a un sistema represivo, que finalmente acababa por provocar los numerosos casos de muerte. Los primeros campos aparecieron en el verano de 1918. Se trataba de grandes complejos que podían llegar a albergar hasta trescientos cincuenta campos independientes. Después de su liberación del gulag, el arzobispo Slipyj regaló al Papa un Mapa de la URSS, con las indicaciones de los recorridos por los lager que fueron realizados por tantos religiosos. Juan XXIII conservó aquel mapa hasta su muerte y escribió las siguientes palabras: «El corazón se halla más cerca de quien está geográficamente más lejos; la oración busca a los que tienen más necesidad de sentirse comprendidos y amados».

 9. Algunos testimonios heroicos

La primera comunidad católica bizantina que se vio afectada fue la de Moscú, que se reunía en casa del padre Vladimir Abrikosov y de su esposa Anna. En abril de 1922 fue arrestado un grupo de sacerdotes ortodoxos que frecuentaba esas reuniones. En septiembre, el padre Abrikosov fue detenido y condenado a la pena capital, que le fue conmutada por el exilio en el extranjero. La comunidad continuó asistiendo clandestinamente a las reuniones de Anna Abrikosova, que desde 1910 entró en la orden dominicana y acogió en su casa moscovita a otras mujeres. La historia de la mayoría de estas religiosas, basada en las persecuciones, llega hasta los años cincuenta. Una carta de Anna pone de relevancia el espíritu de la comunidad, una minúscula realidad dentro del vasto mundo soviético: «Estoy sola en el sentido literal de la palabra, con los niños casi sin ropa, cuatro monjas y un sacerdote maravilloso, santo, el padre Nikolaj, pero tan joven que él mismo necesita apoyo, con los feligreses desconcertados y perdidos. Y además se que acabarán por arrestarme, teniendo en cuenta que durante los registros retiraron de la circulación todos nuestros estatutos y reglas… Nos sentimos briznas en las manos de Dios, e ignoramos dónde nos conducirá: no podemos hacer planes, previsiones, nada. Debemos vivir de puros actos de fe, esperanza y caridad, pero mientras tanto la causa crece, se incorpora a ella gente nueva, la comunidad de las monjas se engrandece…».

El 19 de mayo de 1924, Anna Abrikosova fue condenada a diez años de prisión junto con otros católicos. Ninguno de los imputados firmó la retractación propuesta por los jueces instructores. Al final del sumario, Anna, después de un período de aislamiento, fue trasladada a la cárcel de Butyrki, en Moscú, donde se reencontró con sus monjas. Todas se acostumbraron a rezar juntas y en voz baja el oficio de las horas, el rosario y el Vía Crucis en la habitación donde estaban con otras monjas. Durante la segunda semana de Cuaresma, Anna entregó a sus hermanas los ejercicios espirituales sobre el tema del sacrificio de Cristo. Las monjas, en la prisión de Butyrki, celebraron la Pascua de 1924 cantando los servicios litúrgicos de la Resurrección. La pasión del Señor y la cruz significaban a menudo el centro de la meditación de los cristianos durante las persecuciones, tal como evidencian los discursos de Abrikosova, conservados gracias a la trascripción de una de sus monjas: «En nuestros días, mientras se perpetúa continuamente el grave delito de la rebelión de las criaturas contra Dios, resuena la misma voz del ángel divino que había resonado aquel día por todos los siglos: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”».

El 1 de noviembre de 1944 murió monseñor Szeptyckyj, al que le sucedió su coadjuntor, el arzobispo Josyf Slipyj. El 11 de abril de 1945, el arzobispo Slipyj fue encarcelado. Esto cuenta a propósito de su encarcelamiento en Kiev: «Día y noche me sometieron a continuos interrogatorios. Estaba tan mal que literalmente no podía mantenerme en pie. Mientras me llevaban de un juicio a otro, tenían que sostenerme para que no me cayera. Estaba exhausto a causa del hambre, porque para comer me daban sólo un poco de caldo y trescientos gramos de pan al día. Una mañana, cuando regresaba a mi celda, vi en el corredor al obispo de Stanyslaviv (Ucrania occidental) salir del baño. El casi octogenario monseñor Gregorio Chomysyn estaba lleno de llagas y parecía haber llegado al límite de sus fuerzas. Desde luego, el hambre, la falta de sueño y sobre todo los interminables y continuos interrogatorios pueden acabar con un hombre o conducirlo a la locura; y para mí fue una verdadera gracia de Dios el haber podido resistir a aquellos tormentos».

