Paternidad divina
Conferencia plenaria del padre Carlos Miguel Buela,
para la 3º Jornada de la Juventud, sobre la paternidad de Dios
1. Un padre humano bueno…
Un buen padre de familia da a sus hijos muchas cosas. Nos ponemos en el caso de un padre bueno. En primer lugar nuestro padre nos da la vida. Sin el padre sería imposible que nosotros existiésemos, y para ser más exactos, hay que decir «nuestros padres» –el padre y la madre–, sin los cuales nosotros no estaríamos ahora aquí.
También el buen padre nos da comida, techo, vestido… El padre cumple oficios muy importantes. Además de dar la vida debe «prever» («ver antes»), lo que se va a necesitar el hijo, y según eso se esfuerza por «proveer» lo que es necesario para el bien de su hijo.
Pero no solamente el buen padre da la vida y las cosas materiales que se necesitan para vivir, sino que –más fundamental aún– el buen padre nos da amor.
El buen padre ama a sus hijos y por eso los protege: los protege del mal, los protege de los peligros… Todavía hasta el día de hoy, cuando estoy en casa de mi madre y tengo que salir a hacer trámites al centro, escucho que se me dice: «¡Cuidate!», me dice mi mamá. ¡Menos mal que ya no me dice: «¡Cuidado al cruzar la calle!». Sin embargo, cuando sale ella, como tiene 88 años, yo siempre pienso: «¡Cuidado al cruzar la calle!». ¡Se invirtieron los papeles!
El buen padre perdona, y perdona una y dos, y tres, y diez, y cien… ¡y mil veces! Ama a su hijo, él también fue hijo, él también hizo muchos líos de joven, y entonces sabe que su hijo va a tener que hacer líos, porque normalmente se aprende dándose golpes contra la pared, y son necesario los fracasos para acertar.
El buen padre siempre alienta al hijo, podrá en algún momento, ya un poco cansado, decir alguna cosa más fuerte, pero normalmente lo alienta: «Bueno, dale, ¡adelante…!, ¡va…! ¡va…! Hasta ahora todo te fue mal, pero bueno…! De ahora en adelante…, mirá, te va a ir bien; hace tres años que estás en primer año de la secundaria… ¡bueno!, no importa, ¡ahora vas a poder! (risas del auditorio).
El buen padre busca de que el hijo desarrolle sus talentos. En general el buen padre quiere que el hijo sea mejor que él. Entonces busca de todas formas para que, si tiene condiciones musicales, aprenda música…; si le parece que el estudio del inglés le va a hacer bien para el día de mañana o para su futura profesión, ¡que aprenda inglés…!; «ahora la computación es muy provechosa porque ahí va…», entonces busca que su hijo, en la medida de lo posible, aprenda computación. Ése es el buen padre, y el buen padre se goza con que el hijo desarrolle sus talentos: ¡no es castrador! El buen padre es así.
Por eso es que el buen padre también tiene grandes sueños respecto de su hijo o de su hija, siempre lo ve en su futuro… ¡Uy! En las épocas de mis años jóvenes, el sueño de los padres era que los hijos tuviesen una placa de bronce en la entrada de la casa diciendo: «Dr. fulano de tal, especialista en tal cosa». ¡Ahora ya las placas no existen ni en las sepulturas! Pero el buen padre realmente tiene grandes ideales, tiene grandes sueños para con sus hijos. Ciertamente que el sueño principal es que el hijo sea bueno, que su hija sea buena.
Aún hay cosas que uno se va dando cuenta recién en el transcurso de la vida. El buen padre es el queda al hijo el sentido de la vida; le enseña con su ejemplo, con su palabra, en general, con los «dichos» que suelen repetir muchas veces, porque, ¡claro…!, ¡hasta que entra en la cabeza de uno…!; el buen padre repite las cosas muchas veces porque es necesario para la educación del hijo: «Mirá tal cosa…», «mirá tal otra…», «a mí me pasó tal…»; pone ejemplos que a él le han pasado; da sentido de la vida, es decir, de las cosas que tienen importancia, el para qué estamos aquí en este mundo, cómo debemos comportarnos con los demás, cómo debemos saber esforzarnos, cómo tenemos que sacrificarnos, cómo tenemos que servir a los demás, cómo tenemos que ser hombres de palabra.
Nos enseña a veces cosas que después de mucho tiempo uno se da cuenta, por ejemplo, el «sano orgullo»: «yo ando con la frente bien alta», decía mi padre. Para mi eso era una cosa sin sentido porque veía que todo el mundo andaba con la frente arriba, no entendía lo que era eso… ¡En serio, es así! Ahora me doy cuenta de lo que significa: es el sano honor de un hombre bueno y honesto, lo que vale mucho más que todas las otras cosas, ¡y es cierto!
Mi papá tenía otro dicho que lo repetía de vez en cuando: «El muerto al hoyo y el vivo al pollo» Y a mi me sonaba medio sacrilegio porque decía: «¿Cómo? Se muere un ser querido y se va a comer pollo?» En aquel tiempo comer pollo era una cosa excepcional –no como ahora, que como los pollos son más baratos–. Después entendí, cuando sucedió la primera muerte familiar de la cual yo participé. Él no comió nada. Me quería decir otra cosa: el que muere es sepultado pero la vida continúa y los que estamos en vida, por amor a los que quedan, tienen que ponerle el hombro al dolor y seguir adelante: ¡la vida continúa!
