Cristo Rey
Veamos entonces como el augusto misterio de la encarnación debe iluminar e influir sobre la realidad temporal.
La correcta inteligencia del misterio adorable de la Encarnación del Verbo es también la clave de bóveda para entender y construir todo el orden temporal humano, su cultura y su civilización. Confesar la auténtica e íntegra condición humana de Jesús, asumida por el Verbo eterno de Dios, permite «recuperar la dimensión de lo divino en toda realidad terrena»[1]. Como recuerda Juan Pablo II, al asumir Cristo en su humanidad todo lo auténticamente humano, «ninguna actividad humana es extraña al Evangelio»[2]. Por eso es ineludible el llamado a someter para nuestro Señor todo lo humano: puesto que Él es el único que comunica a los hombres con Dios, «es necesario que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio»[3].
Al transmitir a Cristo a los hombres, la Iglesia los eleva incluso en su condición humana. La gracia supone la naturaleza, pero no para destruirla, o mutilarla, o para no influir en ella de ningún modo. Por el contrario, la vida sobrenatural que desde el seno de la Trinidad se nos comunica gracias al Verbo encarnado sana, eleva, dignifica y santifica, incomparablemente, nuestra naturaleza. Considerado en referencia al hombre en su condición social, esta verdad también se realiza. De ahí que «quien evangeliza, también civiliza»[4]. En su misión evangelizadora, la Iglesia trabaja en pro de una verdadera civilización, colabora para que «prevalezca en el mundo un auténtico sentido del hombre, no encerrado en un estrecho antropocentrismo, sino abierto hacia Dios»[5].
Esta civilización, nacida al abrigo de la fe en la Encarnación redentora del Verbo, implica que todo el conjunto de realidades humanas que constituyen la cultura (arte, educación, política, economía, orden social, el desarrollo, la paz, la globalización, etc.) esté plenamente sometido a Jesucristo y abierto al influjo de su gracia. El Papa Juan Pablo II recuerda que, en este sentido, San Benito creó «una civilización nueva casi sin preverlo quizás, la civilización cristiana»[6]. De ahí que se refiera el Santo Padre con elogiosas palabras a «los siglos gloriosos del medioevo»[7].
El Verbo encarnado, que muestra el hombre al hombre mismo, es el fundamento de esta civilización. Por eso podemos decir que el Verbo encarnado en una naturaleza humana individual se llama Cristo, y análogamente el Verbo encarnado en un pueblo, en la sociedad, se llama Cristiandad. Para esto es determinante la acción de la Iglesia, sacramento universal de salvación[8], que «aporta […] una cultura y una civilización fundadas en la primacía del espíritu, la justicia y el amor»[9]. Por eso, trabajar para la Cristiandad es una manera de cumplir con el primer mandamiento de la ley de Dios, que nos mueve a amar a Dios sobre todas las cosas. Y con el cuarto mandamiento, que nos impele a amar también a nuestra Patria[10].
¿Cómo realiza esta acción la Iglesia y en Ella todo cristiano que sea un auténtico apóstol? Ordenando toda la vida humana hacia Dios. En efecto, «la Iglesia toma en sí la plenitud de todo lo que es genuinamente humano y lo eleva a fuente de energía sobrenatural, donde quiera y como quiera que lo encuentre»[11]. Como recuerda el Papa Pablo VI, todo lo humano tiene su centro en Dios revelado por Cristo: «El desarrollo de la cultura moderna ha reconocido la legítima y justa distinción de los diversos campos de la actividad humana, dando a cada una de ellos una relativa autonomía… de modo que cada ciencia, profesión y arte tiene su relativa independencia que la separa de la esfera propiamente religiosa y le confiere cierto “laicismo” que, bien entendido, el cristiano es el primero en respetar, sin confundir… lo sagrado con lo profano. Pero allí donde este campo de actividad se refiere al hombre, considerado en su integridad, es decir, de acuerdo con su fin supremo, todos pueden y deben honrar y ser honrados por la luz religiosa que aclara ese fin supremo y hace posible su obtención. De modo que donde la actividad pase a ser moral debe referirse al polo central de la vida, que es Dios, y que Cristo nos revela y nos guía para alcanzarlo»[12]. La Iglesia nos insta a trabajar en pro de este objetivo, con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo: «Construid… una civilización de la verdad y del amor»[13].
