1. La estrecha vinculación entre la Anunciación y la obra de la redención.
La Anunciación del arcángel San Gabriel a María Santísima entra de lleno dentro de los actos redentores de Cristo; debemos considerarla estrechamente vinculada a la Redención, entre aquellas cosas previas, que la preparan.
Todos los actos redentores de Cristo se ordenan contra el pecado, según el motivo mismo de la Encarnación. Si el motivo de la Encarnación es el pecado, como afirma Santo Tomás[1], todos los actos redentores del Salvador, que tienen su razón de ser en la misma Encarnación, se explican contra el pecado. La Anunciación del Ángel debe contemplarse así, en orden a la extirpación del pecado, eso significa contemplarla según las exigencias de la Redención.
La Redención interesa desde el punto de vista del Redentor, y desde el ángulo de las criaturas a redimir. El primero es el punto de vista de la causa eficiente, el segundo, de las criaturas, es el de la causa material. La Santísima Virgen es criatura redimida. Y, como criatura sujeta a la redención, debe entrar por la fe del Nuevo Testamento en los caminos de la justificación. El Ángel tiene en cuenta que es la mujer privilegiada de Dios, la hija de Sión, la nueva Eva, la primera beneficiaria de los méritos del Salvador, y quien debe preceder al resto de los elegidos. Por ese motivo debe preceder en el camino de la justificación neotestamentaria; como lo harán después los demás hombres, la Virgen María entrará por la fe plena en Jesucristo, su hijo e Hijo de Dios en el camino de la salvación del Nuevo Testamento.
2. La Virgen santísima y el acto de fe en la Encarnación
La misión del ángel Gabriel tiene su razón de ser, no sólo obtener el consentimiento de María, sino el motivo más alto de la fe explícita en Jesucristo su hijo, que es el principio de la justificación en el Nuevo Testamento. Tal es el motivo que pone Santo Tomás.
En la cuestión consagrada a la Anunciación, primero se trata de la necesidad. Santo Tomás da cuatro razones que prueban la conveniencia o congruidad de la Anunciación:
Primero, para que se guardase el orden correspondiente («congruus ordo») de la unión del Hijo de Dios con la Virgen, es decir, de tal manera que acerca de él fuera instruida su mente antes de que su carne lo concibiera[2].
Tal es la primera razón, que conviene examinar detenidamente. La Anunciación es necesaria para asegurar la conveniente unión del Hijo de Dios a la Virgen. La razón formal de la Anunciación aparece con más claridad examinando en qué consiste la congruidad o conveniencia de la unión. La Anunciación debe contemplarse en función de los fines de la Redención.
El orden de unión entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana adquiere su congruencia por adaptarse al orden de la justificación, con todo lo que aquella importa de acción contra el pecado y restauración de la justicia en la presencia de Dios.
a. La fe en la Encarnación y la unión con Dios
El Hijo de Dios debía venir y unirse a los hombres. La misión visible del Hijo comienza a manifestarse con hechos que preanuncian la Epifanía del Señor. Estos hechos van a crear en el mundo la total economía de la salvación; van a recrear en el hombre un orden de justicia opuesto al orden de injusticia, que es el pecado. Tal recreación –renovar el orden de justicia destruido por Adán– comenzará por la fe en Jesucristo. Es esto lo que explica la conducta del Ángel en la Anunciación.
La restauración del orden de justicia, debe comenzar en el mundo por la fe: Quien se acerca a Dios tiene que creer (Hb 11,6). Ésta es la obra de Dios: que creáis en el que me envió (Jn 6,29). Siempre que hablamos de «unión con Dios», hay que pensar en la necesidad de la fe por parte de la criatura que se unirá con Dios. La fe es el principio de la justificación, como enseña el Concilio de Trento; y la gracia, quien la consuma.