El buen padre piensa en sus hijos; piensa: «a ver, ¿qué necesitará?, ¿qué será lo mejor?, ¿qué le tengo que decir?, ¿cómo tengo que actuar?, ¿cuáles son los límites que le tengo que poner?, ¿cómo tengo que formarlo libre?, ¿cómo tiene que ser un hombre con motor propio?, ¿qué es lo que…?» Es decir, se olvida de sí mismo por el bien de su hijo. El mal padre no; el mal padre es egoísta, únicamente le interesa lo que le hace bien a él y lo que a él le importa y no piensa en su hijo.
Es muy curioso –por ejemplo hoy día, en estos tiempos difíciles que se viven– lo que sucede. He tenido oportunidad muchas veces, en ambientes no católicos o no practicantes, de preguntar a las madres –por ejemplo– si estaban dispuestas a dar la vida por sus hijos. Por unanimidad todas respondieron: «sí». Y es curioso porque –por el medio en que nos toca vivir y por la presión de los medios de comunicación social– estas mismas madres dispuestas a dar la vida por los hijos, sin embargo no eran generosas de dar la vida a los que podrían venir. ¡Es una cosa curiosa…! Son una de esas tantas trampas que tiende el mundo moderno a las familias.
Un buen padre de familia desea para sus hijos lo mejor –desea que sean buenos–.
Un buen padre se ve reflejado a sí mismo en su hijo.
Un buen padre no quita la libertad a su hijo, ¡no! Es muy respetuoso de la libertad porque sabe que es necesario formarlo en la libertad. Pero libertad no es libertinaje, el buen padre tiene que poner límites para que sea verdaderamente libre, para que en nombre de la libertad no se convierta en esclavo.
Un buen padre no los castiga injustamente.
Un buen padre no desconfía de sus hijos, al contrario, da la sensación de que confía más en los hijos que en sí mismo.
Un buen padre no los rechaza, aunque, a veces, deba darles «hierbas amargas», como hizo Dios con su pueblo en el Antiguo Testamento, para bien de ellos.
Un buen padre no los aleja de sí; al contrario, busca de tenerlos cerca.
2. Obligaciones que tenemos para con nuestros padres
Por eso es que con respecto de nuestros padres de la tierra tenemos graves obligaciones y esas son obligaciones de derecho natural, de ley natural, además de ley divina:
– debemos amarlos;
– debemos obedecerlos;
– debemos respetarlos;
– debemos ayudarlos en sus necesidades: esa es la obligación de todo bien nacido.
3. Dios es Padre
Hemos hablado, así rápidamente, de lo que debe ser el buen padre. Ahora hacemos el paso para darnos cuenta de lo que es nuestro Padre Celestial. ¡No hay comparación! Por más que el padre de la tierra sea buenísimo, Dios es infinitamente bueno.
En primer lugar nuestro Padre Celestial nos da la vida –la vida física–, porque nuestra alma y cada una de las almas espirituales e inmortales de todos han sido creadas inmediatamente por Dios. Si nuestro padre nos hubiese querido tener, pero Dios no nos hubiese dado el alma, no existiríamos. Por eso es que el origen del hombre, de todo hombre, no está en los monos –como algunos creen que son monos (risas del auditorio)–. Claro, ponen un origen animal –«zoológico»–. El origen del hombre y de la mujer (de todo hombre y mujer, aún de los que dicen que descendemos de los monos) es Dios. Como podría decir el Padre Jon: «El hombre desciende del mono y el mono desciende del árbol» (risas del auditorio). El origen del hombre es Dios. Es un origen divino porque el alma es producida por Dios, no puede ser producida por ninguna creatura.
Lo espiritual es producido por Dios y a él le debemos también las cosas materiales. Debemos recordar en el Sermón de la Montaña cuando Jesús nos enseña el abandono en las manos de la Providencia:
– respecto a la comida: «mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?» (Mt 6, 26);
– respecto del vestido: «observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?» (Mt 6, 28-29).
– Nos proteje: «Si Dios no guarda la ciudad en vano vigila el centinela» (Sal 127, 1).
– Nos ama: «El Padre os ama» (Jn 16, 27 ), nos ama y nos ama con un amor de Dios, con un amor que tiene características absolutamente especialísimas, nos ama más que nadie.
– Nos perdona: «Aunque tus pecados sean rojos como la grana, yo los volveré blancos como la nieve» (Is1, 18)
– Nos educa: ¿Qué atención tan especial tiene Dios con cada uno de nosotros! Nos enseña a través de nuestra vida, nos enseña muchas veces en el día a través de gracias actuales; nos va guiando; nos corrige porque ama; nos premia porque ama.
– Él quiere que vivamos en plenitud. No quiere para nosotros que vivamos una vida «achaparrada», una vida triste, arrastrada, una vida amarga…, ¡no! Él no quiere eso. Si nosotros vivimos una vida «achaparrada», una vida arrastrada, una vida amarga, es por culpa nuestra, es porque no hacemos lo que tenemos que hacer, por ejemplo, no confiamos en él. Él quiere que vivamos en plenitud.
