pasión

Cuadros de la Pasión

Cuadros de la Pasión

En este sermón les propongo que sigamos con la mente y con la imaginación diversas escenas de la Pasión del Señor, tal como si se trataran de imágenes de una proyección de diapositivas sobre una pantalla. (Cada uno debe sacar las aplicaciones prácticas).

Primera escena: al otro lado del torrente Cedrón

Allí hay «olivos rugosos y casi humanos, que se revuelven, epilépticos, como si quisieran taparse con los brazos retorcidos, no se qué ojos invisibles para no recordar lo que vieron»[1]. ¿Qué vieron los olivos? Vieron el espanto. Y, de alguna manera, todo olivo, por solidaridad de naturaleza, es un testigo callado de Getsemaní. Allí escucharon al Dios– Hombre decir: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26,38; Mc 14,33). Allí escucharon decir al Dios–Hombre: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz (Mc 14,36). Podemos escuchar en off la voz del profeta Isaías: El Señor puso sobre su Mesías los pecados de todos nosotros (Is 53,6).

Y sudó sangre.

Segunda escena: en un rincón del Evangelio

«En un rincón del Evangelio, en el patio del Sanhedrín, hay una criatura dorada y bailarina, sutil e inconstante; se llama el Fuego. Está prendido, en un haz de leña, en el centro del patio. Lo encendieron los criados para calentarse. (…) Está amaneciendo. Y todos se han ido. Entre los leños, la muerte del fuego es dulce y suave como la de un crepúsculo. ¿Cómo aquella criatura, tan saltarina y tan voluble, muere así, en esa paz, deshecha en ceniza y gris?» –se pregunta Pemán, y continúa– «Porque… (el fuego) era todo salto y movimiento; no tenía dos minutos seguidos la misma forma. Él también negaba en cada minuto la postura del minuto anterior, y esto no tres veces, sino cientos y miles. ¿Cómo ha conquistado entonces esa muerte de paz y de quietud, suave como un poniente? La ha conquistado porque ha sabido borrar sus propias volubilidades y consumirse a sí mismo en puros ardores; porque ha sido pecado, pero también penitencia; porque ha sido negación pero también llanto; porque mientras bailaba su baile de vacilaciones se iba consumiendo de Amor. Pedro, Pedro, el Señor, al pasar por la galería junto al patio, te ha mirado con ternura de perdón, porque tú tienes alma de llama y corazón de fuego»[2].

Fue muy golpeado el Señor.

Tercera escena: los vejámenes en el Sanedrín

Se burlaron de Él (Lc 22,63–64); le abofetearon (Mc 14,65) con los puños cerrados; le golpearon (Mt 26,67; Mc 14,65); puede ser con la mano abierta o con un bastón; le escupieron en el rostro (Mt 26,67; Mc 14,65). Esta última acción era una injuria gravísima según la Sagrada Escritura, tal como se relata, por ejemplo, en el libro de los Números, en el caso de María, la hermana de Moisés. Moisés dice a Yahvé: «Ruégote, oh Padre, que la sanes», y respondió Yahvé: «Si su padre la hubiera escupido en el rostro, ¿no quedaría por siete días, llena de vergüenza?»[3]. Era una injuria gravísima. También en el libro del Deuteronomio, en la ley del levirato, por el cual el hermano tenía que ocupar el lugar del esposo muerto y tomar como mujer a la cuñada, puede apreciarse la magnitud de la ofensa que aquella acción significaba. Si no tomaba a la mujer, decía Dios: Si persiste en la negativa y dice «no me agrada tomarla por mujer», su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará del pié un zapato, y le escupirá en la cara, diciendo: esto se hace con el hombre que no sostiene la casa de su hermano (Dt 25,9); le cubrieron el rostro (Lc 22,64; Mc 14,65) vendándole los ojos; le preguntaban sarcásticamente como a «Mesías» (Mt 26,68), que les profetizase o adivinase (Lc 22,64; Mt 26,68; Mc 14,65) quién le daba puñetazos o quién le había golpeado[4]; le arrancaban mechones de barba[5].

