Hostia

El sacerdote cuelga de la hostia que eleva

I

En este día de Jueves Santo hemos de peregrinar espiritualmente al “piso alto”1 , al Cenáculo de Jerusalén ya que allí nació la Eucaristía y el sacerdocio católico. Después de más de 450 años ha vuelto a celebrar Misa por primera vez allí, en su viaje a Tierra Santa, Su Santidad el Papa Juan Pablo II. Y en esa ocasión firmó la carta a los sacerdotes para el Jueves Santo: “Hemos de seguir meditando, de un modo siempre nuevo, en el misterio de aquella noche. Tenemos que volver frecuentemente con el espíritu a este Cenáculo, donde especialmente nosotros, sacerdotes, podemos sentirnos, en un cierto sentido, «de casa». De nosotros se podría decir, respecto al Cenáculo, lo que el salmista dice de los pueblos respecto a Jerusalén: «El Señor escribirá en el registro de los pueblos: éste ha nacido allí» (Sal 87 [86], 6)”2 .

La fe sacerdotal en la presencia real y en el sacrificio eucarístico, está ligada, indisolublemente, a la identidad sacerdotal. De tal modo que, generalmente, toda crisis de identidad sacerdotal es antes, y previamente, crisis de fe eucarística.

Si para todo cristiano la Eucaristía es “misterio de la fe”, con mayor razón lo es para el sacerdote. ¿Por qué? Porque es él el ministro que transubstancia y tiene clara conciencia del poder que obra a través de él, como instrumento. No transubstancia por un poder propio que nace de él, sino por un poder recibido del mismo Jesucristo y transubstancia por el poder de las palabras de Cristo y la fuerza del Espíritu Santo. Tiene clara conciencia que no hay nadie sobre la tierra que tenga más poder que él para transubstanciar; como decía Santo Tomás: “para consagrar no tiene el Papa mayor poder que el simple sacerdote»3 . Y de ahí que, también, tenga clara conciencia de que en eso que hace en el altar, sólo depende de Dios: «el acto del sacerdote no depende de potestad alguna superior, sino de la divina»4 . Es allí, en el momento central de la Santa Misa, donde se encuentra la nada y miseria propia, con el piélago de todo bien y de toda perfección, que es Dios. Especialmente para el sacerdote, ese momento es el punto de contacto de la eternidad y el tiempo, del infinito y lo finito, del ilimitado y lo limitado, de lo invencible y lo caduco…

Decimos, y es verdad, que sólo depende de Dios. Pero alguno podrá preguntarse, ¿no depende también del Obispo que le da las licencias ministeriales para poder celebrar la Misa? Sí, depende del Obispo, pero para “el ejercicio de su potestad”5 , no en cuanto a la potestad misma que ha recibido de Cristo mismo el día de su ordenación.

También entiende el sacerdote que está especialmente ligado a los Apóstoles, de quien es sucesor: “Así a los primeros apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos para renovar in persona Christi el gesto que Jesús realizó en la Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico, «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11). El carácter sacramental que los distingue, en virtud del Orden recibido, hace que su presencia y ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles.

Han pasado casi 2000 años desde aquel momento. ¡Cuántos sacerdotes han repetido aquel gesto! Muchos han sido discípulos ejemplares, santos mártires. ¿Cómo olvidar, en este Año Jubilar, a tantos sacerdotes que han dado testimonio de Cristo con su vida hasta el derramamiento de su sangre? Su martirio acompaña toda la historia de la Iglesia y marca también el siglo que acabamos de dejar atrás, caracterizado por diversos regímenes dictatoriales y hostiles a la Iglesia. Quiero, desde el Cenáculo dar gracias al Señor por su valentía. Los miramos para aprender a seguirlos tras las huellas del Buen Pastor que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11)”6 .

El sacerdote también tiene clarísima conciencia que lo que hace en el altar al transubstanciar no es nada más ni nada menos que el sacrificio perfecto. Es decir, aquel sacrificio al cual no le falta absolutamente ninguna nota para que sea perfecto. Dice el Papa: “Al mismo tiempo, ha sido llevado a su perfección el sentido del sacrificio, la acción sacerdotal por excelencia… «Sacrifico y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo… ¡He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 5-7; cf. Sal 40 [39], 7-9). Según el autor de la carta, estas palabras proféticas fueron pronunciadas por Cristo en el momento de su venida al mundo. Expresan su misterio y su misión. Comienzan a realizarse desde el momento de la Encarnación, si bien alcanzan su culmen en el sacrificio del Gólgota. Desde entonces, toda ofrenda del sacerdote no es más que volver a presentar al Padre la única ofrenda de Cristo, hecha una vez para siempre.