– Él tiene grandes ideales para con nosotros. Dios sueña con cada uno de nosotros, que seamos hombres buenos, hombres y mujeres buenos. Él quiere que seamos santos: «Sed santos como yo el Señor soy santo» (Lev 11, 44-45).
– Él nos enseña, de una manera misteriosa pero real, lo que es el sentido de la vida. Todo lo de aquí pasa, lo que no pasa es la vida eterna, que es el cielo que Él nos tiene preparado, que tiene que ser nuestro peso, el peso de nuestra vida. Somos peregrinos en marcha hacia el Absoluto. Debemos estar dispuesto a lo que sea con tal de ganar el Cielo. Él nos ha enseñado en su Hijo: «¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (cf. Lc 9, 25); «¿Qué cosa podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16, 26).
– Él piensa en nosotros. Se ocupa de nosotros, se ve a sí mismo reflejado en nosotros: hemos sido hechos «a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gen 1, 26). No solamente nuestro origen es divino, sino que aún nuestra misma naturaleza tiene una semejanza con Dios. Por eso en la Sagrada Escritura en distintas partes se dice: «vosotros sois dioses», «dioses»con minúscula (cf. Sal 86, 6; Jn 10, 34). Y lo que Él quiere –y ese es el gran trabajo de la santificación– es que nos «deifiquemos».
– No nos quita la libertad, ¡no! Él respeta más que nadie nuestra libertad. Nunca en los años que yo tengo, nunca jamás vi que Dios le quitase la libertad a nadie, pero ni siquiera que diese la impresión de que le quitaba la libertad. Por eso en su obrar es tan característico; por eso las almas que son muy sensibles (hay muchas almas que son de gran sensibilidad, de sensibilidad exquisita), Dios no se insinúa mucho. No pasa lo mismo con los que son «cabeza dura». Con los «cabeza dura», como por ejemplo San Pablo, para que se aviven, ¿qué tiene que hacer? ¡Qué se caiga del caballo, qué se de un porrazo de aquellos…!, y ahí, claro: «¿Quién eres, Señor?… ¿Qué tengo que hacer?» (cf. Hech 9, 5; ). Así, con cada uno de nosotros. Somos sus hijos, él es Padre y nos conoce perfectamente bien: «no haré así, porque a éste si yo le digo en forma clara, se va a cerrar; entonces no, voy a insinuar pero así de lejos, como un vientecito».
– No nos castiga injustamente.
– No desconfía de nosotros.
– No nos rechaza.
– No nos aleja. Es Él quien ha dicho: «Aunque tu padre y tu madre te abandonen yo no te abandonaré» (cf. Sal 17, 10).
– Él no abandona a nadie. Ustedes pueden ver la persona más corrupta que se puedan imaginar. En mis tiempos fue famoso un delincuente criminal apodado «el Petizo orejudo». Pues bien, al «Petizo orejudo» Dios lo ama, fue su hijo.
Conocí a un gran sacerdote, misionero, capuchino, de barba larga, el padre Monterroso. El padre Monterroso, gran sacerdote, fue a Sierra Chica porque ahí había un gran delincuente que se llamaba «Mate cosido». Le dijeron los guardas de cárcel: –«Al que entra, lo acogota. Hay que entrar con guardia». –«No, yo no quiero guardias», dijo el Padre. Entra en la celda y «Mate cosido» lo primero que hace es abalanzarse al cuello del cura para apretarlo. ¡Y el Padre lo abrazó…! y notó entonces que empezó a aflojar las manos… Y «Matecosido» le dijo: –«¿Puede ser que todavía haya en el mundo alguien que me quiera?». Se confesó, pidió perdón, todo lo demás… Si eso ocurre así, es porque Dios lo está buscando a ese hombre.
4. Obligaciones para con nuestro Padre Celestial
Entonces, así como con nuestro padre de la tierra tenemos obligaciones, también tenemos deberes para con Dios, que no debemos olvidar, que son los deberes primeros que tiene que tener el ser humano; porque es de ley natural y divina, y por eso figuran en los tres primeros Mandamientos de la Ley de Dios, porque lo primero evidentemente es Dios.
Esos deberes implican: conocerlo a Dios, adorarlo, servirlo. Eso que a nosotros nos enseñaban de niños, en el Catecismo –ahora «abominado»– de las 93 preguntas, que sabíamos de chiquitos:
–«¿Cuál es el fin del hombre?»
–«El fin del hombre es conocer amar y servir a Dios».
Ahora será muy moderno todo: iniciación al silencio, iniciación al misterio pero uno pregunta:
– «¿Para qué estas acá sobre la tierra?»
– «¿Eh…»
– «¿Para qué estas acá…?»
– «¿Ah…?»
5. Comparación con Dios
Comparemos un poquito padre con Padre. Decía hermosamente Tertuliano: «Tan Pater nemo», «Nadie tan Padre como Dios». «¡Tan Pater nemo!»
