Padre Julio

El Padre Julio: un alma grande

Una de las impresiones más vivas que nos quedan del Padre Julio Meinvielle a los que tuvimos la dicha de tratarlo, era su grandeza de alma. Era en verdad un alma grande, lejos de todo espíritu de chinchorrería. Nada de quedarse en pequeñeces, en trivialidades, en cosas accidentales y pueriles; muy por el contrario, se preocupaba por las cosas grandes, las importantes y substanciales. Sus preocupaciones de todo momento eran la Iglesia y la Patria. Era en verdad magnánimo, porque como enseña su maestro Sto. Tomás de Aquino, así le llamaba “al que orienta su ánimo a actos grandes”[2] y al que pretende “realizar grandes obras de virtud”[3].

 Era grande en su fe: Lucha por más de 40 años, sin hesitaciones ni claudicaciones, contra la apostasía cuadrisecular del mundo moderno, denunciando todas sus corrupciones, depravaciones y aberraciones, no tiene explicación sino por su gran fe. Si fue de esos “siete mil cuyas rodillas no se han doblado ante Baal y cuyos labios no lo han besado” (1 Re. 19, 18), es porque “es como si viera al Invisible, perseveró firme en su propósito” (Hbr. 11, 27).

 Era grande en su esperanza: Léanse todas sus obras y se verá la más firme, la más monolítica y la más indestructible certeza en el triunfo de Cristo Nuestro Señor. Si vio como nadie la hondura del “misterio de la iniquidad” (2 Tes. 2, 7) infiltrado en la Iglesia, es porque se lo permitía su invencible e invicta confianza en la palabra del Señor “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18). Tan grande era su esperanza en el triunfo de Cristo, no sólo escatológico sino temporal, a pesar de constatar que “todos los niveles están requetepodridos, en un estado de podredumbre que no puede ser mayor”, sin embargo, sostiene que la realidad de la Cristiandad no está lejos de su tiempo: “Y yo creo que nosotros la veremos. Yo espero ver la restauración de la Cristiandad”[4]. Podemos decir con verdad que “esperó contra toda esperanza” (Rom. 4, 18).

 Era grande en su amor: El ímpetu con que pulverizó cuantas teorías trataban de relegar a Dios del primerísimo lugar que le corresponde en la vida de los individuos y de los pueblos, es índice sobrado del ardor de su amor a Dios. Todo el develar la conjura progresista, sea en su variante burguesa, sea en su variante marxista, que pretende destronar a Cristo Rey de la vida pública de los pueblos, tiene ese sentido; porque no se ama a Dios sobre todas las cosas si no se lo ama en los actos sociales que hacen a la vida de las naciones. Dicho de otra manera, sólo una persona que de verdad ama a Dios con todo su corazón puede ver lo perverso del intento progresista, al no poner en función, ni subordinar la erección de la Ciudad temporal al fin absolutamente último de toda vida, y así dice: “Hemos de amar a Dios como el amado, primera y absolutamente, como a un Todo, en cuya comparación las creaturas sean nada, como hablan los místicos y hablan los teólogos”[5]. Denuncia el progresismo, no sólo porque está contra la Cristiandad, sino porque está contra el Cristianismo en la vida[6].

 ¡Qué decir de su amor a Jesucristo! Basta con recorrer sus libros con citas bíblicas para más encarecer la excelencia de Cristo Jesús, que es para él, principio, fin y, también, centro de toda la historia humana, Salvador de todos los hombres, Rey de Reyes y Señor de los Señores, irradiación de la gloria del Padre e impronta de su substancia. ¡Cuántas veces repite en sus libros, maravillosamente engarzada, la octava cuestión de la tercera parte de la Suma sobre la principalía de Cristo!