Después de la condena a ocho años de trabajos forzados, el arzobispo fue deportado a Siberia. Desde la prisión consiguió enviar algunas cartas pastorales, como en la Navidad de 1954: «Lejos de vosotros a miles de millas, en el frío de los hielos polares, ¿cómo podré abrirme camino a través de las tormentas de nieve? Sin embargo, un corazón lleno de amor no conoce obstáculos o límites y, al menos con el pensamiento, yo vuelo por encima de los fríos eternos, de las tundras, de los bosques exterminados, para traeros la buena nueva del nacimiento de Cristo y avivar vuestra solicitud en la fiesta que hay que celebrar… Soportemos, mientras tanto, nuestros sufrimientos y dolores… Aquí, en esta tundra helada, deseo ofrecer a Dios, para todos vosotros, mis sacrificios y mis penas, alzar mis oraciones y encontrar las palabras justas para que vosotros, llenos de inamovible fe en la promesa de Cristo, portador de paz, podáis ver cómo resplandece en el pesebre, aunque no os encontréis en una iglesia, sino en vuestra casa o en cualquier otro lugar».

La firmeza de muchos sacerdotes y laicos ucranianos permitió a la Iglesia vivir en la clandestinidad. El redentorista padre Welyckowskyj fue encarcelado de 1945 a 1955; fue ordenado secretamente obispo por Slipyj de paso por Moscú hacia el exilio al extranjero y, por ello, fue de nuevo arrestado de 1969 a 1972. Finalmente se le concedió la expatriación a Canadá, aunque ya estaba gravemente enfermo (de hecho murió allí en 1973). Welyckowskyj, a su vez, ordenó al redentorista Sternjuk, superviviente de un largo confinamiento, que se convirtió en el líder de la Iglesia ucraniana en la clandestinidad hasta su renacimiento a finales de los años ochenta. La vida en la clandestinidad permitió que la Iglesia ucraniana no desapareciera.

Aquel año, Teodor Romza fue nombrado obispo de Mukacheve. Un poco antes de la llegada del Ejército Rojo, el obispo escribió: «La frontera entre Uzgorod y la Unión Soviética se halla sólo a sesenta kilómetros de distancia… Que suceda lo que tenga que suceder. Mi misión es realizar mi trabajo apostólico entre ellos. No tengo ninguna intención de escapar… Además no sería una desgracia si me matasen. Morir por Cristo significa vivir eternamente»El 1 de noviembre de 1947 fue asesinado con una inyección letal en un hospital, donde se recuperaba de un accidente de coche provocado.

Durante la primera ocupación soviética, el 27 de junio de 1941, el obispo jesuita alemán, Eduard Profittlich, nuncio apostólico de Estonia, fue arrestado por agentes del NKVD. La decisión de permanecer en Estonia después de la llegada de las tropas de Moscú supuso para monseñor Profittlich una dura elección, como muestra una carta escrita a sus familiares, en la que decía estar convencido de «que el pastor debe permanecer junto a su rebaño y compartir la alegría y el sufrimiento. Debo decir que tomar la decisión me ha costado semanas de preparación, pero luego no la tomé con miedo o temor, sino incluso con gran alegría… Sé que Dios estará a mi lado y, por lo tanto, todo será para bien». De hecho, Profittlich había escrito al cardenal Maglione a Roma para comunicarle su intención de refugiarse en Alemania, y éste, en nombre del Papa, le respondió que le dejaba la libertad de decidir, pero al mismo tiempo lo invitaba a «tener en cuenta el bien de las almas». Hasta los años noventa no ha sido posible conocer la suerte que corrió el prelado y sólo con la apertura de los archivos soviéticos se ha sabido de su muerte, que tuvo lugar en la prisión de Kirov el 22 de febrero de 1942. En la última carta a sus familiares, nunca recibida, escribió: «Dar mi vida, ésta sería la más hermosa conclusión de mi vida».

Un anciano sacerdote lituano, monseñor Jonas Usila, dirigiéndose a un funcionario de los órganos estatales de control sobre la Iglesia, dijo a propósito de la resistencia de los cristianos: «Intentáis minar a la Iglesia entera, buscáis traidores en medio de los sacerdotes y creyentes. Podéis encontrarlos porque los hay en todas partes, no faltan tampoco en medio de vosotros… Pero sabed que con estas acciones de terrorismo no erradicaréis la fe de nuestros corazones. Los arbolillos se tambalearán, se doblarán, pero los robles resistirán y generarán otros aún más robustos».