Todos los padres buenos de la tierra –todos si los pudiésemos sumar–, todos, todos, todos… todos los padres buenos, los que existen ahora, los que existieron y los que existirán… si los ponemos en comparación con Dios, no son nada. Incluso podemos decir en la terminología de San Juan de la Cruz: «son malos» porque todos ellos, por muy buenos que sean, por lo menos nacieron con pecado original, y tienen sus limitaciones. En cambio, Dios no, y eso es algo que nosotros debemos tener muy en cuenta, porque de lo contrario claudicamos en la fe, en lo que es el primer artículo de la fe: la clara conciencia de que Dios es nuestro Padre infinitamente bueno. Eso es lo que pasa, a veces, a jóvenes que han tenido la desgracia de no haber tenido un padre bueno, y entonces inconscientemente le transfieren a Dios las limitaciones que ven en sus padres. Pero Dios no tiene limitaciones, Dios es infinito en toda perfección, Dios no es débil como nosotros que no siempre podemos hacer lo que tenemos que hacer.
Dios es todopoderoso y por eso repetimos muchas veces en nuestras oraciones: «Dios Padre todopoderoso» o «Dios Padre omnipotente», es decir, que puede, que tiene poder, es potente para todas las cosas.
Dios es trascendente. Está mucho más allá de todo lo que nosotros podemos decir y pensar; es más, como un océano sin límites.
Dios es Santo, «tres veces Santo»; lo cantamos y lo decimos pero muchas veces no lo pensamos: Santo, Santo, Santo, es la perfección de la santidad, el «tres veces Santo», el «solo Santo, el sólo Altísimo», ante quien –como dice el profeta Isaías– «ni los cielos son puros» (Job 15, 15).
Dios es sabio, conociendo absolutamente todas las cosas, como dice bellamente Santo Tomás de Aquino: «Dios conoce el número de gotas que tiene la lluvia, y el número de granos de arena que tiene el mar»(1). Conoce todo.
Es todopoderoso, puede todo lo que quiere.
Es infinitamente misericordioso. La hermosísima Parábola del Hijo Pródigo pienso que propiamente es la parábola del Padre misericordioso porque nosotros nos vemos reflejados en el hijo, claro, pero ahí el personaje principal es el Padre, el Padre misericordioso que sale para ver hacia el lado donde se había ido el hijo, y ver si volvía, y cuando lo ve, el Padre a pesar de ser mayor se pone a correr y lo abraza y lo besa, en una versión muy hermosa dice «y le dio mil besos» (Lc 15, 20), porque es Padre. Y hace preparar la gran fiesta, asado con cuero, mata «el ternero cebado…» (yo siempre me imaginaba que «cebado» se refería al mate… «ternero cebado» no sabía como podía ser eso cuando era chico (risas); ¡dificultades teológicas que uno ha tenido! (risas). El padre, le coloca una túnica nueva, antes lo hace bañar porque estaba… ¡había estado cuidando chanchos! (risas).
6. La providencia de Dios
Acá me quiero detener un poquito: Dios es providente, es decir prevé todo y además provee a todo. ¡Es providente! Lo dice hermosamente San Pablo en la Carta a los Romanos: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según su designio son llamados»(8, 28). Todo lo que sucede, sucede para el bien de los que aman a Dios, ¡todo! Todo es todas las cosas, «omnia»; como dice San Agustín, «etiam peccata!», «también nuestros pecados», los pecados que hemos cometido, de los cuales estamos arrepentidos. Ha permitido eso para que seamos más humildes, para que nos demos cuenta que necesitamos de Él, para que frecuentemos los sacramentos, para que recemos más, para que nos cuidemos más, para que no seamos orgullosos viendo tantas cosas en las que hemos caído.
Y fíjense, aprovecho… porque hoy día la estupidez contemporánea es una cosa planetaria, ¡no? Incluso tenemos gente que tiene buena pluma como Borges, como el Sábato de su juventud, que creen decir cosas muy originales y repiten viejos errores, por otra parte tontísimos. Vayan como ejemplo: «Existe el mal en el mundo. Mueren los niños, hay guerras… Si existe el mal en el mundo no puede haber un ser supremo que sea infinitamente bueno porque si fuese infinitamente bueno no habría ningún mal en el mundo», dicen ellos. Y la gente, que no piensa tampoco mucho, le queda eso: «¡Claro!, ¿cómo? ¿si existe Dios porque existe el mal? Yo no juzgo las intenciones de ellos, porque – no sé– pienso que son «esteticistas», pero no son cabezas metafísicas, no son cabezas que piensan. Pero nosotros tenemos que pensar. Cuando se piensa así, cuando se razona así, en el fondo lo que están proponiendo es un Dios malo, y en el fondo lo que pasa es que son pobres tipos que creen de que Dios es como ellos. Porque nosotros –por ejemplo– cuando ocurre algo malo, no podemos y no tenemos sabiduría y poder para sacar bien del mal. Además, nosotros podemos tener previsión de las cosas particulares, no somos provisores universales, que ven todas las cosas, y ellos sin darse cuenta, piensan que Dios es un provisor particular. Pero Dios es un provisor universal. Fíjense, esto es una cosa tan obvia que Santo Tomás se la plantea con toda claridad en su Suma Teológica.(2)La dificultad dice así: «El provisor sabio aleja, en cuanto puede, de las cosas encomendadas a su cuidado el defecto y el mal –por ejemplo un profesor en la clase busca de que los alumnos aprendan y busca de apartar el mal de la ignorancia, de la falta de disciplina o falta de trabajo del alumno, es su obligación–. Sin embargo, vemos que en las cosas hay mucho mal. Luego o lo hay es porque Dios no puede impedirlo, y en este caso no es omnipotente, o porque no tiene cuidado de todas las cosas, y en este caso no es providente».