De ahí que la revolución moderna por ser contra la Cristiandad, es un atentado contra la Encarnación del Verbo. Así, pues, no trabajar por la Cristiandad es en cierto modo una apostasía en la fe. Es lógico que quienes rechazan la fe, y por ende el misterio del Verbo encarnado y su primacía en todos los ámbitos de la vida y del obrar humano, se opongan encarnizadamente a la Cristiandad. J. F. Rutherford, Testigo de Jehová, llega a decir: «la Cristiandad es el más elevado refinamiento y la más seductora forma de la organización de Satanás»[14].
Los cristianos deben ser el alma de la sociedad, no porque la Iglesia busque más el poder o el favor de los poderosos de turno, que la ayuda de Dios, que es infinitamente poderoso; no porque quiera el gobierno temporal de los pueblos: «Que no arrebata los reinos temporales, Quien viene a traer el reino celestial»[15] –aunque alguna vez debió hacer esto en forma supletoria-; no para obtener un mero reconocimiento formal de Estado confesional; no porque sea deseable que los Obispos reemplacen a los gobernadores; no para obtener favores que ayuden a su expansión material; no simplemente para evitarse enemigos, que «no son sus enemigos los que destruirán la Iglesia»: «…no prevalecerán…non praevalebunt» (Mt 16,18); no por conveniencia y convivencia; no por táctica, sino por vocación: «Id por todo el mundo…» (Mc 16,15); no para que los pueblos se subordinen a los hombres de la Iglesia, sino a Jesucristo; no para ser servida, sino para servir; no para tratar de que los eclesiásticos renuncien a su deber o para que ‘regulen’ el Estado; no para buscar reinos temporales, cuando Jesucristo nos da el eterno; nada de eso, sino porque así se sigue de la realidad de las cosas: por ordenamiento divino, por razones teológicas y filosóficas, por sentido común, porque lo manda la historia y porque lo contrario es un atentado contra el Verbo. Trabajar, los laicos directamente, los clérigos indirectamente -a modo de directores espirituales-, por la búsqueda del bien común temporal de los pueblos, implica que ese bien esté abierto al bien común y fin último de sus individuos, que es Dios. Caso contrario, tendremos como ahora una economía sin Dios que produce una crisis sistémica global, jamás tenida en la historia de la humanidad con tantas características catastróficas, sin aparente solución a la vista. Una sociedad sin Dios. Una política sin Dios. Una educación sin Dios. Y así todo lo demás.
Solo lo asumido es redimido. Afirma el Documento de Puebla (n. 400) que «permanece válido, en el orden pastoral, el principio de encarnación formulado por San Ireneo: “Lo que no es asumido no es redimido”». ¿No se dan cuenta que si el Estado no se asume en Cristo no es redimido? Doctrina corroborada en el n. 469 del mismo Documento de Puebla: «Nuevamente la Iglesia se enfrenta con el problema: lo que no asume en Cristo, no es redimido y se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja». Quienes no quieren cristianizar los Estados, ¿no están proponiendo, de hecho, la estatolatría, «ídolo nuevo con malicia vieja»? Y no sólo es un principio de San Ireneo y también de otros Santos Padres, como el Concilio Vaticano II lo enseña explícitamente en el Decreto Ad gentes, 3: «Los Santos Padres proclaman constantemente que lo que no ha sido asumido por Cristo no ha sido sanado», confrontando en la nota 15 con San Atanasio, San Cirilo de Jerusalén, Mario Victorino, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Niceno, S. Ambrosio, San Agustín, San Cirilo Alejandrino, San Fulgencio[16]. Santo Tomás afirma: «reparó aquello que asumió»[17].
Por eso los Papas han enseñado este axioma reiteradamente, baste algunos ejemplos: Pío XII en Haurietis acquas n. II, lo atribuye a San Juan Damasceno: «Ciertamente, todo Dios ha asumido todo lo que hay en mí, hombre, y todo se ha unido a todo, para que acarrease a la salvación a todo el hombre. Porque de otro modo, no hubiera podido ser sanado lo que no hubiese sido asumido»[18].