El orden congruo de unión entre el Hijo y la Santísima Virgen, obtiene su congruencia a partir de las bases comunes para todos los hombres, y debe empezar por la fe; por ese motivo de la fe, fue necesaria la Anunciación. María, antes de unirse como esposa del Espíritu Santo y concebir al Hijo de Dios, debía tener fe explícita en el misterio de la Encarnación, realizado en concreto, en su propio seno. Como uno cree en la presencia real de Jesús en la santa Eucaristía, María debía creer en el Hijo de Dios viviente en sus entrañas.
b. La fe de la Virgen en el Mesías
La Virgen creía ya en el Mesías; creía firmemente en el libertador de la Humanidad; pero debía creer que el Mesías, el Hijo de Dios Redentor, iba a ser aquel hijo suyo del que le hablaba el Ángel. Sobre esto la Virgen debía ser instruida por el mensajero divino, hasta volver en María la fe explícita en la Encarnación, y obtener su consentimiento a los planes del Señor[3].
El ángel no vino solamente, como se dice, para obtener el consentimiento de la Virgen, sino por el motivo más importante de la fe en el Redentor; y no sólo en la persona del Hijo sino en la Encarnación. El anuncio del Ángel daba a la Virgen la «fórmula» de la Encarnación: He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo (Lc 1,31).
Si quedara alguna duda, podemos corroborarlo con las palabras de San Agustín que el Angélico pone en el mismo contexto: «Más feliz es María recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo»[4]. Además, en el Comentario a las Sentencias, propone la objeción que la Anunciación era innecesaria porque la Virgen ya tenía la fe, y responde: «No estaba determinado que cayera bajo la fe el tiempo de la Encarnación ni a través de qué virgen debía cumplirse. Por eso tenía que ser instruida sobre el particular por la anunciación. En efecto, que habría de haber una Encarnación –cosa que caía bajo la fe de los antiguos–, lo aceptaba firmísimamente con su fe (firmissimum fide tenebat)»[5].
En ambos textos se pone de relieve la importancia de la fe explícita en la Encarnación. María tenía, en grado excelente, la fe veterotestamentaria, y no podía tener otra. ¿Cuáles son los límites extremos de esta fe? Sabiendo esto podremos reconocer qué agrega la fe del Nuevo Testamento, y apreciar el motivo de la embajada angélica.
c. Los límites de la fe veterotestamentaria y la “divina pedagogía” de la Anunciación
María tiene ciertamente como de fe la venida de Yahvé a su pueblo; que el Salvador será el mismo Dios; que nacerá como un niño, y de una madre–virgen, según la profecía de Isaías (7, 14); sabía de la dignidad de la madre, comparable a Eva, y superior a la primera mujer. Sabía también que aquella mujer tendría todo el poder de Dios contra el demonio y el pecado; quizás pudo deducir personalmente, que aquella mujer estaría preservada del pecado, para tener fuerzas contra el demonio. Podía reconocer, por las profecías de Daniel, que el tiempo de la Salvación había llegado o era inminente. Todo esto lo pudo saber la Santísima Virgen antes de la aparición del Ángel.
En lo que no podía creer la Virgen antes de la Anunciación, por carecer de motivos suficientes es que Ella era la llamada para ser madre de ese niño misterioso de quien habló Isaías, Dios y hombre, que sería el Salvador. No podía tener idea de que Ella misma, siendo virgen, iba a ser madre, y la madre del Salvador del mundo; su hijo Jesús, de quien le hablaba el Ángel sería el Redentor del mundo. Quiere decir que su fe en el Mesías, salvador del mundo, debía concretarse y volverse explícita, en su hijo Jesús. Fe en Jesucristo, fe en el poder de Jesucristo, y en su obra de salvación del mundo; a eso estaba vinculada su persona y su acción. En todo conforme a esa fe, debía obrar en consecuencia.
