Celebramos hoy la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, es decir, celebramos la Fiesta de Jesucristo cantando su Primera Misa.
Antiguamente se decía «cantar» la primera Misa, por eso al neo sacerdote se le llamaba «misacantano», el que canta la primera Misa, «aún cuando sea rezada»[1]. En la actualidad ya no es tan común el término.
Por eso ustedes, muchas de las cuales tienen hermanos o parientes sacerdotes o seminaristas, deben saber que al seminarista hay algo que lo determina, y que es el fin de todas sus acciones y de todas sus obras, que es cantar la Misa. Por eso, cuando uno es seminarista y realmente tiene vocación, entra al Seminario ya pensando en su primera Misa, y durante el Seminario vive pensando en esa primera Misa, y a medida que van pasando los años cada vez más. En el fondo, la formación que se debe brindar en el Seminario es una formación para que el candidato sepa celebrar y celebre bien la Santa Misa. Cuando se va acercando el tiempo de la ordenación, ya piensa dónde será que la va a cantar por primera vez, cuándo., con ocasión de qué (normalmente es alguna fiesta de la Virgen María, o alguna fiesta importante), cómo., quién cantará en el coro, cómo se solemnizará; a quiénes invitar: parientes, amigos, conocidos; qué ornamentos usar, qué motivos llevará el estolón, cuáles serán los colores de la casulla y de la estola, cómo el alba. Cuál será el cáliz de la primera Misa. Porque realmente es algo muy importante cantar la primera Misa. Es el objeto de su vida, es el concretar su vocación. Es lo que ha de llenar luego todos los años que viva en este mundo, y ha de ser su gloria en la eternidad.
Si así ha sucedido con todos los seminaristas que han pasado por el mundo, con todos los sacerdotes, con todos los obispos, aún juntando los deseos de todos ellos, serían menores que el deseo que tuvo Nuestro Señor Jesucristo de ¡cantar su Misa! Pues si así pasa con un sacerdote como nosotros, que somos humanos, limitados y pecadores, imaginemos lo que tuvo que haber sido Nuestro Señor, Sumo y Eterno Sacerdote. Cómo ansió su primera Misa, y cómo la ansió más que ninguno, y más que todos juntos.
Por eso dice Jesús en el Evangelio: Desiderio desideravi. (Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer) (Lc 22,15). No es un deseo cualquiera, es un deseo intenso, profundo, ardiente de comer esta Pascua con vosotros.
Y cómo Él, más que ninguno, que conocía todos los detalles y los elegía, buscó que no faltase nada para que realmente ese sacrificio por la salvación de toda la humanidad de todos los tiempos fuese realmente algo excepcional. En el caso de Él, iba ser la primera Misa, la última Misa y la única Misa.
Él tenía plena conciencia que en sí recapitulaba lo que, en figura, los antiguos sacrificios del Antiguo Testamento significaban. El sacrificio de Abel, el sacrificio de Abraham, el de Melquisedec, el sacrificio del Cordero Pascual, los holocaustos, las hostias pacíficas, las hostias por el pecado… El Sacrificio de Él no iba a ser figura, sino que iba a ser la realidad significada, de alguna manera, por aquellos sacrificios de la Antigua Ley. Iba a ser el sacrificio de expiación por los pecados de todos los hombres. Sacrificio que principia de manera sacramental en la Última Cena, cuando convierte el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre; que consuma en la Cruz, y que perpetúa a través del tiempo y hasta el fin del mismo en nuestros altares. Por eso Él mismo, llevado por ese deseo de celebrar su primera, su última y su única Misa, expresa en el Evangelio: Desiderio desideravi, (ardientemente he deseado) (Lc 22,15). No de cualquier manera sino que ardientemente ha deseado comer con los Apóstoles la Pascua, antes de padecer.
¿Dónde iba a ser su Sacrificio? Iba a ser primero instituido el sacramento en el Cenáculo, e iba a realizarse en el monte más pequeño del mundo -tiene apenas 5 metros de altura sobre el terreno circundante-, y, sin embargo, es el monte más grande del mundo: ¡el Gólgota, el Monte Calvario, por lo que ocurrió sobre él!
¿Cuándo? Él sabía la hora y el día perfectamente bien. Iba a ser el 14 del mes de Nissan, cuando caía el plenilunio del equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Y era la Pascua judía, que desde allí perdió valor, porque la figura pasa al llegar la verdad de la Pascua cristiana. Allí estaba el verdadero Cordero de Dios. Él lo había dicho: viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1). Cuando no iba a estar más en especie propia en este mundo, elige quedarse en especie ajena: habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin, hasta derramar la última gota de su sangre, hasta no poder dar más, hasta toda la eternidad.
Y también conocía perfectamente el «dónde» y el «cuándo» de todas las demás Misas que se celebrarían a lo largo de toda la historia. Las vio a todas, y a todas las deseó, porque en cada Misa es Él el sacerdote principal, es el protagonista. Él ofreció, estando en esta vida terrena, todas y cada una de las Misas que iban a celebrarse en el mundo, porque siendo Dios todo lo sabe y lo conoce, y sabía por eso dónde se iban a celebrar, cuándo, quiénes iban a estar presentes, y por quiénes se ofrecerían. Y así hizo el acto soberano y sacerdotal de ofrecer de una vez para siempre el sacrificio de sí mismo, en el que están todas las Misas de la historia.