Juan Pablo II, en la Carta Apostólica A Concilio Constantinopolitano I, con ocasión del 1.600º aniversario del Primer Concilio de Constantinopla y del 1.550º Aniversario del Concilio de Éfeso[19], dice que este último «…tuvo además un significado soteriológico, poniendo a la luz que –según el conocido axioma- “lo que no es asumido, no es salvado”». En esta parte el Papa no indica ningún autor del axioma entre los Padres. Pero al final del párrafo 10 cita nuevamente el axioma según la formulación de San Gregorio Nacianceno: «Quod non est assumptum, non est sanatum»[20].
En el Discurso en su visita al Pontificio Instituto de Patrología Augustinianum[21] dice el mismo Juan Pablo II: «Como cuando San Atanasio, en la controversia arriana, afirmaba con fuerza que, si Cristo no es Dios, no nos ha deificado[22]; o san Gregorio Nacianceno, en la controversia apolinarista, que si el Verbo no ha asumido todo el hombre, comprendida el alma racional, no ha salvado a todo el hombre, porque no es salvado lo que no ha sido asumido[23]; o San Agustín en la Ciudad de Dios cuando sostiene que si Cristo no es juntamente Dios y hombre -“totus Deus et totus homo”[24]– no puede ser mediador entre Dios y los hombres. “Es necesario buscar -escribe- un intermediario que no sea solamente hombre, sino también Dios”[25]».
Lo dijo de otro modo en la Audiencia general del 9 de marzo de 1988, citando al Papa San Dámaso en su Carta a los obispos orientales: «según la fe de la Iglesia católica profesamos que Dios en la plenitud de su ser ha asumido el hombre en la plenitud de su ser»[26]. Y en el Discurso para los saludos de Navidad del año 1996 cita la frase de San Gregorio ya mencionada: «lo que no es asumido no puede ser salvado»[27].
En Lumen Gentium, 31, se enseña que a los laicos: «pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales… (les) corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales… según el espíritu de Jesucristo…». En el n. 36 se les recuerda que «en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios», es decir, que la totalidad de la vida temporal, incluso estatal, debe subordinarse a la vida sobrenatural y eso es cristiandad. En la Gaudium et spes, 43, se enseña que «a la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena». Asimismo, en el decreto Dignitatis humanae, 1: «… deja (el Concilio) integra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo». En otro lugar enseña el Concilio Vaticano II: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal», por eso «hay que impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico…el seglar, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro orden, siempre y solamente por su conciencia cristiana»[28].
Su Santidad Juan Pablo II comenzó proclamando en un grito -grito que resonó como un trueno y cuyos ecos se han ido multiplicando- en el inicio de su Pontificado: « ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo»[29].
La Iglesia tiene una misión que le es propia: «La Iglesia toma en sí la plenitud de todo lo que es genuinamente humano y lo eleva a fuente de energía sobrenatural, donde quiera y como quiera que lo encuentre»[30]; debe «iluminar con la luz del Evangelio toda realidad de orden temporal»[31]. Ante la Asamblea de la FAO el Papa Magno recordó que «toda actividad técnica y económica, al igual que toda opción política, implica, en último análisis, un problema de moral y de justicia»[32].
«Y cada nación tiene su vocación propia, a través de las vicisitudes trágicas de la historia, de encarnar un aspecto particular de la revelación del Verbo»[33]. «No os contentéis con ese mundo más humano. Haced un mundo explícitamente más divino, más según Dios, regido por la fe…»[34].
La revolución moderna por ser contra la Cristiandad, es un atentado contra la Encarnación del Verbo. Por eso, como ya hemos dicho, no trabajar por la Cristiandad es en cierto modo una apostasía en la fe. El Verbo encarnado, en una naturaleza individual, es Cristo; el Verbo encarnado, en un pueblo, es la Cristiandad. Por eso, quien no está con la Cristiandad, está contra ella. « Se registran varias formas de anti-evangelización… una aceptación progresiva de las opiniones erróneas del laicismo y del inmanentismo social y político»[35]. Con mucha fuerza Juan Pablo II advirtió en África sobre: «las miasmas del laicismo occidental»[36].
