El sacerdote vuelve a los hombres propicios ante Dios
Por razón del pecado todos los hombres nacemos como hijos de ira (Ef 2, 3), como enemigos de Dios y separados de Él, sin la gracia santificante. Por eso todos los hombres y mujeres necesitamos reconciliarnos con Dios. Por tanto, es necesario volvernos propicios a Dios. Propicio es hacernos capaces de recibir un favor, es Dios que se vuelve favorable hacia nosotros, se inclina a hacernos bien, es hacernos capaces de poder volver a recibir su gracia, su favor, su benevolencia.
Hoy día los hombres, en general, han perdido la noción de que es necesario que Dios sea favorable a nosotros. Ello se debe a que se ha perdido la noción de Dios, y por haberse perdido la noción verdadera de Dios, se ha perdido la noción de la gravedad del pecado y, por tanto, de la obligación que tenemos de pagar, en estricta justicia, por razón de nuestros pecados. De ahí que se haya perdido la noción de la propiciación, que es una acción agradable a Dios, con que se le mueve a piedad y misericordia respecto de nosotros. De ahí, también, que muchos no valoran, como corresponde, la realidad de la Santa Misa como sacrificio propiciatorio por nuestros pecados; es decir, que tiene virtud de hacernos propicios ante Dios.
1. El Santuario y la propiciación en el Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento se trataba de hacer a los hombres propicios ante Dios por medio de determinadas ceremonias cultuales, que tenían lugar en el Santuario terrestre, es decir, el tabernáculo que Moisés hizo por orden de Dios en el desierto y cuya continuación era el templo de Jerusalén; y era así: Encima del arca, los querubines de gloria cubrían con su sombra el propiciatorio (Heb 9, 5).
Se componía el Santuario de Salomón de tres cuerpos:[1]
1ra. habitación o vestíbulo llamado en hebreo Ulam (de una raíz que significa «estar delante»). Allí estaría el altar de bronce, de los holocaustos, de los sacrificios.[2] Estaba fuera del templo, al exterior. Atravesando el vestíbulo, una doble puerta de ciprés daba paso a la:
2da. sala, cuyo nombre era Hekal (que tiene en hebreo y en fenicio el doble sentido de «palacio» y de «templo») o, también, llamado el Santo (=Qodesh), cuyo interior estaba recubierto de placas de madera de cedro, con esculturas de querubines, guirnaldas de flores y palmeras donde se hallaba:
– el altar del incienso (llamado altar de cedro);[3] la mesa de cedro, recubierta de oro, para poner los panes de la presencia o de la propiciación;[4] los diez candelabros de oro.[5] Del hekal por un doble velo -paroketa- se pasaba a la:
3ra habitación, en forma cúbica, de 10 metros de ancho por 10 metros de largo por 10 metros de alto, a un nivel más alto y sin iluminación alguna, era el Debir o cella o Santísimo (era el Sancta Sanctorum = Qodesh qodashim) donde habitaba Dios y en ella había:
– el Arca de la Alianza[6] (una caja de madera de acacia de 1, 25 m de largo, por 0, 75 m de alto y de ancho, cubierta toda ella de oro y provista de anillas por donde se ponían las barras para ser llevada). Sobre el Arca se encontraba una chapa de oro del mismo tamaño, llamada kapporet, el «propiciatorio» que tenía en sus extremos dos esculturas de querubines que protegen el propiciatorio con sus alas extendidas.[7] Dentro del Arca, las dos tablas de la Alianza de Moisés en el monte Sinaí,[8] estaba la vara de Aarón que reverdeció y un vaso de oro con muestras del maná.
Los sacerdotes levíticos entraban siempre en «el Santo», pero nunca al Sancta Sanctorum. Allí sólo entraba el Sumo Sacerdote una vez al año, el día del Yon Kippur, el 10 del séptimo mes Tishri, era el día por excelencia en que Dios remitía -borraba- los pecados de los sacerdotes, de los príncipes y del pueblo: Mas en el segundo una sola vez al año entraba el Sumo Sacerdote, solo y no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia del Pueblo (Heb 9, 7).[9] El Sumo sacerdote ofrecía un toro por sus pecados y por los pecados de todos los sacerdotes aarónicos; penetraba en el Sancta Sanctorum e incensaba el propiciatorio, rociándolo con la sangre del toro.[10] Luego inmolaba un macho cabrío por los pecados del pueblo y rociaba con su sangre el propiciatorio,[11] como había hecho con la sangre del toro. Además había otras ceremonias.[12]
El Sancta Sanctorum era el lugar sagrado por excelencia, sede de la presencia de Dios, era el trono de la gloria de Yahvé,[13] era la shekinah de Dios. Asimismo, era el signo de la elección divina, ya que esa presencia es una gracia. Es una consecuencia de la elección del rey David y de la permanencia de su dinastía en Jerusalén y su protección.
En la actualidad los judíos religiosos van a rezar al Muro de los Lamentos o Muro Occidental (Western Wall), a los restos de Muro que quedan del Templo, porque es el lugar al que pueden acceder más cercano al Sancta Sanctorum y ese Muro es el que está más cerca de donde estaba el Sancta Sanctorum, de ahí que consideren que le trasmite su carácter sagrado.
