matrimonio

El matrimonio: sacramento grande

 Homilía del p. Carlos Miguel Buela predicado en la Misa de Clausura

de la 3º Jornada de las Familias de los Religiosos del Verbo Encarnado,

realizada en San Rafael, Mendoza, el 26 de septiembre.

Queridos hermanos y hermanas:

Esta Jornada de la Familia es una ocasión propicia para reflexionar justamente, sobre la grandeza y la dignidad de la misma. Grandeza y dignidad que le viene por ser obra de Dios Creador, que todo lo que hace es bueno (cf. Gn 1, 31); y más aún, grandeza que le viene por el hecho de que Nuestro Señor Jesucristo elevó ese contrato natural, creado por el mismo Dios, a la dignidad de sacramento.

I. El mundo de la creación visible

Para llegar a entender un poco las profundidades de estas cosas, que siempre exceden la capacidad de nuestro entendimiento, es bueno considerar la belleza del mundo creado en el que vivimos.

La belleza de las montañas que aquí, en el Seminario, cuando el día está claro se las ven majestuosas y coronadas de nieve; la belleza de la fuerza de los ríos que llevan el agua tan necesaria en esta zona para el riego artificial, a fin de que puedan haber sembrados y puedan haber árboles y frutales. Realmente el mundo de la creación es un mundo hermosísimo, hermosísimo en todas las manifestaciones.

Ahora está lloviendo. ¡Qué hermoso es escuchar la música de la lluvia! Un ruido constante, medio monótono (cuando está lloviendo uno dice: «qué siesta voy a hacer hoy» porque se duerme más fácil). Es, sobre todo, esta lluvia mansa que va penetrando poco a poco en la tierra y la va fecundando, cuyas gotas son como las lágrimas del cielo sobre la tierra, la que, al decir de un poeta, hace de alguna manera que el mundo sea doble, ya que el mundo comienza a reflejarse en los charcos, vemos los árboles más verdes… Cuando pase la lluvia veremos la atmósfera mucho más limpia y el cielo, por decirlo así, más estrellado porque, de alguna manera, vemos más estrellas.

Realmente el mundo creado es una maravilla por donde se lo mire: por ejemplo el cielo estrellado. Los astros que giran en órbitas desde hace siglos y siglos, y con una regularidad matemática, con una precisión cronométrica van recorriendo la esfera celeste. ¡Cómo no pensar en el Creador de todo eso! ¡Cómo esas cosas visibles, esas cosas sensibles nos llevan al pensamiento de las cosas invisibles! Y absolutamente toda la creación es así.

Si vemos la hermosura de los pájaros, cada uno con colores distintos, con vuelos distintos, con cantos distintos; hacen los nidos de distinta manera, vuelan también de distinta forma. Aquí, por ejemplo en la zona nuestra, se suelen ver muchas veces los pájaros carpinteros de distintas especies, se los conoce por el sonido particular que emiten y por el picoteo en los árboles…

¡Y los peces! ¡La variedad de peces que hay que todavía no se han llegado a descubrir! ¡Todas las variedades de especies que hay con sus colores, con sus formas distintas! Unos que viven prácticamente en la superficie del agua, otros más abajo, otros más en el fondo todavía. Pensar por ejemplo que hay más de 300 especies de tiburones; y a la especie de tiburón pertenecen las rayas, el pez espada… Y si vamos a los moluscos, en especial a los mariscos… Realmente todo es una cosa hermosísima… Las flores con sus perfumes, con sus colores, con sus formas… Realmente la creación es una obra maestra.

Si pensamos en los hombres y mujeres, si pensamos en los niños y las niñas. Cuanto más ese mundo ya no es solamente visible, sino ya en el mundo humano, mundo del hombre y de la mujer ya hay un elemento espiritual, invisible, superior. Es el alma, por tanto, con la que el hombre y la mujer conoce, conoce las cosas, se conoce a si mismo. Es el alma, con la cual el hombre y la mujer libremente es capaz de amar, es capaz de darse a sí mismo, es capaz de buscar eficazmente el bien del prójimo.

II. El mundo invisible

Y si vamos a ese otro mundo ya puramente espiritual, el mundo de Dios, ¡cuánto más hermoso es Dios que sus criaturas! ¡Es infinitamente hermoso! De tal manera que al decir de San Juan de la Cruz «toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad»  al lado de la hermosura de Dios, porque toda esa belleza está a una distancia infinita de la infinita belleza de Dios.