Ya advertía hace décadas el Papa Pío XII: «El enemigo se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la guerra. Este enemigo está corrompiendo el mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor en los jóvenes y en las doncellas, y destruye el amor entre los esposos»[37].
San Juan Pablo II, hombre de nuestro tiempo, no decía otra cosa: «Al converger en Él (Cristo) este doble primado, tenemos, pues, no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el honor de confesar su excelso señorío sobre las cosas y sobre los hombres que, con término ciertamente ni impropio ni metafórico, puede ser llamado realeza… Éste es el nombre del que nos habla el Apóstol: es el nombre del Señor y vale la pena designar la incomparable dignidad, que compete a Él solo y le sitúa a Él solo en el centro, más aún, en el vértice del cosmos y de la historia»[38].
Sin duda alguna, en la tarea del cristiano se halla un deber ineludible: «hay que edificar un mundo más humano y a la vez más cristiano»[39]. Es decir, «una comunidad con rostro humano debe reflejar también el rostro de Cristo»[40]. «Proclamar y defender tales derechos, sin anteponerlos a los derechos de Dios ni silenciar los deberes a que corresponden es una constante en la vida de la Iglesia»[41]. «Es necesario que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio»[42]. «Ninguna actividad humana es extraña al Evangelio»[43], por eso, hay que «recuperar la dimensión de lo divino en toda realidad terrena»[44]. «Toda la vida cristiana está fundada sobre esta realidad sobrenaturalmente maravillosa, en la que hay que profundizar y meditar siempre, y que San Juan expresó en esta sencilla frase “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14)». «Dios se hizo semejante a nosotros y quiso encontrarnos a través de nuestros modos concretos de vivir»[45].
Jesucristo, el Verbo encarnado, es quien muestra Dios al hombre, por eso le dijo a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Y por lo mismo, Cristo es también el que muestra y da a conocer el hombre al hombre mismo[46]. Como dice magistralmente Gilbert Keith Chesterton, «el hombre es una estatua de Dios que pasea por el jardín del mundo»[47], ya que Dios es siempre la medida del hombre[48]. El modelo supremo para este hombre es el Hombre que Pilato presentó el Viernes Santo al pueblo diciendo «ecce Homo», sin llegar a comprender el alcance de sus palabras[49]. Esto nos permite vislumbrar un poco la grandiosidad del acento y la capacidad antropológica del misterio del Verbo encarnado[50], en cuyo Corazón está íntimamente presente todo hombre[51]. La Iglesia, sacramento universal de salvación, «aporta… una cultura y una civilización fundadas en la primacía del espíritu, la justicia y el amor»[52]. Cristo «manifiesta la verdad sobre el hombre, el misterio del hombre, su vocación última y sublime, de todo hombre y de todo el hombre»[53].
El hombre ha sido hecho, en la misericordia divina, a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gn 1, 26-27). Por este motivo, «cada ser humano es un latido eterno del amor de Dios»[54]. Para nosotros cada hombre, todo hombre, cualquier hombre, siempre y en cualquier lugar del mundo en que se encuentre, es Cristo. Como decía Juan Pablo II: «Quiero (…) colaborar para que prevalezca en el mundo un auténtico sentido del hombre, no encerrado en un estrecho antropocentrismo, sino abierto hacia Dios (…), esa es la base para una verdadera civilización»[55]. El Papa habla del hombre creado por Dios a «su imagen y semejanza» (Gn 1,26).
Ya había expresado de modo semejante anteriormente, en el sonoro clarinazo Urbi et Orbi de la Navidad de 1978: «Dirijo este mensaje a cada uno de los hombres; al hombre en su humanidad. Navidad es la fiesta del hombre. Nace el hombre. Uno de los millares de millones de hombres que han nacido, nacen y nacerán en la tierra. Un hombre, un elemento que entra en la composición de la gran estadística. No casualmente Jesús vino al mundo en el período del censo, cuando un emperador romano quería saber cuántos súbditos contaba su país. El hombre, objeto de cálculo, considerado bajo la categoría de la cantidad; uno entre millares de millones. Y al mismo tiempo, uno, único, irrepetible. Si celebramos con tanta solemnidad el nacimiento de Jesús, lo hacemos para dar testimonio de que todo hombre es alguien, único, irrepetible. Si es verdad que nuestras estadísticas humanas, las catalogaciones humanas, los humanos sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no son capaces de asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y obrar como único e irrepetible, todo eso se lo asegura Dios. Por Él y ante Él, el hombre es único e irrepetible; alguien eternamente ideado y eternamente elegido; alguien llamado y denominado por su propio nombre»[56]. Alguien eternamente amado.