 ¡Qué decir de su amor a la Ssma. Virgen María! En todo recurría a Ella, era su “esperanza”. Así, refiriéndose a nuestra Patria, dice: “En medio de esta noche oscura en que hemos entrado, sólo brilla un rayo de esperanza: la consagración del país a la Santísima Virgen”[7]. Ese amor no era algo meramente cerebral, sino que era muy sentido y muy vivido. Alguno se asombrará de la anécdota que voy a contar, ya que muchas veces se lo imagina al Padre Julio – con lo luchador que fue y con los quilates de su obra intelectual- como alguien frío, calculador y distante. No era así. Era un hombre cálido que se enternecía hasta las lágrimas cuando se enteraba, por ej., de que cierto Obispo del interior rezaba durante horas delante del Sagrario buscando solución para urgentes problemas, o cuando algún seminarista sufría despiadada persecución por razón de su fe, o cuando se hablaba de la situación de la Iglesia. Pues bien -y reconozco que yo fui el primer asombrado- semejante hombre tomaba rápidamente el manto de la Virgen de los Dolores, besándolo, al igual que al Señor Crucificado, que están en el corredor de la Santa Casa de Ejercicios que lleva a la Capilla. Y lo mismo hacía con el Señor de la Paciencia. Recuerdo que comentó: “la paciencia es una gran virtud y difícil de practicar”. No creía en un cristianismo desencarnado, ni de la vida pública social de las naciones ni de la sencilla piedad porque son, en el fondo, dos modos de inconoclastía y de aversión por lo humano.

 Era grande en su amor a la Iglesia: Espiguemos rápidamente: estricta ortodoxia doctrinal, total fidelidad al Magisterio Supremo, ni servil ni rebelde, sino sumiso a la Jerarquía, reverencial devoción a los Santos de todos los tiempos, militancia dentro de la más pura cepa tradicional, celo apostólico como en pocos, develación de los errores que atentan a la fe católica, defensa de su rico patrimonio doctrinal y moral dos veces milenario, apoyo a la vocación sacerdotal, etc. Para él la Iglesia no era un hotel, ni un cuartel, ni un burdel. No era hotel como creen los que pretenden que no hay nada fijo, ni duradero, ni firme; tampoco un cuartel donde absolutamente todo debe estar regimentado, sin gran posibilidad para los carismas, como creen los que pretenden algunas férreas, dictatoriales, tiránicas y totalitarias “pastorales de conjunto” que impiden todo legítimo matiz; ni mucho menos un burdel, como lo pretenden los abanderados del pluralismo dogmático, prontos a prostituirse al sincretismo y al irenismo. La Iglesia, para él, era una “Familia” (Ef. 2, 19). Preguntado en su oportunidad cuál era su mayor deseo, contestó: “la extensión de la Iglesia a todos los pueblos”.

 Era grande en su amor al prójimo: Trataba con todos, a todos socorría. Fuesen carentes de bienes materiales o de bienes espirituales. Se puede preguntar a los almaceneros tanto de Nuestra Sra. de la Salud como de la Santa Casa, cuántas veces, a cuenta del Padre, dieron comida a los pobres. Algún familiar no le dejaba dinero porque sabía que se lo daba a los demás, pero pagaba la cuenta que tenía en lo del “turco Salim” para que se vistiese. Lo que el familiar no sabía era que el Padre, sabiendo eso, mandaba a los necesitados a la tienda para que Don Salim los vistiese. Pocos son los que saben que el Padre Julio había comprado una casa en plena “Villa Jardín”, cuando todavía no había ninguna calle pavimentada, de la que hizo Oratorio y que fuera atendida durante más de dos años por el que fuera su dilecto hijo espiritual, el Padre Pablo Di Benedetto.

 Era grande en su amor a la verdad: Para él, la Verdad era Cristo (cf. Jn 14, 6) y toda otra verdad era reflejo de la misma, por eso la amaba “con pasión desapasionada y con salvaje temeridad”. Toda su obra testimonia lo que digo. Bien mereció que en su epitafio se pusiese: “Amó la Verdad” (Cf. 2 Tes. 2, 10). Un martes le presentaron al Director de uno de los canales de televisión de Rosario. Este Señor empezó a desbarrar en temas relacionados directamente con la fe y, ante el rostro expectante de los presentes, el Padre Julio, con una precisión y justeza maravillosa deshizo con bríos, uno a uno, todos los sofismas, como si recién acabase de leer la tesis de Teología Fundamental. El importante Señor sólo atinó a balbucear elogios: “admiro su vehemente defensa de la fe”, etc., y el Padre, restándose importancia, dijo, por todo comentario: “lo hago por razón de mi hábito”. Despreciaba la engañosa lisonja, como tampoco usaba la baja adulación. En él se hizo carne y sangre la enseñanza del Espíritu Santo: “Lucha por la verdad hasta la muerte…”, como también se hizo realidad el cumplimiento de la promesa que se sigue”… y el Señor Dios combatirá por ti” (Ecle. 4, 33).