Es por este motivo, entonces, que es instruida por el Ángel, y no solamente sobre el misterio de la Encarnación sino sobre su eminente dignidad de nueva Eva y Madre de Dios. Dice hermosamente Santo Tomás: «La Virgen Santísima tenía una fe expresa en la Encarnación futura; sin embargo, como era humilde, no pensaba cosas tan altas sobre sí misma. Por eso tenía que ser instruida sobre este particular»[6].
En resumen, el Ángel la lleva desde la fe mesiánica del Antiguo Testamento, que tenía un objeto aun no bien determinado, a la fe propiamente neotestamentaria, la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. En Ella se inaugura la presencia sacramental del Hijo de Dios en su Iglesia, que pertenece también a la fe de la misma Iglesia. María cree en el Hijo de Dios en su seno, como nosotros creemos en el Hijo de Dios en el tabernáculo.
Las demás razones del cuerpo del artículo que comentamos, vienen a corroborar aquel motivo principal. La segunda dice: «La fe para ser testigo de éste sacramento»[7]. La tercera: «La oblación de sí misma en la fe»[8]. La última: «La unión íntima consumada por la fe perfecta, en que la fe de la Virgen vale ante Dios por toda la naturaleza humana, y sella el matrimonio espiritual»[9].
d. El acto de fe de la Virgen y la fe neotestamentaria
En la Virgen contemplamos la fe de la Iglesia, arraigando profundamente en el diálogo con Gabriel. Como la infidelidad de Eva fue la del género humano, así la fe de María posee igual plenitud y universalidad.
El Ángel ha suscitado en María la fe de la nueva Jerusalén. Ahora es posible en un orden descendente, la fe de San Pedro, la de los Apóstoles, la de todos los llamados a las bodas del Cordero. La misericordia de Dios tiene una respuesta de entera generosidad. El consentimiento de María, es acto de fe de María y de la Iglesia. Es fe en la obra de salvación, que lleva el sello de la voluntad salvífica del Padre; por eso creer en la obra de Jesús es creer en el Padre que lo ha enviado.
La fe en Jesucristo será el principio de la salvación en el mundo. Ya no valen la fe en las promesas, o la fe en un mediador indeterminado. La fe de Israel, y la fe de los gentiles, pasan a segundo plano; la humanidad se unifica, desde el punto de vista de la salvación, en el vértice supremo de la fe en el Redentor, Jesucristo.
María poseía, en grado eminente, la fe de Israel. En Ella hay una conversión, que es la conversión de la humanidad al cristianismo. Ahora es la fe en Jesucristo salvador. Hablamos de conversión, de una nueva fe. Pídesele salir como Abrahám, de su tierra, de su parentela y de su casa, e ir a una tierra nueva y misteriosa que señalaba el dedo de Dios (Gen. 12, 2). Salió Abrahám de su tierra a otra tierra, dentro del plan prefigurativo de la Antigua Ley. María parte de la antigua fe, para salir de ella, y entrar en un mundo nuevo, en el plan de realizaciones de la nueva Ley. Enséñale el Ángel la nueva y verdadera tierra de Canaán, tierra ofrecida a los hombres por venir; tierra que será poseída y que hará la felicidad de todos aquellos que no hayan sucumbido en el desierto.
e. Fe y conversión
Dice Santo Tomás: «La primera conversión a Dios se hace por la fe»[10]. Es el inicio del movimiento de la justificación. La Virgen ya creía en el Dios de Israel. Pero las palabras del Ángel suscitan en Ella un nuevo movimiento: la fe en el Verbo encarnado, su Hijo. Así la sorprendemos al iniciar un nuevo camino más perfecto de justicia, que el de su padre Abrahám. Tal es la fe de María, que será después la fe de la Iglesia.
Quien se acerca a Dios tiene que creer (Hb 11,6). El apartarnos del pecado y volvernos hacia Dios es por la fe. Santo Tomás explica que la fe es luz para la inteligencia[11]. En esa luz vemos la voluntad de Dios, misericordiosamente manifestada para salvarnos. La fe es un saber de la voluntad de Dios, consentimiento y encuentro con la misma. La fe lleva por eso la prenda de bendición. Por la fe de Abrahám serán benditas en él todas las naciones de la tierra (Gen 18,18). En la fe de María, son benditas todas las naciones de la tierra. Su fe no trae la promesa sino lo Prometido, la Bendición, el Bendito que viene en el nombre del Señor (Mt 21,10).