En rigor de verdad, las claras enseñanzas de San Juan Pablo II son un himno respecto del hombre. En este sentido, la dignidad del hombre recibe una luz nueva con el misterio de Jesucristo: «Sólo con la encarnación de Cristo, se ve que el soberano bien de la vida humana es Dios»[57]. «Con la Encarnación se ve, que el bien para la vida humana, es Dios…»[58].
Todo hombre es Cristo, creado por el Verbo a «imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,26), en cierto modo unido a Él por la Encarnación, salvado por la Redención, identificado con Él por medio de la gracia. Ante cada hombre Él dice: «Mirad que es miembro mío, y que es Yo», como decía San Juan de Ávila[59]. «El hombre es el corazón de Cristo», ya que «cada ser humano es un latido eterno del amor de Dios»[60]. Finalmente, « ¿Quién puede cambiar el hecho de que estemos redimidos?»[61].
En el Verbo encarnado hay «…acento antropológico»[62]. «Los jóvenes constituyen la encarnación de la esperanza de la Iglesia»[63]. Por el Verbo Encarnado «Ninguna actividad humana es extraña al Evangelio»[64]. «Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad […] La Encarnación… se ha convertido en la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio»[65]. «Él, Cristo, fue también obrero en un misterio de abajamiento que llena el alma de estupor infinito»[66].
[1] Juan Pablo II, Saludo a las autoridades comunales durante la peregrinación a Subiaco, 28/09/1980; L’O.R. 5/10/1980, p. 18; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 743 [28].
[2] Homilía durante la Misa celebrada en la plaza de la Independencia de Acra (Ghana), n. 7, 8/05/1980; L’O.R. 25/05/1980, p. 15; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1249.
[3] Juan Pablo II, Discurso a los profesores de la Universidad Católica de Washington, n. 5, 7/10/1979; L’O.R. 4/11/1979, p. 11; Insegnamenti, II,2 (1979) p. 689.
[4] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa en el barrio del centro administrativo de San Salvador de Bahía (Brasil), n. 4, 7/07/1980; L’O.R. 20/07/1980, p. 15; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 174.
[5] Juan Pablo II, Discurso al Presidente y autoridades de la República del Brasil, n. 4, 30/6/1980; L’O.R. 6/7/1980, p. 4; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1950.
[6] Saludo al alcalde de Subiaco, 28/9/1980; L’O.R. 5/10/1980, p. 17; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 743 [28].
[7] Juan Pablo II, Discurso a los peregrinos de Boloña, n. 2, 22/9/1979; L’O.R. 30/9/1979, p. 7; Insegnamenti, II, 2 (1979) p. 343.
[8] Cfr. Lumen gentium, 45.
[9] Juan Pablo II, Discurso a los representantes de las Organizaciones Internacionales Católicas (Francia), n. 2, 2/6/1980; L’O.R. 15/6/1980, p. 10; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 1634.
[10] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en Tucumán, Argentina, 8/4/1987; L’O.R. 3/5/1987, p. 8-9; Insegnamenti, X, 1 (1987), p. 1167-1175.
[11] Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1945, nº 9 (Cfr. Mons. Pascual Galinda, Colección de encíclicas y documentos pontificios, I, Madrid 71967, p. 383).
[12] Pablo VI, Catequesis del 18/8/1965.
[13] Juan Pablo II, Encuentro con los hombres de la cultura en Río de Janeiro, n. 6, 1/7/1980; L’O.R. 13/7/1980, p. 2; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 23.
[14] Religion, Watchtower Bible and Tract Society, New York 1940, p. 23.
[15] Himno de Epifanía.