Dice Orígenes: «Una vez al año, el Sumo Sacerdote, dejando afuera al pueblo, entraba en el lugar donde se hallaba el propiciatorio, los querubines, el arca de la alianza y el altar de los aromas; lugar donde sólo al Sumo Sacerdote le estaba permitido entrar».[14]
El sacerdote de la Antigua Alianza entraba una vez al año en el Santuario -Sancta Sanctorum- de Jerusalén, y después de entrar, derramaba sobre el propiciatorio sangre de animales por los pecados del pueblo y los suyos.
El propiciatorio era una especie de cubierta de oro sobre el Arca porque por la sangre derramada sobre él hacía a los hombres propicios ante Dios.
A saber, entonces, el sacerdocio del Antiguo Testamento, en la persona del Sumo sacerdote, debía entrar una sola vez al año al propiciatorio (durante todo su ministerio), para hacer la expiación de sus pecados y los del pueblo; derramaba sangre de animales muertos; el valor de ese sacrificio era limitado: eran sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador (Heb 9, 9).
3. Jesucristo hecho instrumento de propiciación
Dice Orígenes: «Pero fijémonos en nuestro verdadero Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo. Él, habiendo tomado la naturaleza humana, estaba con el pueblo todo el año, aquel año, a saber, del cual dice Él mismo: Me envió a evangelizar a los pobres y a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4, 18). Y, una vez durante este año, el día de la expiación, entró en el Santuario, es decir, cuando cumplida su misión, penetró en los cielos, entró en la presencia del Padre, para hacerle propicio al género humano y para interceder por todos los que creen en él».[15]
Jesucristo antes de entrar, y por única vez, al Santuario Celestial (teniendo, hermanos, en virtud de la sangre de Jesús, firme confianza de entrar en el Santuario que Él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne. Heb 10, 19-20), constituido Sacerdote para siempre, había derramado como Víctima su sangre de valor infinito, y así obtuvo la redención eterna, pues el Padre lo puso como instrumento de propiciación por la fe en su sangre (Ro 3, 25) con una eficacia definitiva que no tuvo aquel antiguo propiciatorio.[16]
«El Apóstol Juan, conocedor de esta propiciación que nos reconcilia con el Padre dice: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo el justo. Él es propiciación por nuestros pecados (1Jn 2, 1)».[17] ¡Él es propiciación por nuestros pecados!
También Pablo alude a esta propiciación cuando afirma de Cristo: A quien Dios ha propuesto como instrumento de propiciación, por su propia sangre y mediante la fe (Ro 3, 25). Por lo tanto, el día de nuestra propiciación continúa hasta el fin del mundo.
Dice la palabra de Dios, refiriéndose al propiciatorio del Antiguo Testamento: Pondrá el incienso sobre las brasas delante del Señor, para que el humo del incienso cubra el propiciatorio que está sobre el documento de la alianza, y así el no muera. Después tomará sangre del novillo, y rociará con el dedo el lado oriental de la placa o propiciatorio (Lv 16, 13-14). Pero tú que eres cristiano… «tú que has venido a Cristo, verdadero sumo sacerdote, que con su sangre te hizo a Dios propicio y te reconcilió con el Padre, trasciende con tu mirada la sangre de las antiguas víctimas y considera más bien la sangre de Aquel que es la Palabra, escuchando lo que Él mismo te dice: Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
4. La Misa, sacrificio propiciatorio
La Misa es un sacrificio propiciatorio, «porque es la misma y única hostia, el mismo que se ofreció entonces a sí mismo en la cruz, es el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, con la sola diferencia, en la manera de ofrecer».[18]
La Misa es, ante todo, la oblación que Cristo hace de sí mismo, como en otro tiempo en el Calvario. Uno y el mismo es el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la Misa. Sólo hay una doble distinción accidental entre los dos sacrificios, puesto que a diferencia del sacrificio del Calvario, la Misa es un sacrificio incruento, y porque la Víctima se ofrece por el ministerio del sacerdote delegado por Cristo, no por sí mismo como en la cruz.
De ahí que la propiciación de Cristo por su sacrificio único:
– bastó a causa de su valor infinito;
– consistió en la inmolación de Cristo mismo derramando su propia Sangre;
– entró al Santuario de una vez para siempre.
El sacerdote ministerial celebra la Misa, que es el verdadero sacrificio de propiciación, de expiación, por la sangre derramada de Cristo y nos hace propicios a Dios y nos reconcilia con el Padre.
¡El día de nuestra propiciación continúa hasta el fin del mundo!
¡Mientras se celebre la Misa!
¡Él, Cristo, es propiciación por nuestros pecados!
[1] Cfr. R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento (Barcelona 1964) 410ss.
[2] Cfr. 1Re 8, 64; 9, 25; 2Re 16, 14.
[3] Cfr. 1Re 6, 20-21.
[4] Cfr. 1Re 7, 48.
[5] Cfr. 1Re 7, 48-49.
[6] Cfr. Ex 25, 10-22; 37, 1-9.
[7] Cfr. 1Re 8, 6.
[8] Cfr. Dt 10, 1-5.
[9] Cfr. Lv 16.
[10] Cfr. Lv 16, 11-14.
[11] Cfr. Lv 16, 15.
[12] Cfr. R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento (Barcelona 1964) 636ss.
[13] Cfr. Jr 14, 21.
[14] Orígenes, Homilía 9, 5: PG 12, 515.523.
[15] Orígenes, Homilía 9, 5: PG 12, 515.523.
[16] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 433.
[17] Orígenes, Homilías, 9, 5.
[18] Concilio de Trento, DS 1743.1753; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1367.