Ya no vale la fe en las promesas. Porque las promesas ya son realidad en Cristo, que es el Amén de Dios Padre. Era la fe de los patriarcas y de los Profetas; la fe de sus padres, Joaquín y Ana, y la fe que la llevó al Templo para consagrarse al Señor.
f. La fe de la Virgen y su participación activa en la historia de la salvación
El hacer que María diera por terminada la antigua economía salvífica, y abrazara la nueva, siendo protagonista de la misma, era tan importante, que constituía el principal objetivo de la embajada de Gabriel. Gabriel viene para decir a María que las figuras han sido cumplidas, que el hombre, desde ese instante se salvará por Jesucristo. Ella, la primera, debe profesar la fe en Jesucristo. El Ángel deja en el mundo la nueva y definitiva economía de salvación. Es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo[12]; la ley era como el ayo, que lleva los niños de la mano, hasta la edad adulta; venida la fe, ya no estamos sujetos al ayo[13].
María, y con Ella la Iglesia, entienden la salvación neotestamentaria por la fe en Jesucristo.
María entrega su Hijo como objeto de fe a la Iglesia. Después de concebirle ella misma, entrega al mundo el Salvador. Llévale a casa de Isabel, promueve el incidente de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, y sobre todo le acompaña hasta la Cruz. ¡María al pie de la Cruz! Al caer las tinieblas sobre el mundo, llenos los senos de su alma por la agonía del Hijo,… Ella estaba de pie junto a la Cruz, como dice el Evangelio. Allí pide al Padre, en nombre de la humanidad, por la miseria y cobardía de los hombres; el Hijo ve en su madre, la fe y la esperanza de la Iglesia. Es la Iglesia que cree y espera en el momento supremo de la crucifixión; allí se recupera la confianza de los Apóstoles; allí nace la fortaleza de los mártires; allí la energía de los confesores; allí la santidad y la gloria de la verdadera Jerusalén.
Concebirás y darás a luz un hijo, a quién pondrás por nombre Jesús (Lc 1, 31). Tal es el objeto de la nueva fe propuesta a María. Jesús quiere decir «salvador». El salvará a su pueblo de sus pecados, dice el Ángel en sueños a José (Mt 1,21). «Este nombre de Jesús, dice San Alberto Magno, significa la propiedad, el acto y el efecto de la salvación»[14]. El mismo nombre tiene Josué o Jesús hijo de Nave que introdujo al pueblo en la tierra prometida; los ángeles anuncian el nacimiento del Salvador, en la ciudad de David (Lc 2,11). María no podría menos que sentirse identificada con la virgen–madre de Isaías: Ella cree y adora la voluntad de Dios.
3. La Fe en la Trinidad
La fe en la encarnación debe ir precedida por la fe en la Trinidad.
En el Antiguo Testamento el misterio de la Trinidad permanecía un poco en la penumbra, sin ser objeto, dentro de lo que podemos entender, de una revelación explícita. A ese respecto dice el P. Ceuppens: «Nosotros opinamos que el dogma de la Santísima Trinidad no fue revelado abiertamente en el Antiguo Testamento»[15].
La Trinidad de personas dentro de la más absoluta unidad de naturaleza apenas se dibuja en las páginas de la antigua Ley; alusiones e insinuaciones, son lo suficientemente oscuras y medidas como para no romper el monoteísmo del pueblo hebreo, y lo suficientemente claras como para exigir la fe de los mayores (profetas y doctores), y preparar los caminos a la fe plena de la futura edad mesiánica.