 Era grande en la obediencia: Era “esclavo de la obediencia” (Rom. 6, 16). En una oportunidad tenía que predicar en una Misa por árabes muertos. Habían empapelado todo el centro con grandes carteles de propaganda. Llamó el teléfono, era un Vicario Episcopal, quien transmitía la prohibición de que celebrase esa Misa. Sin discusión y sin pedir explicación, inmediatamente, se sometió. Ni bien cortó, llamó al que le había encargado la Misa y le comunicó la decisión superior. Por todo comentario describió con una sola frase, muy gráfica, a quienes movieron el hilo del asunto. Y siguió con el tema que había interrumpido la llamada telefónica. Otro ejemplo. En una reunión, habían llegado a decir que los que participaban en la Misa nueva, se condenaban. Un participante, muy acongojado, con dudas y escrúpulos de conciencia, lo fue a ver para presentarle el problema. Rápido vino la solución: “Yo rezo la Misa nueva. Si alguien se condena será el Papa que la mandó, pero no yo”. Era obediente, no por timidez, sino por visión sobrenatural. Sabía muy bien que atentar contra la Jerarquía de la Iglesia, aún conociendo perfectamente los defectos de sus miembros, es como serruchar la rama donde uno está sentado.

 Era grande en las persecuciones: Sólo tres ejemplos: 1°) Con malas artes, cierta persona buscó y logró desplazarlo de la Asesoría Nacional de la Unión de Scouts Católicos Argentinos. Los dejó hacer sin oponer resistencia. Años después defendió con bríos a ese eclesiástico y le ayudó en alguna empresa difícil. Perdonaba de verdad. 2°) La DAIA publicó contra él una solicitada llena de inexactitudes y mentiras. Con muchos argumentos, enojo y vehemencia yo le decía que debía defenderse. Zanjó el asunto cuando con su sonrisa característica me dijo: “las calumnias de los judíos me enaltecen”. 3°) Cuando lo fueron a arrestar, la última vez que lo metieron en la cárcel, estaba conversando con un joven sacerdote. La policía le comunicó el motivo de su presencia. “Esperen”, contestó, y siguió hablando durante más de media hora sobre lo que estaban tratando, con toda tranquilidad. Cuando creyó oportuno, terminó la charla y dijo a los policías: “Vamos”. Ponía en práctica la enseñanza de San Ignacio de Antioquía: “Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma”.

 Era grande en su espíritu universal: Nadie más contrario al espíritu de “ghetto” que el Padre Julio. Era un hombre católico, es decir, universal. No era dado a los “entornos”. No formaba gente cortada por la misma tijera e iguales, en serie, que imitan a sus maestros, incluso en los “tics”. Como bien decía su discípulo mártir, el Dr. Carlos A. Sacheri: “él nunca quiso (ni tuvo) discípulos “meinviellanos”, de espíritu sectario y puramente imitativo. Sólo quiso discípulos de la Iglesia…”[8]. Íbamos a verlo jóvenes con las más variadas inquietudes: teológicas, filosóficas, pastorales, culturales, políticas, sociales, ecοnómicas, artísticas. Nunca pretendía que todos supiesen lo que él hacía, practicaba aquello de que “no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha” (Mt. 6, 3); con decir que muchos se enteraban de su obra en el Ateneo de Versailles por el artículo sobre él aparecido en MIKAEL N°9. Tampoco pretendía que todos se preocupasen por la crisis de la Iglesia o por la Patria; respetaba las inquietudes de cada uno: “los corro por donde disparan”, dijo alguna vez. No le gustaba la gente tipo marioneta, dirigida por control remoto, incapaces de ser jefes, impersonales, no comprometidos, que todo lo ven desde la lejanía de su círculo áulico. Buscaba y trataba de formar gente con “motor propio”. Para eso sabía que no había nada mejor que la experiencia y la acción, personal y prudente, en la medida de las responsabilidades de cada uno.