Esa es la dificultad. Una de dos, si hay mucho mal en el mundo y Dios no lo impide es o porque Dios no es omnipotente o porque Dios no es providente. Santo Tomás da la solución distinguiendo:
«Hay que distinguir entre el que tiene a su cuidado algo particular y el provisor universal (Dios). El provisor de lo particular evita, en cuanto puede, los defectos en las cosas puestas a su cuidado, y, en cambio (por el contrario) el provisor universal (Dios) permite que en algunos particulares haya ciertas deficiencias, para que no se impida el bien de la colectividad (el bien del conjunto, Y si él impidiese esos males, habría muchos más males).
Y si bien los defectos y corrupciones de los seres naturales son opuestos a tal naturaleza particular, entran, sin embargo en el plan de la naturaleza universal, por cuanto la privación en uno cede en bien de otro, e incluso de todo el universo, ya que la generación o producción de un ser supone la destrucción o corrupción de otro, cosas ambas necesarias para la conservación de las especies. Pues como quiera que Dios es provisor universal de todas las cosas, incumbe a su providencia permitir que haya ciertos defectos en algunos seres particulares para que no sufra detrimento el bien perfecto del universo, ya que, si se impidiesen todos los males, se echarían de menos muchos bienes en el mundo»
Pone a continuación dos ejemplos: «no vivirían el león si no pereciesen otros animales, ni existiría la paciencia de los mártires si no moviesen persecuciones los tiranos». Y estos que se creen los grandes libertarios y los que queman incienso ante la diosa libertad, al proponer que Dios impidiese todos los males están proponiendo de que Dios nos quitase la libertad, porque ¿cómo hacemos mal nosotros? Usando mal de nuestra libertad. Entonces para que no hiciesen mal los hombres tendría que quitarnos la libertad ¿qué seríamos? Seríamos objetos, cosas, robots, máquinas. Por quitar algunos males de los que usan mal de su libertad se impediría grandes bienes, entre ellos, nada menos que la capacidad de amor que depende del acto libre nuestro. Por eso dice San Agustín: «El Dios omnipotente no habría permitido que hubiese mal en sus obras si no fuese tan omnipotente y bueno que consiga hacer bien del propio mal»(3). En los dos argumentos que acabamos de refutar parece que se fundaban los que excluyeron de la providencia divina los seres corruptibles, en los que se encuentra la causalidad y el mal».
Dios es providente, porque es sabio y porque es poderoso, como aparece revelado por ejemplo en el libro del Génesis, cuando José el hebreo, aquel joven que por envidia había sido vendido por sus hermanos, los tranquilizó diciéndoles: «Ahora no os aflijáis, no os pese el haberme vendido acá, que para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros. (…) Así, pues, ya no sois vosotros los que me habéis enviado acá, sino Dios…» (45, 5.8). Permitió que los hermanos lo dejasen en el pozo, para que lo llevasen a Egipto, y después pudiese ayudar a su pueblo. ¡Es Dios!
De paso, la otra cosa –fíjense– también tonta y estúpida: «Si Dios es bueno ¿por qué existe el infierno?» –Porque si no existiese el infierno, Dios no sería bueno, sería malo. Porque si todo el mundo se salva, no tengo que hacer nada para salvarme, ¡todos se salvan: me siento, tranquilo, «vida y dulzura»… Hago, lo que hago y me salvo. Es una cosa altamente estúpida. Lo voy a decir con palabras más crudas, en clave: Si un papa al hijo en la casa lo deja hacer lo que quiere… «Nene, mirá, podés meter los dos deditos en estos dos agujeritos… ¡sí… te va a agarrar así…! (risas). No importa, vos hacé lo que quieras, acá tenés cianuro, tenés ácido muriático. Yo no te impido nada, mirá, hacé todo lo que quieras, hacé…». ¿Ése es un padre bueno? ¡No! Es un hombre de malas entrañas, un mal nacido. Dios no es así. Y eso lo dice un doctor de la Iglesia, que es San Alfonso María de Ligorio: «Si Dios salvase a todos los hombres Dios sería ocasión de pecado aún para los buenos»(4). ¿Por qué? Porque estaría empujando a los buenos para que fueran malos, si total todos se salvan, si da lo mismo. Dios es infinitamente bueno, y porque es infinitamente bueno y porque ama, nos ha revelado que sí, que nos podemos condenar por culpa propia, si usamos mal de nuestra libertad, si no hacemos rendir los talentos que Él nos ha dado, si no nos ponemos las «pilas» para realmente sujetarnos a su plan de salvación. Si todos se salvasen Dios sería ocasión de pecado aún para los buenos. Y cuando, nosotros, los sacerdotes, no predicamos la realidad del Infierno somos ocasión de pecado para nuestro pueblo. No somos padres, somos mal nacidos. Porque nos olvidamos de los más importante que tiene que hacer sobre la tierra, que es trabajar por su salvación eterna y la salvación eterna de los hermanos.
