Escrito publicado en H. Hernández, Sacheri. Predicar y morir por la Argentina, Buenos Aires 2007, 865-868.
Desde siempre he visto en la persona del Dr. Carlos Alberto Sacheri como la plasmación de un espíritu, expresado en tres versículos sucesivos del célebre salmo 51 (50) «Miserere» – nombre original de Plaza Once – «Ten piedad…»:
12 Crea en mí, oh Dios, un puro corazón,
un espíritu firme dentro de mí renueva;
13 no me rechaces lejos de tu rostro,
no retires de mí tu santo espíritu.
14 Vuélveme la alegría de tu salvación,
y en espíritu generoso afiánzame…[1]
La expresión espíritu firme, en hebreo es nákon = firme, sólido; en latín de la Vulgata es spiritum rectum, en el de la NVg. Spiritum firmum; en francés droit = derecho, rector.
Los términos santo espíritu, se refieren al Espíritu del Señor (cf. 1Sa 16, 13); en latín Vg. y NVg. Spiritum santus; en fr. Esprit Saint.
Las palabras espíritu generoso, en hebreo es «espíritu de buena voluntad»; la versión en griego de los LXX habla de πνεύματι ἡγεμονικῷ = espíritu superior, principal[2]; la NVg. de spiritu promptissimo; en fr. Esprit généreux; la Vg. de spiritu principali.
Teniendo en cuenta las diversas, aunque sinónimas, palabras textuales del salmo, podemos hacernos una idea muy exacta de lo que pide el santo profeta David a Dios: un espíritu que sabrá resistir la tentación, que jamás se doblegue ante el mal; que lo proteja y conduzca; que vaya espontánea y corajudamente al bien, siendo por tanto, valeroso, esforzado, valiente, animoso… el «el espíritu de hegemonía» implica supremacía de cualquier tipo (del gr. ἡγεμονία = reino, gobierno, principado, potestad… dirección, jefatura, leadership, liderazgo…) que dirige al hombre y le ayuda a sobreponerse a sus malas pasiones; un espíritu digno de un príncipe[3], traduce Straubinger «espíritu de príncipe».
Las tres expresiones vienen a ser lo mismo[4].
Pues un hombre tal era Sacheri: era un príncipe que tenía el señorío de un verdadero rey. Así era en su porte externo, así era en su interior, en su pensamiento – como se puede ver en sus escritos, conferencias, clases, etc. – en el talante de su voluntad magnánima siempre pronta a cosas grandes, en su formación profesional, en su cultura general, en el trato con la gente, en el uso de sus bienes, en el amor a Dios, a su Patria, a su familia y a sus amigos. Era un hombre óptimo, superior. Dios había creado en él – el heb. bara es crear en sentido estricto, como también renovar -, con su colaboración que también era gracia, un espíritu como había pedido para sí el santo rey David.
Ello lo llevó a realizar obras de gran envergadura, para gloria de Dios y honra de la Iglesia, como, en especial, su libro La Iglesia clandestina en el que denunciaba las infiltraciones marxistas en la Iglesia romana, libro que regó con la fecundidad de su sangre martirial.
El domingo 22 de diciembre de 1974, delante de toda su familia, viniendo en automóvil de Misa, un esbirro del ERP lo asesinó. Naciendo a la Vida, cerca de Navidad. Porque no hay duda que la sangre derramada por Cristo produce una purificación radical de todos los pecados y una perfecta incorporación a Cristo[5].
Podemos aplicarle a él lo que enseña San Metodio de Sicilia hablando de un mártir: «enrojecía y embellecía, sus labios, mejillas y lengua con la púrpura de la sangre del verdadero y divino Cordero […] De este modo, su mística vestidura es un testimonio que habla por sí mismo a todas las generaciones futuras»[6]. Buscaron de callarlo, pero su muerte fue de una enorme elocuencia para sus contemporáneos y lo es para las futuras generaciones.
San Máximo de Turín dice del mártir que: «vence muriendo por la fe quién sería vencido viviendo sin fe»[7]. Ya su Maestro había enseñado: «Por todo aquel que se declare ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 32); «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 39); «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12, 25).
¿Y no podrá ser que se esté dando entre nosotros aquella realidad que tan bien expresó Tertuliano: «Sangre de mártires, semilla de cristianos»? ¿Tal vez la sangre fecunda de Sacheri no se esté multiplicando en vocaciones, misiones y conversiones? ¿Existirá alguien que pueda transformar su sangre en estéril? ¿Quizá algún zurdoso y los nuevos Torquemadas del laicismo furibundo, que además se creen el Ser Supremo? Que hagan fuerza… a ver si lo consiguen.
Sacheri no trabajó para un Señor que se le pueda morir. Y allí está la diferencia.
[1] Biblia de Jerusalén, Bilbao 1998.
[2] Cf. BDAG Lexicon, 3408.
[3] «Cette à dire, digne d’un prince», L.C. Fillion, Saint Bible, t. IV, 159 (n. 12-14).
[4] «Les trois expressions reviennent au meme», idem.
[5] Tertuliano ya afirmaba: «Nosotros creemos que este martirio es la remisión de todas las ofensas, y que aquel que es condenado por vuestros tribunales es absuelto ante Dios» (Apologeticus II, 17). Santo Tomás de Aquino enseña que el derramamiento de la sangre por Cristo produce los efectos del bautismo (II-II, 124. 1 ad 1), entre los que se cuenta la remisión de todos los pecados: original, y pecados personales, tanto pasados como actuales, veniales y mortales (III, 69, 1). Además así como en el bautismo la pasión de Cristo produce la remisión de los pecados por una cierta representación figurada de la muerte y de la resurrección de Cristo, en la muerte violenta la produce incluso por imitación de la misma pasión (III, 66, 12), lo cual incluye la voluntad que tiene quien padece de participar de la pasión de Cristo (III, 66, 12 ad 2). El Catecismo de la Iglesia Católica dice que el martirio, al igual que el bautismo, obra una «purificación radical» en relación a los pecados (nº 1434). El texto completo dice: «Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, [se citan la Sagrada Escritura y los Padres], como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de la penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf. St 5, 20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad que “cubre la multitud de los pecados” (1Pe 4, 8)».
[6] Analecta Bollandiana, 68, 76-78.
[7] Serm. 16: ML 57, 875.