 ¡Lejos de ser un sacerdote “gallináceo” que busca que todos estén bajo sus alas y a quien hay que consultarle todo y pedirle parecer de todo y subordinarse en todo e imitarle en todo! Nos enseñaba a ser libres, porque enseñaba la verdad y “la verdad os hará libres” (Jn. 8, 12) dijo Jesús, porque sabía que la gracia es “la ley de la libertad” (Sant. 2, 12), porque nos enseñaba a someternos al Señor y “donde está el espíritu del Señor allí está la libertad” (2 Cor. 3, 17), porque “para que gocemos de libertad Cristo nos ha hecho libres” (Gal. 5, 1) y porque sólo Jesucristo hace a los hombres “verdaderamente libres” (Jn. 8, 36).

 Cuando era párroco, a sus feligreses no hablaba de política y los martes a la noche no hablaba a los políticos de la visita a los enfermos, respetaba las esencias de las cosas; mucho menos pretendía torcer vocaciones o forzar los asentimientos. En su velatorio una persona distinguida, cuyo nombre no recuerdo, me comentó un suceso en el cual se ve el gran respeto que tenía por la conciencia y libertad de los demás; frecuentaba este señor, cuando jovencito, el Grupo de la “Suma” cuando, por diversas circunstancias, dejó de creer en Cristo. Como al lado del Padre Julio, entre otras cosas, lo que se aprendía era la autenticidad, se creyó en la obligación de decírselo al Padre, a pesar de que esperaba una reacción tumultuosa. En contra de lo esperado, el Padre le dijo: “Voy a rezar por vos”. Bien sabía que la voluntad humana sólo se tuerce con la oración y que el acto de fe es una gracia que no la da “ni la carne, ni la sangre sino el Padre que está en los cielos” (Mt. 16, 17).

 Era grande en la luchaMuy difícil cosa es el combate cristiano en situaciones normales. Heroica cosa es en nuestros tiempos. Supo pelear como soldado de Cristo en una época en que hasta los generales claudican. Se lo buscó silenciar con el halago, con la amenaza, con la burla y con el silencio cómplice; todo en vano. Sabía quiénes eran sus enemigos, no pasó su vida “dando trompadas en el aire” (1 Cor. 9, 26). Su obsesión no era el mal, sino el bien; no el error, sino la verdad. Y por eso fue fecundo en grandes obras. Luchaba a brazo partido pero no por llevar la contra, sino porque estaba a favor de la verdad. No era ni reaccionario, ni conservador inmovilista. Era un tradicionalista y de la Tradición viva que no obnubila al Magisterio. Era tradicionalista porque la Iglesia misma es tradicionalista: “¿Qué tiene la Iglesia que no haya recibido?” (Cf. 1 Cor. 4, 7). Y este luchar era soberanamente prudente, claro que no con 1a prudencia de la carne, como cuando aquel artículo inmortal: “¿Puede un comunista ser presidente?”, como cuando desenmascaró a los generales naseristas, como cuando esperó más de seis meses con la edición ya impresa de su libro “De la Cábala al progresismo” antes de largarlo al mercado, esperando la ocasión propicia. No actuaba en la lucha a impulsos de su temperamento sino bajo los dictados de la razón, iluminada por la fe sobrenatural, con gran dosis de prudencia infusa. Decía: “Luchar es una gracia”. Cosa de la que nunca se darán cuenta ni los mojigatos, ni los arribistas.

 Era grande no sólo en lo especulativo sino también en lo práctico. Sus scouts de Versailles no pueden olvidar su estampa en campamento, con su guardapolvo negro, revolviendo la polenta y cuidando que nο se pasasen los fideos. ¡Cocinaba para todos! Todos recuerdan con gran cariño a ese gran hombre que sacrificaba su descanso para que ellos, de hogares humildes, disfrutasen de vacaciones. En un comienzo, él mismo enseñaba a los lobatos a hacer nudos.