7. La revelación del Padre
La bondad de nuestro padre en la tierra, si realmente es bueno, muchas veces nos la suele revelar y descubrir nuestra madre, que muchas veces hace maravillas para tener la imagen del padre allá arriba, o a veces el hermano mayor, que cuando uno se queja y dice algo: «Pero fíjate cómo trabaja por nosotros…, ta…, ta…, ta, etc. Al Padre del cielo lo revela Jesucristo: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6); «el que me ve, ve al Padre» (Jn 14, 9). El gran revelador del Padre es Jesucristo, y lo sigue revelando a través de los siglos a las nuevas generaciones porque Jesucristo es el «camino». Jesucristo es nuestro hermano mayor, y María nuestra madre. Ellos son los grandes reveladores del Padre.
Voy a contar una cosa, ya que estamos en clima de familia. Me ocurrió cuando tenía menos cuatro años, lo sé bien porque vivíamos en la casa de mi tía Amalia y a los cuatro años, cuando murió mi abuelo, nos mudamos a la casa de nuestro abuelo, y era día de verano y hacía mucho calor. En esa casa había piso de mosaico, no calcáreo sino granítico, de varios colores muy lindos. Siendo niño, buscando fresco, me tiré de espaldas contra el piso y en un momento, en un instante, al mirar el cielo tuve una sensación de una presencia superior, y una alegría en el alma, inconfundible, una cosa hermosísima. Es Dios. Eso es algo que me sirvió para toda la vida, y a muchos de ustedes les tiene que haber pasado cosas similares, parecidas. Por eso es que tenemos que recordar siempre esas cosas providentes de nuestro Padre celestial que, aún cuando no teníamos uso de razón, ya nos estaba tocando con su gracia. Siempre recuerdo ese fresco en la espalda y lamento el no haber sido más fiel a ese fresco.
Y si me permiten –ya que estamos en este clima– la principal característica nuestra de acá, es una aguda conciencia, clara, en la mayoría, de la paternidad de nuestro Padre Celestial. Y no porque seamos virtuosos, es la realidad. ¿Cómo no confiar en la Providencia cuando aquí comen 130 seminaristas por día? ¡Y cómo comen los seminaristas…! ¡Cómo lima nueva! (risas). Y eso que acá la comida no es de lo mejor –¡por eso cuando van a la casa de los padres vacían la heladera!–. A veces, hemos tenido «economía de guerra», como le llamamos: sopa al mediodía y a la noche, sopa, sopa pero… ¡uno se alimenta con la sopa, no nos falta el alimento! Y nunca nos ha hecho faltar las cosas importantes, y no solamente eso sino que nos permite hacer cosas que las hacemos confiando en su Providencia, que ha de proveer; como dijo Abraham en el monte Moriah: «Dios proveerá» . Nos pasó una vez esto. Estaba el P. Mariano de San Felix un sábado a la mañana y se encuentra que se había acabado la leche: «¡Cómo! ¡No hay leche! No puede ser… nosotros confiamos en la Providencia, hay que hacer deudas si es necesario, tendrían que haber comprado leche…» Viene el P. Lochedino y me dice que hay alguien afuera que me busca. Le digo: –«Mirá, atendelo vos». Al ratito viene con un paquete de este tamaño… ¡leche en polvo, leche en polvo! El corredor de La Serenísima que andaba por aquí, se enteró que por aquí había un seminario y se dijo: «les voy a dejar esto». Y ese día Mariano de San Felix tomó leche. (aplausos).
8. Crisis de paternidad
Hoy, lamentablemente, en el mundo hay crisis de fraternidad, miren la masacre de Kosovo, es una cosa realmente irracional. Los hombres no se tratan como hermanos, «el hombre es lobo para el hombre». Hay una suerte de antropofagia cultural donde se ve como el hombre se está oponiendo al hombre, como está destruyendo al hombre. En este siglo que termina ha habido dos guerras mundiales; esta acción ahora en el corazón de Europa puede ser el inicio de la tercera guerra europea, según acaba de decirlo el presidente de Rusia. Hemos tenido los gulags, en Rusia, China, en Alemania, armas atómicas de destrucción masiva que se han usado, armas químicas. La plaga del aborto que produce por año más que todas las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
Según las estadísticas que da el Documento del Consejo Pontificio para la familia(5) en contra del mito de la explosión demográfica, hay 51 países en el mundo con índice de fertilidad negativa y hay 15 de esos que registran cada año más muertes que nacimientos con lo cual se va a producir en corto plazo, un problema enorme porque va a disminuir la población activa y no se va a poder sostener a la clase pasiva.