Sacerdos et Hostia. Sacerdote y Víctima. Este aspecto sacrificial marca profundamente la Eucaristía y es, al mismo tiempo, dimensión constitutiva del sacerdocio de Cristo y, en consecuencia, de nuestro sacerdocio…

En el Pan Eucarístico está el mismo Cuerpo nacido de María y ofrecido en la Cruz”7 .

Este es el punto. La verdadera fe en la Eucaristía es la que suscita, despierta, alimenta, desarrolla, consuma y sostiene hasta el fin, la vocación sacerdotal. Y esto es algo que hay que cuidar. Decía Don Orione: “Especialmente en estos tiempos, usemos toda clase de cautelas – y aquí hablo particularmente a los sacerdotes jóvenes y a los clérigos (seminaristas) – para conservar la Fe, y conservarla pura e incontaminada: la pureza de la Fe es cosa tan preciosa, que se ha de anteponer a todas las cosas”8 . Y debemos recordar siempre para no errar en la fe eucarística, aquella sentencia de ese sacerdote tan sabio, el abad benedictino Don Anscario Vonier: “El contenido de la Eucaristía es tan vasto que quienquiera acepte con fidelidad la transubstanciación y la Presencia Real no puede equivocarse fundamentalmente después”9 .

El sacerdote sabe que, de manera especial en el momento de la consagración, está en el corazón de la Iglesia. Y ese estar en el corazón de la Iglesia es también estar en el corazón del sacerdocio católico: “El misterio eucarístico, en el que se anuncia y celebra la muerte y resurrección de Cristo en espera de su venida, es el corazón de la vida eclesial. Para nosotros tiene, además, un significado verdaderamente especial: es el centro de nuestro ministerio. Éste, ciertamente, no se limita a la celebración eucarística, sino que también implica un servicio que va desde el anuncio de la Palabra, a la santificación de los hombres a través de los sacramentos y a la guía del pueblo de Dios en la comunión y en el servicio. Sin embargo, la Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo conduce. Junto con ésta, ha nacido nuestro sacerdocio en el Cenáculo.

 «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19): Las palabras de Cristo, aunque dirigidas a toda la Iglesia, son confiadas, como tarea específica, a los que continuarán el ministerio de los primeros apóstoles. A ellos Jesús entrega la acción, que acaba de realizar, de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, la acción con la que él se manifiesta como Sacerdote y Víctima.

Cristo quiere que, desde ese momento en adelante, su acción sea sacramentalmente también acción de la Iglesia por las manos de los sacerdotes. Diciendo «haced esto» no sólo señala el acto, sino también el sujeto llamado a actuar, es decir, instituye el sacerdocio ministerial, que pasa a ser, de este modo, uno de los elementos constitutivos de la Iglesia misma.” De tal manera que podemos decir, y en rigor es verdad, que el sacerdote hace a la Iglesia, así como la Iglesia hace al sacerdote.

“Esta acción tendrá que ser realizada «en su memoria». La indicación es importante. La acción eucarística celebrada por los sacerdotes hará presente en toda la generación cristiana, en cada rincón de la tierra, la obra realizada por Cristo. En todo lugar en el que sea celebrada la Eucaristía, allí de modo incruento, se hará presente el sacrificio cruento del Calvario, allí estará presente Cristo mismo, Redentor del mundo…”10 .

Por eso, en rigor de verdad, el sacerdote cuelga de la Hostia que eleva.

    II

Todas las dificultades que puedan haber en la vida sacerdotal (que son muchas) se disipan por la fuerza de la Eucaristía:

– ¡Que nos falta santidad personal! ¿Y a quién no? Pues hay que recordar las verdades de la Fe. “Es verdad. En la historia del sacerdocio, no menos que en la de todo el pueblo de Dios, se advierte también la oscura presencia del pecado. Tantas veces la fragilidad humana de los ministros ha ofuscado en ellos el rostro de Cristo. Y, ¿cómo sorprenderse, precisamente aquí, en el Cenáculo? Aquí no sólo se consumó la traición de Judas, sino que el mismo Pedro tuvo que vérselas con su debilidad, recibiendo la amarga profecía de la negación. Al elegir a hombres como los Doce, Cristo no se hacía ilusiones (tampoco nosotros debemos hacernos ilusiones): en esta debilidad humana fue donde puso el sello sacramental de su presencia. La razón nos la señala Pablo: «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4, 7).