[16] Dice la nota en cuestión de Ad Gentes, 3: San Atanasio, Ep. ad Epictetum 7: PG 26,1060; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9: PG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3: PL 8,1101; San Basilio, Epist. 261,2: PG 32,969; San Gregorio Nacianceno, Epist. 101: PG 37,181; San Gregorio Niceno, Antirreheticus, Adv. Apollin. 17: PG 45,1156; San Ambrosio, Epist. 48,5: PL 16,1153; San Agustín, In Ioan. Ev. tr. 23,6: PL 35,1585; CChr. 36,236; además, manifiesta de esta manera que el Espíritu Santo no nos redimió, porque no se encarnó: De agone Christ. 22,24: PL 40,3026; San Cirilo Alejandrino, Adv. Nestor. I 1: PG 76,20; San Fulgencio, Epist. 17, 3.5: PL 65,454; Ad Trasimundum III 21: PL 65,284: «de tristitia et timore».
[17] In Io., cap. 1, lect. 1: «…id reparavit quod assumpsit».
[18] De Fide Orth., III, 6; PG, 94, 1006.
[19] 25 de marzo de 1981, Insegnamenti, IV, 1 (1981) p. 831.
[20] Epist. 101 ad Cledon.
[21] El día 7/5/1982; Insegnamenti, V, 2 (1982), p. 1435.
[22] De Synodis, 51: PG 26, 784.
[23] Ep. I ad Cledon., 101: PG 37, 186.
[24] Serm. 293, 7: PL 38, 1332.
[25] De civitate Dei, 9, 15, 1: PL 41, 268.
[26] Cfr. DH. 146; Insegnamenti, XI,1 (1988) p. 597.
[27] Discurso, Sala Clementina del Vaticano, Sábado, 21 de diciembre de 1996, n. 1; Insegnamenti, XIX, 2 (1996) p. 1055.
[28] Apostolicam actuositatem, 5.
[29] Juan Pablo II, Homilía en la inauguración oficial de su Pontificado, 22/10/1978, n. 5; L’O.R. 29/10/1978, p. 4; Insegnamenti, I (1978) p. 38.
[30] Pío XII, Radiomensaje de Navidad del año 1945, en Mons. Pascual Galinda, Colección de encíclicas y documentos pontificios, I, Madrid7 1967, p. 383.
[31] Juan Pablo II, Discurso en la estación de Velletri (Italia), 7/9/1980; L’O.R. 14/9/1980, p. 12; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 565-6.
[32] Juan Pablo II, Discurso del 12/11/1979, n. 5; L’O.R. 25/11/1979, p. 9; Insegnamenti, II, 2 (1979) p. 1136.
[33] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el simposio internacional sobre «Ivanov y la cultura de su tiempo», 28/5/1983, n. 4; L’O.R. 24/7/83, p. 11; Insegnamenti, VI, 1 (1983) p. 1380.
[34] Juan Pablo II, Mensaje para la Iglesia de Latinoamérica, BAC 1979, p. 19.
[35] Juan Pablo II, Homilía en la Misa por la Jornada Misionera Mundial, 20/10/1979, n. 4; L’O.R. 18/11/1979, p. 15; Insegnamenti, II, 2 (1979) p. 798.
[36] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Costa de Marfil, n. 2, 11/05/1980, L’O.R. 1/06/1980, p.10; Insegnamenti, II, 1 (1980) p. 1333.
[37] Pío XII, Alocución del 12/10/1952.
[38] Homilía en la Misa de Cristo Rey, 23/11/1980; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 1396.
[39] Juan Pablo II, Mensaje para la Iglesia de Latinoamérica, BAC 1979, p. 12.
[40] Juan Pablo II, Discurso en la parroquia San Patricio, Des Moines (Estados Unidos), 4/10/1979; L’O.R. 21/10/1979, p. 12; Insegnamenti, II, 2 (1979) p. 608.
[41] Juan Pablo II, Discurso al Presidente y autoridades de la República del Brasil, n. 6, 30/6/1980; L’O.R. 6/7/1980, p. 4; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1951.
[42] Juan Pablo II, Discurso a los profesores de la Universidad Católica de Washington, n. 5, 7/10/1979; L’O.R. 4/11/1979, p. 11; Insegnamenti, II, 2 (1979) p. 689.