Las crisis de fraternidad son efectos de las crisis de paternidad, porque sólo cuando el hombre reconoce que tiene un padre acepta que el otro es hermano. Y se ve la crisis de paternidad, que aqueja al hombre contemporáneo que no vive según la filiación, que no vive según el ser hijo de Dios, de una manera muy clarísima –para mí es un ejemplo rotundo–, en que el hombre contemporáneo no participa de la Santa Misa dominical. Las estadísticas son pobrísimas: acá en la Argentina apenas si un 3% de los que se dicen católicos, va a Misa dominical… ¡Porque se ha perdido el sentido de la paternidad de Dios! Hoy día ¡con qué facilidad se los deja a los padres en un Geriátrico! Hay casos donde es necesario, pero hay muchos casos que no son necesarios, es simplemente sacarse un peso de encima.
Y muchas veces no hay duelo cuando mueren: ¡crisis de paternidad!
Con la misma facilidad que los hombres dejamos a Dios Padre para entretenernos con chucherías.
9. Paternidad espiritual
Por eso hay muchos padres biológicos, pero muy pocos padres en el pleno sentido de la palabra. Hay una gran crisis de padres biológicos, pero también y más hay una gran crisis de padres espirituales, es decir de aquellos que engendran de verdad hijos.
Dice San Juan de Ávila muy hermosamente: «Dulce cosa es el engendrar hijos, “dulce bellum inexpertis”. El engendrar no más, confieso que no tiene mucho trabajo, aunque no carece de él; porque si bien ha de ir ese negocio, los hijos que hemos por la palabra de engendrar, no tanto han de ser hijos de voz cuanto hijos de lágrimas (…). A llorar aprienda quien tiene oficio de padre».
Después describe lo que es ese oficio de padre, es el criar a los hijos, el educarlos: «Y si esta agonía se pasa en engendrar, ¿qué piensa, padre, que se pasa en los criar?…»
–Silencio: «¿Quién contará el callar que es menester para los niños, que de cada cosita se quejan,…»
– No debe hacer acepción de personas: «…el mirar no nazca envidia por ver ser otro más amado, o que parece serlo, que ellos?»
– El padre espiritual alimenta el alma de su hijo: «¿El cuidado de darles de comer, aunque sea quitándose el padre el bocado de la boca,…»
– Se olvida de sí: «…y aun dejar de estar entre los coro angélicos por descender a dar sopitas al niño?»
– Debe tener dominio de sí: «Es menester estar siempre templado, porque no halle el niño alguna respuesta menos amorosa».
– Debe tragarse las lágrimas: «Y está algunas veces el corazón del padre atormentado con mil cuidados, y tendría por gran descanso soltar las riendas de su tristeza y hartarse de llorar, y si viene el hijito, ha de jugar con él y reír, como si ninguna otra cosa tuviera que hacer».
– Debe estar atento a los peligros que pasa el hijo: «Pues las tentaciones, sequedades, peligros, engaños, escrúpulos con otros mil cuentos de siniestros que toman, ¿quién los contará?
– Debe vigilar: «¡Que vigilancia para estorbar no venga a ellos!»
– Debe ser sabio: «¡Que sabiduría para saberlos sacar después de entrados!»
– Debe ser paciente: «¡Paciencia para no cansarse de una y otra y mil veces oírlos preguntar lo que ya les ha respondido, y tornarles a decir lo que ya se les dijo!»
– Debe estar en oración: «¡Que oración tan continua y valerosa es menester para con Dios, rogando por ellos porque no se mueran!»
– Debe sufrir dolor: «Porque si se mueren, créame, padre, que no hay dolor que a este se iguale: ni creo que dejó Dios otro género de martirio tan lastimoso en este mundo como el tormento de la muerte del hijo en el corazón del que es verdadero padre. Por tanto, a quién quisiere ser padre, conviénele un corazón tierno, y muy de carne, para haber compasión de los hijos, lo cual es muy gran martirio; y otro de hierro para sufrir los golpes que la muerte de ellos da, por que no derriben al padre o lo hagan del todo dejar su oficio, o desmayar o pasar algunos días en que no entienda sino en llorar» Y por eso, lamentablemente, hoy en día hay tan pocos padres espirituales
Dolores de parto físico son necesarios para traer un hijo al mundo, dolores espirituales como de parto son necesarios para engendrar al hijo a fin de que llegue a ser un buen hombre, una buena mujer.
Hay pocos padres por que no se quiere sufrir y entonces no transmitimos vida. «Si el grano de trigo no muere…» (Jn 12, 24)
Buscamos encapsularnos cuando no somos comprendidos…
cuando nos sentimos traicionados…
cuando no somos correspondidos…
cuando nos sentimos atacados…
cuando parece que nos olvidan…
cuando los demás son ingratos, no agradecen…
ese es el momento exacto en que debemos corresponder con más amor: «donde no hay amor, ponga amor y sacará amor».(6)
Como rezaba San Francisco de Asís, en la Oración simple:
«Señor, haz de mí un instrumento de tu paz: …
que no me empeñe tanto:
en ser consolado, como en consolar,
en ser comprendido, como en comprender,
en ser amado, como en amar;
Porque:
dando se recibe,
olvidando se encuentra,
perdonando se es perdonado,
muriendo se resucita a la vida».
10. ¿Dónde se aprende mejor a conocer al Padre?
Donde mejor se aprende a conocer al Padre es en la Misa.
Es el Padre quien nos prepara la mesa: la mesa del «Pater familias».