Ese Dios que es Padre, ese Dios que es Hijo, ese Dios que es Espíritu Santo, el Maestro Interior de nuestras almas. Además, tenemos que considerar esas otras criaturas también, que están a distancia infinita de Dios, pero son creaturas de Dios: los santos ángeles, espíritus purísimos, y lo que Dios nos quiere comunicar de ese «Su mundo»: la fe, la esperanza, la caridad, los dones del Espíritu Santo…

Si este mundo que vemos con nuestros ojos es una cosa hermosa, el mundo invisible, Dios y las cosas de Dios, son infinitamente más hermosas que las cosas más hermosas de este mundo. Pues bien, Dios no se contentó con crear este mundo visible. Ni se contentó con estar Él en el mundo invisible, sino que en su sabiduría y en su poder hizo otro mundo, también formidable, fantástico, hermosísimo. Un mundo que participa en algo de este mundo visible y sensible pero que al mismo tiempo participa también del otro mundo, del mundo invisible: es el mundo de los sacramentos.

III. El orden sacramental

Dios, porque es Dios y porque así lo quiso, a determinados signos sensibles, visibles y con la palabra audible del ministro, quiso darles eficacia de tal manera que esos signos visibles son signos eficaces.

¿Qué quiere decir eficaces? Quiere decir que realizan lo que significan.  Por eso los sacramentos son signos visibles y eficaces de la gracia invisible.

Pongamos algunos ejemplos. Tenemos un signo: el agua. ¿Para qué sirve? Para limpiar, para dar vida… Ese signo sensible, unido a las palabras «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» producen en aquel que es tocado por esa agua lo que significa.  En primer lugar, queda limpio del pecado original, y si es bautizado de adulto queda limpio del pecado original y de todos los pecados que haya cometido en su vida.  Porque esa agua que limpia, limpia eficazmente ¿Qué es lo que limpia? El alma.

Tenemos la confesión. El signo sensible: los actos del penitente y las palabras «Yo te absuelvo», que dice el sacerdote.  Ese signo sensible es eficaz, realiza lo que significa: absuelve, es decir disuelve los pecados que pueda haber en el alma, los suelta del alma, deja al alma más blanca que la nieve porque Dios dio ese poder a ese signo junto con esas palabras . Por más que uno pueda estar maloliente de pecado, si se acerca humildemente a confesarse queda perdonado de sus pecados. Está la palabra de Nuestro Señor de por medio: «A quienes le perdonen los pecados le serán perdonados, a quienes le retengan los pecados le serán retenidos»(Jn 20,22-23).

Tenemos la Eucaristía. El signo sensible: «pan». El pan, ¿qué significa? Comida. El otro signo sensible: «vino». El vino, ¿qué significa? Bebida. Pan y vino bajo las palabras sacerdotales se transforman en el Cuerpo y Sangre del Señor. Esos signos se convierten en eficaces, realizan lo que significa. ¿Significa comida?, va a ser comida espiritual; ¿significa bebida?, va a ser bebida espiritual, es decir, va a ser el sacramento por el cual comemos a Nuestro Señor y recibimos su fuerza. Es propiamente «el pan nuestro de cada día» que implica el otro pan temporal, en cuanto que es necesario para nuestra salvación eterna.

Por un lado –lo vamos a ver dentro de unos instantes– aparecen separados la Sangre en el cáliz, el Cuerpo en la hostia. Sangre por un lado y el Cuerpo por otro, son signo de sacrificio. En la Misa ese signo es eficaz, realiza lo que significa; por tanto, la Misa es la perpetuación del Sacrificio de Cristo en la cruz.

Vayamos al matrimonio. Hay un signo sensible: son las palabras del consentimiento mutuo de los esposos que en cuanto expresan la donación mutua, recíproca de los derechos conyugales, son como la materia del sacramento. La palabras en cuanto están significando la aceptación de los derechos conyugales son la forma del sacramento, de modo tal que los esposos al darse y al aceptarse por estas palabras o por gestos, al decir «Sí quiero», ellos mismos son los ministros de su propio sacramento.  Es el ejercicio más elevado del sacerdocio bautismal que los capacita a los esposos y solamente a los esposos a ser los ministros de su propio sacramento. El sacerdote no es el ministro del sacramento del matrimonio. El sacerdote no produce el matrimonio. El matrimonio está producido por el mutuo consentimiento de ambos cónyuges.