 ¡Y cómo le gustaba la enseñanza del Catecismo! En 1972, le oí dar a un grupo de niños de Rοsariο, una clase de Catecismo magistral.

 Consiguió en 1972 una serie de espacios por la televisión, que duró varios meses, en donde varios sacerdotes enseñaban la doctrina católica. Trataba de lograr la difusión del mensaje de Cristo por todos los medios a su alcance. Era un apóstol.

 En el Ateneo tenía muchas deudas, no sabían cómo salir. En la próxima reunión de C. Directiva debían resolver. Propuso el Padre Julio: “Hagamos más deudas”. Compraron a crédito la máquina de cine y con las entradas pudieron pagar todo, incluso la máquina.

 En el campo político se levanta como una montaña entre dos valles. Por un lado, con respecto a aquellos que no salen de la caja de cristal de remanidas declaraciones de principios, sin contacto con la realidad política y, por otro de los que desciende a la baja politiquería partidista y partidocrática y que al perder contacto con lo universal de la doctrina de Cristo, son absorbidos por lo particular de la contingencia.

 Y aquí la clave. Estudiaba, rezaba, trabajaba para que Cristo, en verdad y en serio, enseñoriase la realidad. No era de esos conservadores de “boutique” que cuando llega el momento de ejercer la autoridad le hacen el caldo gordo al progresismo. Sabía bien que las cosas no se arreglan con un “mancha, pido, no juego más”. Elogia a San Pío X porque “comprendió que de nada valían estas condenaciones de los documentos públicos (se refería a la Pascendi, Lamentabile, etc) si la conducción diaria de los asuntos de la Iglesia no estaba en manos de los hombres verdaderamente de Dios”[9]. La Teología no era para él algo cerebral, como un juego de ajedrez; ni volátil, como ideal de liberal, sino que era Vida, que chorreaba Sangre, la del Unigénito, y que debía empapar toda la realidad.

 Era grande en su anticiparse a las cosas. Era un hombre que siempre estaba en la cresta de la ola, que veía de lejos, anticipándose con clarividencia inusitada a los acontecimientos. En muchas cosas fue precursor, un visionario. Así fue el primero que fundó en la Argentina los Scouts católicos y la J. O. C (Juventud Obrera Católica). Así como cuando habló de que EE.UU. se iba a unir con China varios años antes de que eso se viera claro[10]; así como cuando denunció los planes de Gelbard, adelantándose al desastre de la famosa “inflación cero”[11]; así como cuando afirmaba que “el progresismo está en todas partes, liquidando a la Iglesia” y “será una de las formas esotéricas en que se rinda a Satán el culto igualitario de la religión universal”[12], no haciendo más que anticiparse a lo que luego el Papa señalaría: “Ha entrado en la Iglesia el humo de Satanás”; así como cuando hablaba del Gobierno mundial y la sinarquía[13]; así como cuando, ya 1949, advertía del peligro del nacionalismo marxista”[14], etc. Sabía estar alto en su atalaya para otear todo el horizonte de los sucesos. No se encandilaba por lo anecdótico y circunstancial, como cuando se nos quiere hacer creer que las cosas de la Iglesia van mejor, mientras observamos que los países de la cristiandad van cayendo en el marxismo como higos maduros, uno tras otro[15]. Y tuvο que pagar el precio por este saber anticipado, según aquello de que “todos los que tienen razón, 24 horas antes son tenidos por locos”. Pero a medida que pasaba el tiempo se va viendo más claro la grandeza de su clarividencia, la justicia de sus juicios y la prudencia de sus acciones.