Es el Padre que nos convoca y nos reúne como hermanos. Por eso nos damos la paz con los que están más cerca, pero eso es darse la paz con todos los seres del mundo porque nos reconocemos como hermanos.
Es el Padre que nos ilumina con su Palabra.
Es el Padre que «tanto amó al mundo –es decir a nosotros–, que nos dio a su Hijo único…» (cf. Jn 3, 16) para que muriera en la cruz para salvarnos.
Es el Padre que quiere que se perpetúe en la Misa el sacrificio visible de su Hijo, porque nuestra naturaleza humana lo reclama(7).
Es el Padre a quien se ofrece la Misa:
Es el Padre a quien se le presenta, a través del Hijo, toda la creación, porque la Misa «es también un sacrificio de alabanza y de acción de gracias por la obra de la creación… por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello, de justo en la creación y en la humanidad»(8).
Es el Padre a quien la Iglesia, en la Misa, «expresa su reconocimiento … por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, mediante la redención y la santificación».
Es el Padre de quien la Iglesia canta su gloria en nombre de toda la creación.
Es el Padre quien nos da a comer el maná del cielo: «
Es el Padre que acepta el sacrificio y al aceptarlo, lleva al sacrificio a su consumación, a su perfección.
Por eso en la Misa le decimos:
– Cuando comenzamos: «En el nombre del Padre…»; cuando terminamos, al final el sacerdote dice: «descienda sobre vosotros la bendición de Dios todopoderoso, Padre…»;
– cuando rezamos el Gloria: «Gloria a Dios en el Cielo… Señor Dios Rey celestial, Dios Padre todopoderoso…»
– cuando rezamos en el Credo: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra»;
– en el Orate Frates: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso…»;
– en el Canon Romano se dirige al Padre; si prestan atención el sacerdote habla con el Padre: «Padre misericordioso, te pedimos humildemente…»; «acepta, Señor (Padre), en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos…»; «bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda…»;
– en la Consagración, el momento más solemne, «El cual … (Cristo) elevando los ojos al cielo hacia Ti, Dios Padre suyo todopoderoso…»; «por eso, Padre, nosotros tus siervos…»; «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad…»; «mira con ojos de bondad esta ofrenda y te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia…»
– En la Doxología, donde se ofrece la víctima una vez más: «A ti Dios Padre omnipotente, … todo honor y toda gloria»;
– Y preparándonos para la Comunión: «Padre Nuestro, que estás en el cielo…».
11. Dos aplicaciones concretas
Ya tengo que terminar, pero antes quiero hacer dos aplicaciones concretas:
- Los jóvenes –¡las jóvenes!– deben buscar sus futuros esposos. ¿Cómo lo tienen que buscar? Lo que tienen que pensar es que sean buenos padres para sus futuros hijos. Si los eligen así no se van equivocar; si lo eligen por la pequita que tiene acá en la carita, esa pequita probablemente en poco tiempo la van a odiar; en cambio si eligen pensando: «a ver, este muchacha, este muchacho: ¿es bueno?, sí; ¿es capaz de amar?, sí; ¿es servicial?, sí; ¿va a amar a mis hijos?, sí». ¿Ven? ¡Dale! ¡adelante!, ¡fenómeno!, ¡Dios los va a bendecir!, ¡fenómeno! Así es como tienen que elegir; tienen que pensar si van a ser buenos padres para sus hijos.
- Los otros que se consagran a Dios nunca deben olvidarse que deben ser reflejos de la bondad del Padre Celestial. Y si no están dispuestos a tener «entrañas de padre», dedíquense a otra cosa, están en un lugar equivocado, porque como decía el Padre Castellani –citando al autor de la «Obra imperfecta»–, «faltan 200 sacerdotes, pero sobran 500».
Además, dándose cuenta de lo que es el Padre Celestial, si quieren seguir ese camino, tienen que darse cuenta que la virginidad es lo contrario a la esterilidad, la virginidad es fecundidad insospechada…, sobrenatural…, multiplicadora; pero para eso hay que decidirse a morir «como el grano de trigo».
En última instancia todos debemos trabajar para formar hombres y mujeres que sean «verdaderos adoradores del Padre», como dijo Jesús a la Samaritana: «Es ésta la hora cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es Espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23-24).
Vamos a terminar cantando el «Sanctus» de Schubert, pensando en aquello de Tertuliano: «¡Tan Pater nemo!», «¡Nadie tan Padre como Dios!».
«Santo, Santo, Santo, Santo es el Señor.
Santo, Santo, Santo, Santo es sólo Dios.
Dios del universo, Padre y creador,
Cielo y tierra cantan juntos en tu honor.
Gloria a nuestro Padre, gloria a nuestro Dios.
Santo, Santo Santo, Santo es el Señor».
Notas
(1) Suma Teológica, I, 23, 7.
(2) 1, 22, 2, ad 2.
(3) In Enchirid., C. 11: ML 40, 236.
(4) Obras ascéticas, Sermón 34: De la impenitencia, t. II, B.A.C., 1954, p. 749.
(5) L’Osservatore Romano, 27 de marzo de 1998, nº 13, p. 10.
(6) San Juan de la Cruz, carta 22.
(7) Dz. 938.
(8) Catecismo de la Iglesia Católica, 1359