        Por eso, a pesar de todas las fragilidades de sus sacerdotes, el pueblo de Dios ha seguido creyendo en la fuerza de Cristo, que actúa a través de su ministerio. ¿Cómo no recordar, a este respecto, el testimonio admirable del pobre de Asís? Él que, por humildad, no quiso ser sacerdote, dejó en su testamento la expresión de su fe en el misterio de Cristo presente en los sacerdotes, declarándose dispuesto a recurrir a ellos sin tener en cuenta su pecado, incluso aunque lo hubiesen perseguido. «Y hago esto –explicaba– porque del Altísimo Hijo de Dios no veo otra cosa corporalmente, en este mundo, que su Santísimo Cuerpo y su Santísima Sangre, que sólo ellos consagran y sólo ellos administran a los otros» (Fuentes Franciscanas, n. 113)”11 . Si el pan y el vino se transubstancian por el poder de Dios, el poder de Dios también puede cambiar mi pobre corazón.

– ¡Que tenemos problemas pastorales! Su principio de solución está en la Eucaristía “El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración eucarística depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía”12 . Quien obra el milagro de la Eucaristía puede dar solución a todos los problemas pastorales, si quiere.

– ¡Que muchos abandonan el ministerio sacerdotal! Todavía son alrededor de novecientos por año. No abandones la Eucaristía y no abandonarás el ministerio: “Caerán a tu lado mil, y a tu derecha diez mil; a ti no te tocará” (Sal 91, 7), haciendo lo que hay que hacer, con la gracia de Dios. ¡Muchos perseveraron y perseveran, y muchos, aunque les tocase vivir bajo el Anticristo, perseverarán! El poder de Dios que transubstancia el pan y el vino no se agota, y ese poder que no se agota te dará, si hacés lo que tenés que hacer, la gracia de la perseverancia final, a pesar de todas tus limitaciones.

– ¡Que estamos a 2000 años de distancia de lo que ocurrió en el Calvario y en el Cenáculo! Para Dios “un día es como mil años y mil años como un día” (2 Pe 3, 8). El sacerdote sabe que, como lo dice muy bien Don Vonier: “después que Cristo en la Última Cena hubo realizado el milagro de la primera consagración, el prodigio estaba completo, nada nuevo ha sucedido desde entonces. El hecho de que millares de sacerdotes consagren hoy en todas partes del mundo no constituye un completar el milagro. Todo estaba, desde el primer momento, contenido en la Transubstanciación. Ella es el poder de Cristo para transformar el pan en Su Cuerpo y el vino en Su Sangre. Ahora bien, este poder es absoluto, nada lo limita. Si puede hacerse una vez, podrá repetirse siempre, en todas partes, dondequiera haya pan y vino13 “, y donde quiera haya alguien ordenado válidamente que tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. De modo tal que no hay distancia ni espacial ni temporal entre la Eucaristía y el Cenáculo y el Calvario, ya que en la Eucaristía ambos se hacen presente. Hoy es como ayer. Dios “no se cambia”14 .

        ¡No tengamos miedo! En el Cenáculo “comenzó para el mundo la nueva presencia de Cristo, una presencia que se da ininterrumpidamente donde se celebre la Eucaristía y un sacerdote presta su voz, repitiendo las santas palabras de la institución”15 .

        ¡Volvamos a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Hagamos redescubrir este tesoro a nuestras comunidades en la celebración diaria de la Santa Misa y, en especial, en la más solemne de la asamblea dominical. Que crezca, gracias a nuestro trabajo apostólico, el amor a Cristo presente en la Eucaristía”.

        El Congreso Eucarístico Internacional de este año: “… será un acontecimiento central del Gran Jubileo, que ha de ser un “año intensamente eucarístico”16 . Este Congreso pondrá de manifiesto precisamente la íntima relación entre el misterio de la Encarnación del Verbo y la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo”17 .

        La Madre Admirable que fue cáliz y copón nos haga gustar la verdad de esta maravilla que es la Eucaristía.