«Que todos sean uno» (Jn 17, 21).
Estamos reunidos para rezar a Dios nuestro Señor, teniendo como base el Bautismo común, la fe en la Santísima Trinidad y en Nuestro Señor Jesucristo. Justamente es la fe en la promesa-profecía del Señor: habrá un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10, 16) lo que alimenta nuestra tarea ecuménica, al igual que la oración del Señor: que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti (Jn 17, 21).
Al pecado de la división debemos sentirlo en profundidad, debemos sentir ese desgarramiento. Es realmente algo espantoso, a la conciencia de un cristiano, el que todavía tengamos tantas divisiones. Por eso hay que hacer todo lo posible para perdonarnos, entendernos, respetarnos, en una palabra, para amarnos. Creo que eso está en el camino, en el plan que Dios quiere para nosotros.
Por esto está claro lo que nosotros debemos hacer, con la gracia de Dios:
En primer lugar, la necesidad de la renovación institucional. De las divisiones tenemos la culpa todos. Y en estos mismos momentos también tenemos la culpa nosotros por no hacer la renovación institucional que Cristo quiere. Dice el Concilio Vaticano II en el Decreto «Unitatis redintegratio»: «Cristo llama a la Iglesia peregrina en el camino, a esta perenne reforma, de la que la Iglesia misma, como institución humana y terrena, tiene siempre necesidad… Esta reforma tiene, pues, una enorme importancia ecuménica».[1] Y esto lo podemos ver en orden a las faltas que hay respecto a la unidad, incluso «ad-intra», hacia adentro de nuestras Iglesias. A la falta de santidad, que ciertamente es la nota de la verdadera Iglesia. Por eso que en ese sentido todo pecado, pero particularmente el pecado de escándalo, el pecado que cometemos nosotros los pastores, destruye la labor ecuménica. Las faltas de catolicidad, es decir, de no tener ese espíritu de Cristo universal. El nos mandó a todo el mundo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura (Mc 16, 15).
Es por eso que hay que revisar lo que se debe hacer en orden a una renovación y revitalización institucional. Dando ejemplo de pobreza, atendiendo obras de caridad, de beneficencia, de servicialidad. En orden a la renovación y revitalización litúrgica, sabiendo presentar toda la riqueza litúrgica de la Iglesia de Cristo, que se expresa en tantas lenguas y ritos. También la revitalización doctrinal, no repitiendo como muletillas cosas que no tienen el sentido que Nuestro Señor le quería dar.
En segundo lugar, este acto de ecumenismo nos debe llevar a una exigencia de renovación personal. Decía el Papa: «La unidad sólo puede ser fruto de una conversión a Cristo, el cual es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Tal conversión debe ser profunda y abarcar al conjunto de los miembros en los múltiples aspectos de su vida, de modo que la unidad se realice verdaderamente».[2] Y podemos decir con el Concilio Vaticano II que «no existe verdadero ecumenismo si no hay conversión interior».[3] Porque en el fondo el problema de nuestras divisiones, problema serio, se debe a la falta de conversión interior al único Señor, al único Maestro, a Jesucristo, nuestro Señor.
Por último, para nosotros tiene principalidad en la tarea ecuménica, lo que se ha dado en llamar el «ecumenismo espiritual», o sea, la primacía de la oración, que es lo que tratamos de hacer modestamente hoy. Porque el trabajo ecuménico es ciertamente obra del Espíritu Santo. Y debemos pedir una y muchas veces, no solamente en la Semana de Oración por la unidad de los cristianos, sino durante todo el año, la gracia de la unidad, sabiendo que volver a la unidad perdida supera las fuerzas humanas.
Esa unidad se dará un día porque es objeto de una promesa-profecía del Señor y porque ha sido objeto de su oración, y nada menos que de su oración sacerdotal antes de subir a la cumbre del Calvario para derramar su sangre por nuestra salvación.
Por eso debemos comprometernos a esta conversión del corazón, a esta santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos. Y esto, dice el Concilio Vaticano II: «ha de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y con razón puede llamarse ecumenismo espiritual».[4]
Que el Señor, que sabe sacar de los males grandes bienes… Que el Señor, que es capaz de hacer que las piedras se conviertan en hijos de Abraham. –Os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham… (Mt 3, 9). Que el Señor que sigue teniendo todo el poder que tiene como Dios, como Redentor, como Salvador, nos conceda esta gracia.
[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el Ecumenismo «Unitatis Redintegratio», 6.
[2] Juan Pablo II, «Sínodo particular de los obispos de Holanda», L’Osservatore Romano 12 (1980) 65.
[3] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el Ecumenismo «Unitatis Redintegratio», 7.
[4] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el Ecumenismo «Unitatis Redintegratio», 8.