Y Jesús sangró.

Cuarta escena: en el pretorio de Pilatos

Allí también sufre el Señor muchas injurias: azotes, desnudez. Lo despojaron de sus vestiduras[6]; le pusieron una clámide o manto[7] –querían significar un manto regio–; le coronaron de espinas (Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,5) –signo característico de la dignidad real–; le pusieron en las manos una caña como cetro (Mt 27,29) –signo burlesco del cetro real–; le saludaban con burla (Mt 27,29; Mc 15,18; Jn 19,3); le golpeaban en la cabeza con una caña (Mt 27,30; Mc 15,19), penetrando más las espinas en su cuero cabelludo; le escupían en el rostro (Mt 27,30; Mc 15,19. Se mezclaron allí los salivazos de los judíos y los salivazos de nosotros, los paganos); le abofetearon (Jn 19,3).

«Cuando en el principio de los tiempos Dios creó los mundos, los creó con lujo y despilfarro (…) Para que pastaran los bueyes, hubiera bastado una sola especie de yerbas; no era preciso ese derroche de variedades, colores, formas, que visten los prados. Para la miel, hubiera bastado una flor, no era necesario el despilfarro de un jardín. Pero el Señor –continúa Pemán–, andaba como padre embobado que no sabe qué hacer por regalar al hijo recién nacido. Todo fue un multiplicar las especies y prodigar los colores, y las formas, y las variedades. Y en ese derroche de mimos y de regalos, de entre los dedos de Dios cayó en Palestina el azufaifo[8] , un arbolito frutero de mil utilizaciones. Sus frutos, rojos y dulces, son buenos y refrescantes para el ganado, además de ser golosinas para los pastores; sus ramas, de largas espinas agudas, sirven para fronteras del egoísmo humano en vallas de predio y cercados de fincas»[9] .

Y de las manos de Dios «…cayó también la caña[10] , una caña ligera y resistente, parecida al junco de Chipre, cuidadosamente llevada por el Padre espléndido a aquel país de ganaderos y trajinantes; apta para apoyarse por el sendero, para arriar al borriquillo, e incluso para hacer una flauta elemental. Y así se estaban durante los siglos y los siglos el azufaifo y la caña, ofreciendo generosamente a los hombres frutos, vallas, flautas y bastones»[11] .

En otra escena, aparecen «unos soldadotes de la legión romana… Y fueron al azufaifo y, riendo brutalmente, cortaron una rama espinosa y la doblaron circularmente en forma de corona. Y fueron al cañaveral y cortaron una caña en forma de cetro burlesco. ¿A dónde van los soldados de Roma con su cetro de caña y su casco – o capacete– de espinas? Van en busca de aquel supremo pródigo, derrochador y generoso que, por amor a los hombres, pudiendo hacer una sola flor, hizo mil jardines. Van en busca del que hizo el azufaifo dulce a los pastores y la caña resistente para el fatigado y hueca para el flautista»[12] .

Y Jesús sangró.

Quinta escena: el Gólgota

Aparece en nuestra imagen el Gólgota con tres cruces; las piadosas mujeres al pie, el pueblo gritando –nunca sabe lo que hace–, meneando la cabeza, arrojando tierra hacia arriba, según su costumbre.

Nos acercamos con el zoom del proyector, vemos el rostro de Jesús. ¡Qué dignidad! ¡Qué majestad la del Señor! ¡Qué señorío! Nos acercamos más, vemos sus ojos, esos ojos dulces, penetrantes, esos ojos que con la mirada amaban, como le pasó al joven rico, esa mirada a su vez penetrante, que taladra el alma. Es la de Jesús una mirada inteligente: sabía perfectamente bien lo que estaba haciendo. De todos los que asistían como espectadores, casi nadie sabía lo que estaba pasando, salvo la Virgen. Pero Él sabía perfectamente bien qué era lo que estaba haciendo y lo estaba haciendo libremente, con plena conciencia, con deliberada voluntad… ¡Sabía que estaba salvando a los hombres y mujeres de todos los tiempos!