Ese consentimiento que se dan, esas palabras de donación y de aceptación mutua de los derechos conyugales implican que de manera eficaz Dios los ha de ayudar en su vida común, los ha de ayudar para que vivan recíprocamente la ayuda mutua que se tienen que dar llevando juntos el yugo, por eso cónyuges: llevan el yugo. «Cónyuge» es una voz latina que significa «que llevan el mismo yugo».

En el sacramento del matrimonio Dios les da la gracia para que las acciones que tienen que hacer sean fecundas según su ordenación y no solamente puedan tener hijos sino para que también los puedan educar.

De tal manera que ese sacramento que mutuamente se dieron el día de las bodas permanece durante todo el tiempo de la vida de ambos al punto que Dios mismo está como obligado a hacer descender sobre esos cónyuges la gracia santificante para que vivan bien el matrimonio y la vida común, y se ayuden mutuamente, y tengan hijos y los eduquen, siempre que ellos no pongan obstáculos.

Signo sensible y eficaz de la gracia invisible, de la gracia santificante en el matrimonio y de la gracia propia particular que el sacramento del matrimonio da a esos cónyuges.

Es realmente una maravilla, es una cosa que no hay palabras humanas para llegar a expresar adecuadamente lo que significa el santo sacramento del matrimonio llamado por San Pablo «sacramento grande» (Ef 5, 31) porque es signo de la unión de Cristo con la Iglesia.

Por eso que hay que hacer estas Jornadas de las Familias para recordar justamente estas cosas que son las cosas fundamentales, que son las cosas que no han de pasar, las cosas que no mueren. Las modas pasan, los hombres públicos mueren, cambian las costumbres pero las palabras de Jesucristo permanecen para siempre: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35)

Y hay que hacer este tipo de Jornadas en estos tiempos donde ciertamente la institución matrimonial está en crisis, está siendo muy atacada, terrible y despiadadamente atacada, por los medios de comunicación social –especialmente por la televisión–, por las revistas, por el mismo Internet, por el cine…

Sin embargo, ¡miren! … Estamos ante algo que lo hizo Dios. No hay nadie que sea más fuerte que Dios. Mientras que el mundo sea mundo van a haber hombres y mujeres que han de donarse y se han de aceptar y que serán felices, y tendrán hijos y los educaran y a través de ellos surgirán familias buenas y se amarán y transmitirán el amor que Cristo nos quiso enseñar.

¡Miren! La cosa es tan así que aún dan, de alguna manera, testimonio de lo que es el amor aquellas mismas personas que fracasan en el amor, incluso aquellas que fracasan estruendosamente… No quise traer acá el texto para no hacer demasiado extensa esta homilía, pero conocerán el caso de la actriz Liz Taylor. No tuvo un marido, ni siquiera como la samaritana tuvo cinco, sino tuvo ocho o nueve y no sé ahora como andará ahora… En todas, pobrecita, expresaba algo: «Este es mi amor para siempre», «No, esta vez sí, esta vez no voy a fallar, tengo un pálpito que solamente la muerte nos puede separar…». Un año, dos años… y llegaba la separación. ¿Cómo puede ser así? Por la naturaleza de las cosas. Nadie ama por dos semanas o por dos años o dice: «Te voy a amar hasta que te pongas canosa, ya después…». No existe algo así y si alguien dice así no hay amor. El amor como es participación del amor de Dios es para siempre. Y eso ocurre en el plano del matrimonio como contrato natural. ¡Cuánto más cuando ese contrato matrimonial es elevado a sacramento! Sale garante de la posibilidad de vivir el matrimonio como Dios quiere la misma Sangre de Cristo. Es la misma Sangre de Cristo la que clama para que el esposo y la esposa reciban todas las gracias necesarias para cumplir con los fines propios del matrimonio y para alcanzar la santidad propia del matrimonio cristiano.

Por eso no debemos asustarnos demasiado, debemos tener cuidado, debemos cuidar sobre todo a nuestros hijos para que no caigan en toda esta coctelera que se ha convertido la cultura occidental con tantos errores, pero con la certeza de que Dios siempre es el último en vencer.

Le pedimos a la Santísima Virgen para todas nuestras familias y para todas las familias del mundo.