La Santísima Virgen ocupaba entre aquellos mayores un lugar excepcional. Sin posibilidad de ignorancia, perfecta en sus dotes naturales, ciencia infusa y adquirida de las Escrituras, iluminada por su pureza inmaculada, la Virgen debía penetrar como ninguno y adorar profundamente el misterio de Dios, trino y uno.
En su diálogo con el Ángel, María expresa su fe en la Trinidad. Gabriel es el mensajero de Dios. María cree en el Padre, en la misericordiosa paternidad de Dios; cree en el Hijo de Dios que iba a ser el Hijo suyo; cree en el Espíritu Santo, nombrado expresamente por el Ángel: Descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra (v. 35). Sin duda, está lo suficientemente expresado el misterio trinitario como para terminar el acto de fe de la Inmaculada.
No puede tenerse fe explícita en la Encarnación, dice Santo Tomás, sin fe en la Trinidad: «Sin la fe en la Trinidad el misterio de la Encarnación no puede creerse explícitamente»[16]. Ambos misterios se complementan y son necesarios de creer explícitamente y en concreto.
La Virgen ya sabía que la venida del Ungido sería la obra de la Trinidad; ahora el Ángel concreta para la Virgen el objeto de la fe en Jesucristo su Hijo, el Ungido del Padre, por obra de la misma Trinidad.
Al referirnos al conocimiento o a la extensión de la fe en la Virgen, debemos pensar que si bien era una criatura humana, era también preservada del pecado original; su saber, su comprensión, eran infinitamente superiores a toda otra persona humana. Sin pecado original, y sin defecto en la inteligencia, poseía la ciencia de las Escrituras. Veía perfectamente la aplicación que el Ángel iba haciendo de las palabras de los profetas. Otra mujer, Eva, sin pecado original, había sido engañada por un ángel. La parte más problemática para María, sería creer en el Ángel. La Virgen debe convencerse prudentemente.
Queridos hermanos y hermanas:
Aprendamos de la Santísima Virgen a tener mucha fe en el Hijo de Dios que se encarna en su seno y una fe intrépida que nos mueva a la conversión.
Contemplemos como Ella nos está representando en su «Sí» a todos y a cada uno de nosotros, e imitémosla diciéndole siempre «Sí» a Dios.
Pidamos por estos 15 jóvenes que al recibir la santa sotana continúan en el camino de decirle «Sí» a Dios, para que, a ejemplo de María, jamás se retracten de este «Sí».
[1] cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th., III,1,3–4.
[2] Santo Tomás de Aquino, S.Th., III,30,1.
[3] cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th., III, 30, 1 ad 2.
[4] “Beatior est Maria percipiendo fidem Christi, quam concipiendo carnem Christi” (Santo Tomás, S.Th., III, 30, 1c).
[5] Santo Tomás de Aquino, In III Sent., 3, 3, 1, 1 ad 1.
[6] Santo Tomás de Aquino, S.Th., III, 30, 1, ad 2: “cum esset humilis, non tam alta de se sapiebat”.
[7] “ut posset esse certior testis hujus sacramenti”.
[8] “ut voluntaria sui obsequii munera Deo offerret”.
[9] “ut ostenderetur esse quoddam spirituale matrimonium inter Filium Dei et humanam naturam”.
[10] Santo Tomás de Aquino, S.Th., I–II, 113, 4: “prima autem conversio in Deum fit per fidem”.
[11] In Ep. ad Hebr., l. 2, n° 575 Mar.
[12] cfr. Ro 3,22.
[13] cfr. Ga 3,25.
[14] In Evang. Lucae, b 22, 74.
[15] “Opinamur ergo quod dogma SS Trinitatis in A. T. aperte revelatum non fuit”. cfr. Theologia Biblica, vol. II, De Sma. Trinitate, 53.
[16] Santo Tomás de Aquino, S.Th., II–II, 2, 8: “Mysterium incarnationis Christi explicite credi non potest sine fide Trinitatis”.