¿Cómo? ¿Cuáles iban a ser sus ornamentos? Sus ornamentos iban a ser la púrpura de su Sangre.
¿Cuál iba a ser el altar? Él mismo debía ser el altar. Ofreció el sacrificio sobre el altar de su Cuerpo. De una manera gráfica, pictórica, se ofrece sobre la cruz. De allí que la cruz es, desde entonces, signo del sacrificio del Señor.
¿Cuál iba a ser la materia? Él mismo. Su Cuerpo ofrecido como víctima, su Sangre derramada por toda la humanidad. Y son la materia del sacrificio de la Misa.
Jesucristo es siempre Sacerdote, Altar y Víctima, del único sacrificio, sacrificio abrasado en amor. Si vibra el corazón del sacerdote ¡cuánto más el de Cristo!
Y es por eso que, en ese momento, el Corazón de Jesús vibra, en primer lugar, por la gloria de Dios. Porque ¿a quién amaba Jesús?
Primero, al Padre. Nos consta por los Santos Evangelios que lo nombra al Padre. En el Templo, a los doce años, dice: es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre (Lc 2,49). En el Sermón de la Montaña cuando nos enseña a rezar el “Padre Nuestro” y nos enseña a buscar el Reino de Dios y su Justicia. En el Sermón de la Última Cena: Padre, glorifica tu Nombre (Jn 12,28). En las siete palabras de la Cruz, la primera palabra fue Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34); y la última, Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46). Él sabe que es necesario su sacrificio para devolver al Padre la honra manchada por el pecado de Adán y los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. Eso es lo formal del sacrificio, reconocer la infinita Majestad de Dios y nuestra dependencia absoluta respecto de Él.
Por eso la oblación de la Víctima, que es Él mismo. Y por eso la oblación implica cierta mactación, reconociendo así la trascendencia divina y la subordinación ontológica, plena y total.
Segundo, a la Madre. Vibra el corazón sacerdotal de Jesús también por su Madre. ¿Cómo recordaría toda su infancia, tantas horas, tantos días pasados junto a la Santísima Virgen? ¿Cómo no recordar que adelanta su hora de hacer milagros por pedido de Ella, en Caná de Galilea? Mujer,… no es aún llegada mi hora (Jn 2,4). No tienen vino… Haced lo que Él os diga (Jn 2,3.5). Esa mujer que, al ver a Jesús, clamó elogiando a la Virgen: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron (Lc 11,27). Y en la Cruz, Mujer, he ahí a tu hijo… He ahí a tu madre (Jn 19,26-27).
Tercero, a la Iglesia, su Esposa. Y en su Esposa la Iglesia, vibraba de amor por los hombres y mujeres de todos los tiempos. También vibraba el Corazón de Jesús, en un día como hoy, por su Iglesia, por los miembros de su Cuerpo Místico de todos los tiempos, de todos los lugares y de todas las lenguas. Era su Esposa con la cual se desposó y que nació de su costado. Y en su Esposa que nació de su costado amaba especialmente a todas aquellas que iban a ser sus Esposas personalmente, con nombre y apellido. Él vio todas las persecuciones que iban a sufrir sus discípulos en todos los tiempos, como lo sufrió Él. Las herejías, cismas, falsos profetas, falsos cristos, los falsos místicos, los bárbaros. Por los niños, por su inocencia; por los enfermos, que con su dolor se configuraban a Él. Por los pecadores, que necesitaban del perdón de los pecados que Él les conseguía en la Cruz. Por los enemigos, a los cuales nos enseñó a perdonar de todo corazón.
Ese es nuestro Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo. Él es Víctima y Sacerdote, al mismo tiempo. Y Él quiso que ese su sacrificio, que es siempre primero, último y único, se perpetuase sobre nuestros altares. Por eso hay Sangre en nuestros altares. Al comer de la Víctima, participamos del Sacrificio. Dice San Pablo: ¿No participan del altar los que comen de las víctimas? (1Cor 10,18).
Por eso, miremos hoy a Cristo, colgado entre el cielo y la tierra porque quiere unir a Dios con los hombres, y a los hombres con Dios. A ese Cristo que quiere quedarse en esa actitud, uniendo los dos extremos, de Dios y del hombre, del hombre y de Dios. Por eso, así como Jesucristo se preparó para su Primera Misa y la deseó ardientemente, los seminaristas y las religiosas, ya desde ahora, tienen que aprender que cada Misa de la que participan tiene que ser como la primera, como la última y como la única, como hermosamente se dice en una sacristía en Europa, indicándole al sacerdote: «Celebra esta Misa como si fuese la primera, como si fuese la última, como si fuese la única».
[1] Diccionario de la Real Academia Española, Espasa Calpe, Madrid 200321, «misa» (cantar misa), 1514.