[43] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa celebrada en la plaza de la Independencia de Acra (Ghana), n. 7, 8/05/1980; L’O.R. 25/05/1980, p. 15; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1249.
[44] Juan Pablo II, Saludo a las autoridades comunales durante la peregrinación a Subiaco, 28/09/1980; L’O.R. 5/10/1980, p. 18; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 743 [28].
[45] Juan Pablo II, Alocución en la ceremonia de bendición de la primera piedra de la Catedral de Abidján (Costa de Marfil), n. 1-2, 11/5/1980; L’O.R. 1/6/1980, p. 9; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1320-1321.
[46] Cfr. Juan Pablo II, Alocución a la juventud de la Acción Católica Italiana, 21/6/1980; L’O.R. 6/7/1980, p. 17; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1809; Cfr. Gaudium et spes, 22.
[47] Ortodoxia, Plaza y Janés, Barcelona 1967, p. 600.
[48] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la comunidad polaca en Francia, n. 4, 31/5/1980; L’O.R. 8/6/1980, p. 6; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1555.
[49] «‘Ecce homo’ dijo Pilato sin llegar a comprender el alcance de sus palabras…». Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes reunidos en el Parque de los Príncipes (París), 1/6/1980, n. 6; L’O.R. 15/6/1980, p.17; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1614.
[50] Cfr. Juan Pablo II, Alocución a la Conferencia Episcopal Francesa en el Seminario Issy-les-Moulineaux, n. 3-4, 1/6/1980; L’O.R. 8/6/1980, p. 13-14; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1597-1600.
[51] Cfr. Juan Pablo II, Homilía durante la Misa celebrada en el aeropuerto de Le Bourget (Francia), n. 4, 1/6/1980; L’O.R. 8/6/1980, p. 11; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1588.
[52] Juan Pablo II, Discurso a las organizaciones internacionales católicas (Francia), 2/6/1980, n.2; L’O.R.. 15/6/80, p. 10; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1634.
[53] Juan Pablo II, Homilía en la Misa de la Iglesia de Saint-Denis para los obreros, 31/5/1980, n. 2; L’O.R. 8/6/1981, p. 7; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1564.
[54] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa para el grupo internacional OASIS en Castelgandolfo, n. 2, 24/7/1980; L’O.R. 17/8/1980, p. 9; Insegnamenti, III, 2 (1980) p. 297.
[55] Juan Pablo II, Discurso al Presidente y a las autoridades de Brasil, 30/6/1980, n.4; L’O.R. 6/7/1980, p. 4. Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1950.
[56] Mensaje de Navidad, 25/12/1978, n. 1; Insegnamenti, I (1978) p. 419.
[57] Bossuet, p. 22; Cfr. C.G., L. IV, c. 54; S.Th. III, 1, 2.
[58] J. Maritain, Primautè du Spirituel, Paris 1927, p. 13-14.
[59] Sermones. Sermón Domingo III post Pentecostés; op. cit., p. 297; cfr. Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado, 230.
[60] L’O.R., ed. española, n. 607, p. 9.
[61] Juan Pablo II, Homilía en Santa María «in Trastevere», 27/4/1980, n. 5; L’O.R. 4/5/1980, p. 2; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1012.
[62] Juan Pablo II, Alocución a los obispos de la Conferencia Episcopal de Francia en Issy-les-Moulineaux, 1/6/1980, n. 3; L’O.R. 8/6/1980, p.13; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1597.
[63] Juan Pablo II, Alocución a los obispos de la Conferencia Episcopal de Pakistán en visita “ad limina”, 16/3/1985, n. 5; L’O.R. 24/3/1985, p.7; Insegnamenti; VIII, 1 (1985) p. 655.
[64] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa celebrada en la plaza de la Independencia de Acra (Ghana), n. 7, 8/05/1980; L’O.R. 25/05/1980, p. 15; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 1249.
[65] Juan Pablo II, Audiencia general, n. 4, 2/4/1980; L’O.R. 6/4/1980, p. 3; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 791-792.
[66] Juan Pablo II, Discurso en Turín en la plaza Vittorio, n. 6, 13/4/1980, L’O.R. 20/4/1980, p. 16; Insegnamenti, III, 1 (1980) p. 913.