Si en ese momento hubiéramos podido observar los ojos de Jesús – como puede hacerse hoy por microscopía de alta resolución en los ojos de Nuestra Señora de Guadalupe–, veríamos reflejados en ellos muchas cosas. Entre ellas, estaríamos reflejados nosotros, en este preciso momento. Nos veríamos a nosotros mismos porque estamos en las pupilas del Señor. Esto es teológicamente cierto debido a que, por ciencia divina, Él conoce absolutamente todo. Veríamos en esos ojos de Jesús a todos los que estamos acá: los sacerdotes, los seminaristas, las familias que nos acompañan… las ingentes multitudes de todas las generaciones y generaciones…

Jesús mira y conoce todo: a quién llamó de niño, a quién de joven, a quién de adulto; la forma, el modo cómo los llamó. Y en ese momento era claramente consciente Nuestro Señor que eso que hacía era algo que iba a beneficiar a éste y a éste y a éste… y a aquella y a esta otra… En ese momento Él ofrecía su vida, quería morir en cruz, porque era necesario para nuestra eterna salvación.

Describiendo ese rostro, en el cual ya no había hermosura, se puede escuchar en off la voz de Isaías: No hay en Él hermosura… como ante quien se da vuelta el rostro para no ver[13]. No hay en Él parte sana. La agonía del Redentor llega a su fin: …inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19,30). Y por si faltase algo, un soldado le atraviesa el corazón, y de ese corazón, que tanto amó a los hombres, brota agua y sangre[14].

Y Jesús sangró y se desangró.

Última escena: en el cielo

Una mujer, la que dio sangre de su sangre para que ese Hijo único derramase su sangre tantas veces por nosotros, y que recuerda siempre –con esa memoria que tienen las madres–, las últimas palabras de su Hijo en la cruz: He ahí a tu Hijo[15].

San Andrés Avelino llama a la Virgen: «La faccendiera d´il Paradiso», es decir, «la atareada del Cielo», la que tiene mucho trabajo en el Cielo. Gusta figurársela el santo: «casera y humanamente enfrascada en su ir y venir de súplicas, en su despacho de gracias y mercedes»[16] .

Santísima Virgen; ¡perdónanos si te damos tanto trabajo! Pero eres la única que puede hacer posible que no hagamos estéril para nosotros la sangre de tu Hijo.


[1] José María Pemán, De cómo las cosas se asociaron a la Pasión de Cristo, quinto de los «Ocho ensayos religiosos», Obras Completas, III (1948) 1258–1275, cit. en La Pasión según Pemán, II, EDIBESA (Madrid 1997) 68, edición preparada por José Antonio Martínez Puche.

[2] José María Pemán, ibidem, 69.

[3] cfr. Nm 12,14.

[4] cfr. Mt 26,68; Mc 14,65; Lc 22,64.

[5] cfr. Is 50,6.

[6] cfr. Mt 27,28.

[7] cfr. Mt 27,28; Mc 15,17; Jn 19,2.

[8] Conocido técnicamente como «Zizyphus», desde la época de Linneus, quien le añadió el nombre de «spina Christi». En la actualidad, los botánicos se inclinan más bien a pensar que es la «poterium spinosum», la hebrea «sirah» según Ha–Reubeni, que es muy parecida. cfr. «Fauna and flora of the Bible, helps for translators», Sociedades Bíblicas Unidas (EE.UU.21980), 184–185.

[9] José María Pemán, ibidem, 69–70.

[10] Según Fonck, un especialista alemán, es la Arundo phragmites, L., carrizo, o la Arundo donax, «una caña gigante, mucho más alta que un hombre, que crece en los ríos como el Nilo, y es bien conocida en Palestina y Siria»; cfr. Manuel de Tuya, Del Cenáculo al Calvario, editorial San Esteban (Salamanca 1962) 458.

[11] José María Pemán, ibidem, 70.

[12] José María Pemán, ibidem, 70.

[13] cfr. Is 53,3.

[14] cfr. Jn 19,34.

[15] cfr. Jn 19,26.

[16] José María Pemán, ibidem, 42.