Con frecuencia vemos en los santos la gran necesidad que tenían de fundir su vida con la vida de Cristo. Se ve como una obsesión particularísima en ellos de querer ser uno con Cristo.
– Así, por ejemplo, San Luis María decía: «Señor, que quienes a mí me vean, a Ti te vean…».
– Santa Teresa: «Señor, quiero ser una contigo…».
– El Santo Cura de Ars: «Padre eterno, quiero ser otro Cristo…».
– San Juan Evangelista: Hijitos míos, todavía no se ha manifestado lo que seremos… sabemos que cuando se manifieste seremos igual a Él (1Jn 3, 10).
– Marcelo Morsella: «Señor, quiero ser una Hostia blanca…».
– San Pablo misionero de las gentes decía: Con sumo gusto me gloriaré de mis flaquezas para que la fuerza de Cristo habite en mí…. (2Cor 12, 9). Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús (Col 3, 17). Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús… (Flp 2, 5). Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo Jesús… (Flp 3, 7-8). Y tanto era el deseo que tenía de ser uno con Cristo, que el mismo Cristo no lo dejó sin haber logrado alcanzar su deseo; y así pudo decir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí… (Ga 2, 20).
Ahora bien, ser otro Cristo es el fin principal de nuestra vida: y de modo particular, con el ejemplo silencioso de nuestra vida, manifestar a Cristo, luz eterna. De suerte que no sólo hemos sido llamados a estar cerca de Cristo, sino a ser otro Cristo, si no con el esfuerzo, al menos con el deseo; aunque el deseo sin el esfuerzo no aprovecha.
Todo nuestro ser y obrar debe hablar de Cristo y de Cristo crucificado. Y ciertamente, si fuésemos fieles a las gracias de Dios y en especial a la gracia particularísima de la vocación, en poco tiempo se diría de nosotros, lo que dijeron aquellos que fueron a ver al Cura de Ars: «Hemos visto a Dios en un hombre…» O cuando alguien hable con nosotros, tendría que decir como dijeron aquellos judíos de Cristo: Nunca nadie antes nos ha hablado como este, habla como quien tiene autoridad… (Mt 7, 29)
Cierto es, como dice Santo Tomás, «que las acciones de Cristo son de la persona, por eso todo lo que Él hizo fue sólo un acto divino, pues su persona era divina».
Y esto debe ser aplicado, análogamente, a nosotros. Todas las acciones que hagamos, aún las más insignificantes, deben ser atribuidas a la persona de Cristo en nosotros. Y esto es no sólo importante sino fundamental y con una resonancia eterna.
Pero para llegar a ser uno con Cristo o para ser otro Cristo, como los santos querían y alcanzaron, se requiere de nuestra parte, no una entrega a medias; no una entrega en algunos lugares o en algunas cosas solamente; no una entrega en algunos momentos; sino una entrega total y plena, en cualquier parte y tiempo que sea.
Son de estos los Sacerdotes que pedía San Felipe a Dios Padre cuando decía: «Dadme mi Señor, diez sacerdotes con el espíritu de Cristo, tu divino Hijo, y respondo por la conversión del mundo entero…».
O como dijo el demonio refiriéndose al cura de Ars, que ciertamente era un sacerdote con el espíritu de Cristo: «Con dos como este hubiese perdido todo mi reino en el mundo…»
Y si logramos ser uno con Cristo, en primer lugar ciertamente no será por ningún mérito de nuestra parte, sino por pura gracia y misericordia de Dios, que conoce nuestra nada. Y en segundo lugar, entonces sí podrá decir la gente: «Hemos visto a Dios en un hombre…».
Y en este trabajo personal de unirnos con Cristo, la Iglesia y las almas tienen puesta toda su esperanza:
La Iglesia primero, porque como dice el Papa: «Hoy más que nunca ella necesita de un clero que viva de Cristo y en Cristo, apareciendo ante los hombres como Cristo; un clero que ilumine al mundo entero que está en tinieblas… Pero esto sólo se logrará, dice el Santo Padre, con una identificación plena con Cristo y Cristo crucificado…».
Pero sobre todo, las almas esperan nuestra unión con Cristo, porque de nuestra unión con Cristo depende mucho su salvación. Actualmente la crisis de las almas y del mundo entero es crisis de identificación con Cristo, a las almas les falta Cristo, pero bien reza el principio: «nadie da lo que no tiene». O como decía otro autor: «El hielo del pecado asentado en las almas se ha hecho piedra, y no lo derretiremos con teorías entibiadas a la luz de una vela, sino solamente con el fuego penetrante del amor divino…».
Por tanto, fundamos nuestra vida con la vida de Nuestro Señor Jesucristo, en la medida que esto esté de nuestra parte. De suerte que si algo iluminamos, sea porque estamos unidos con Él que es la luz por esencia; que si unimos algún fiel a la Pasión de Cristo, sea porque nosotros estamos clavados con Cristo en la cruz; que si a alguien confirmamos, sea porque nosotros estemos confirmados por y con Cristo; y finalmente, si a alguno alegramos y resucitamos su esperanza, sea porque nos hemos alegrado con la resurrección de Cristo, y hemos resucitado con Cristo y para Cristo, el único que tiene palabras de vida eterna.[1]
[1] Cfr. Jn 6, 68.