Padre Pio

El polvo de los santos

1. La mejor historia del mundo, la letanía de los santos:

«[257] Los santos:

-son señal elocuentísima de la vitalidad de la Iglesia, y

-por ello tienen un valor apologético de la verdad de nuestra fe, al realizar concretamente la nota de la santidad de la Iglesia.

-Son prueba evidente y eficaz del poder de las llaves que detenta Pedro. Sólo Él, y sus sucesores, tienen ese poder en todo el universo.

 [Los santos…:]

-Son los mejores miembros del Cuerpo místico de Cristo y

-el fruto mayor y más completo de la Encarnación y de la Redención.

-Y gracias a esto son los que transforman al mundo con su ejemplo,

-y con la fuerza de su intercesión.

-Ellos nos recomiendan constantemente el cielo, la vida eterna, el premio de los méritos, ¡Dios!

-Por eso al honrarlos honramos al mismo Dios, pues los santos son su obra maestra, y al “coronar sus méritos corona el Señor sus propios dones”[1].

-Incluso después de su muerte cumplen misiones póstumas, empujando a generaciones enteras al heroísmo del seguimiento de Jesucristo, siendo no sólo para los jóvenes sino también para la gran mayoría de la nación… ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud (2 Mac 6,31).

-Por eso no hay historia más completa, más magnífica y más provechosa que la Letanía de todos los Santos; ella evoca e invoca a todos los grandes espíritus que han ilustrado el planeta y que han hecho avanzar a la humanidad con sus virtudes.

-Asimismo debemos venerar sus reliquias, que no dejan de obrar.

2. Uno de los milagros más grandes de la Iglesia, las reliquias de los santos:

El mismo Dios, de manera conveniente, honra a estas reliquias obrando milagros por ellas.

Los huesos del profeta Eliseo resucitaron a un muerto: «Eliseo murió y le sepultaron. Las bandas de Moab hacían incursiones todos los años. Estaban unos sepultando un hombre cuando vieron la banda y, arrojando al hombre en el sepulcro de Eliseo, se fueron. Tocó el hombre los huesos de Eliseo, cobró vida y se puso en pie» (2Re 13,20-21).

La hemorroísa se curó al tocar las vestiduras de Cristo: «En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: “Con sólo tocar su manto, me salvaré”» (Mt 9,20-21).

La sombra de San Pedro sanó a un enfermo: «…hasta tal punto que incluso sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos» (He 5,15).

Los pañuelos y delantales que había usado San Pablo: «Dios obraba por medio de Pablo milagros no comunes, de forma que bastaba aplicar a los enfermos los pañuelos o mandiles que había usado y se alejaban de ellos las enfermedades y salían los espíritus malos» (He 19,11-12).

«Es claro que debemos honrar a los santos de Dios, pues son miembros de Cristo, hijos y amigos de Dios e intercesores nuestros. Por tanto, debemos en su memoria venerar dignamente todo aquello que nos han dejado, y sobre todo sus cuerpos, que fueron templos y órganos del Espíritu Santo, que habitaba y obraba en ellos y que se configurarán con el cuerpo de Cristo después de su gloriosa resurrección».

Y presta atención a lo que sigue diciendo el Santo Doctor: «Por ello, el mismo Dios honra a estas reliquias de manera conveniente, obrando milagros por ellas».

Un gran escritor polaco, Adam Mickiewicz, dice que «la veneración de las reliquias» es «ese gran misterio de la Iglesia Católica»[2].

Muchos piensan que no deben predicarse los milagros de los santos, porque con su recuerdo más se declara su santidad que se instruye y edifica la vida de los oyentes. Pero yo veo que con su narración puede declararse grandemente la infinita bondad de nuestro Dios, su inestimable caridad con los suyos, su fidelidad, su paternal cuidado y providencia, pues los ha honrado tanto que no solo quiso que a las palabras y al imperio de ellos, sino también a las cenizas, vestidos, pañuelos, ceñidores y en fin al polvo de sus sepulcros sirviesen los elementos del mundo, que se les rindiesen los demonios, cediesen las enfermedades, y que las leyes de la naturaleza, a que viven sujetos los reyes y emperadores del mundo, les estuviesen obediente.

¿A qué me refiero? Habiendo un ciego pedido a Dios le diese la vista, le fue ordenado que lavase sus ojos con aquella agua con que el rey Eduardo, de Inglaterra…se lavaba las manos; los lavó y al instante recibió la vista. Pregunto ¿cuán grande es la fuerza del amor a los suyos que Dios demostró con este indicio, cuando quiso dar este honor tan grande a un agua sucia, sin otra virtud que la de haber tocado las manos de su siervo? ¿Cuántos milagros de estos leemos en las vidas de los santos, que clarísimamente atestiguan y celebran esta indecible benignidad y misericordia del Señor con los suyos? En mi sentir, ni el resplandor del sol, la luna y las estrellas, ni el cielo, la tierra y los mares dan tan claras muestras de la divina bondad como el ver que todas estas cosas que estableció y enlazó el Señor con sus eternas leyes e imperio, se rindan y obedezcan a la insinuación y al polvo de los santos”[3].


[1] Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 194, V, 19.

[2] Cit. por Henri de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, t. II., Ed. Encuentro, Madrid 1989,  t. II, 81-85, 87-88, 259: «…las reliquias no cesan de obrar, y la Iglesia real militante no cesa de esperar su salvación».

[3] Fray Luis de Granada, Retórica eclesiástica, p.305.