 Ciertamente el Padre Julio era un alma grande, enemigo de toda mediocridad y de todo “más o menos”. Apetecía, como San Ignacio de Loyola, “lo que más”[16] en todos los aspectos de su vida, como quien ha de dar cuenta de los talentos recibidos. Supo ser grande en una época de enanos. Incluso supo ser grande en su humildad, que “la magnanimidad y la humildad no son contrarias, aunque parezca tender a cosas opuestas, porque lo hacen según aspectos distintos”[17]. Fue un noble. ¿Y qué es un noble? ¡Qué mejor que decirlo con las palabras de su entrañable amigo el Padre Leonardo Castellani!: “Difícil es de definir, señor. Eso se siente y no se dice. Es un hombre de corazón. Es un hombre que tiene alma para sí y para todos. Son los nacidos para mandar. Son los capaces de castigar y castigarse. Son los que con su conducta han puesto estilo. Son los que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los capaces de obedecer y de frenarse y de ver. Son los que odian la pringue rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse pueden darse. Son los que saben en cada instante las cosas por las cuales deben morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe”[18]. En fin, era un grande porque seguía de verdad a Jesucristo pudiendo decir: “He despreciado el ornato y la pompa de este mundo por amor a Nuestro Señor Jesucristo, a quien vi, de quien me enamoré, en quien puse mi confianza, a quien amo con ternura”[19] y a quien siguió porque es el Único que tiene palabras de vida eterna.


[1] Conferencia pronunciada en la Capilla de “Ntra. Sra. de la Merced”, el 2 de agosto de 1976, tercer aniversario de la muerte del R. P. Dr. Julio Meinvielle. Publicada en revista Verbo, nº 196, setiembre 1979.

[2] S.Th., 2-2, q.129, a. l.

[3] S. Th., 2-2, q.129, a.4, ad 1.

[4] “La política actual en torno a la idea de Cristiandad”, Patria Grande, 1972.

[5] “Iglesia y Mundo Moderno”, Theoria, 1966, p.113; cf. “De Lamennais a Maritain”, Theoria, 1967, 2º edic.

[6] Idem, p.114.

[7] “La situación argentina dentro de la Revolución Mundial”, Ed. Dictio, 1974, p. 492.

[8] “Ateneísta”, Edic. en homenaje a su Fundador, del Ateneo Popular de Versailles.

[9] “El significado de la canonización de Pío X”, en la Revista Diálogo N° 1, 1954, p.144.

[10] Cf. “Presencia”, Número especial 88, 1966.

[11] Ver “El comunismo en la Argentina”, Ed. Dictio, 1974.

[12] “Un progresismo vergonzante”, Cruz y Feiro Ed., 1967, p.167.

[13] Ver el importante prólogo al libro de Pierre Virion: “La masonería dentro de la Iglesia”, Cruz y Fierro Ed., 1968, pp. 9-13; Id., “El gobierno mundial y la contra-Iglesia”, con apéndice del Padre Julio.

[14] “Política Argentina”, Ed. Trafac, p.113 y ss.

[15] Debo hacer notar ahora -1993- que el P. Julio no siendo para nada ingenuo acerca de la perversidad intrínseca del comunismo vislumbraba, sin embargo, su fin, así habla en “El Comunismo en la Revolución anticristiana” del: “Carácter efímero del comunismo… la (etapa) comunista no ha de alcanzar largos años… parece estar en estado de liquidación. Es demasiado “contra naturam” para que pueda afianzarse” (p. 131). La “apostasía… alcanza su desenlace… parece ya llegar a su término. Y con ella el comunismo” (p. 133). “Pareciera que el mundo estuviera a punto de querer vomitar algo que no ha podido asimilar y que debe expulsar si quiere alcanzar el destino que tiene señalado” (p. 134). Y decía en Presencia, n° 88, del Verano 1966-1967: “En vísperas de acontecimientos milenarios… (donde) el comunismo (ha) de ser barrido de la historia humana en pocos minutos” (p. 1). No le pasó lo que a muchos “intelectuales” entre ellos, Francis Fukuyama, Saul Bellow e Irving Kristol, que en su ceguera ideológica no previeron en sus futurologías el derrumbe del comunismo. Ni lo vio Huntington, ni Brzezinski, ni Kissinger, ni Toffler. Muchísimo menos nuestros inefables Neustadt y Grondona.

[16] “Exercicios Spirituales”, Apost. de la Prensa, Madrid, 1956, (23) (97) (152) (167).

[17] Santo Tomás, S.Th., 2-2, q.129, a.3, ad 4.

[18] “El nuevο gobierno de Sancho”, Ed. Theoria, 1964, p. 301.

[19] Del Pontifical Romano. Ver Píο XII, Sacra Virginitas.