Figuras de la Encarnación.
El hecho que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sin dejar de ser Dios, asumiese una naturaleza humana es inefable, es decir, no es adecuadamente expresable y no hay absolutamente ninguna otra realidad como esa. De allí que toda comparación renguea y toda figura es inadecuada, aunque, a su manera, en lo que se asemejan iluminan esta realidad inefable.
1 La creación.
En la creación Dios se revela, se manifiesta: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20). Todas las cosas creadas constituyen necesariamente una irradiación del poder y de la gloria de Dios. El Verbo de Dios, por Quien fueron hechas todas las cosas[1], siempre se manifiesta a través de todas las cosas creadas. La creación «delata» a Dios, «descubre» a Dios, es un «transparente» de Dios, que quiere dar, de esa manera, un mensaje y un regalo personal al hombre y a todos los hombres, de todos los tiempos.
Al dar Dios el ser y la permanencia del ser, está en todas las cosas de modo profundo e íntimo, llenándolo todo con su presencia, su potencia y su esencia; sin ser parte accidental ni esencial de ellas Dios está «en todas las cosas y en lo más íntimo de ellas»[2]. Es la llamada «presencia de inmensidad».
Con todo lo maravilloso que esto es, sólo análogamente es figura de la Encarnación: en ella la humanidad santísima de Jesucristo está unida a la divinidad por razón de la unión hipostática, cosa que de ninguna manera se da en la presencia universal o general de Dios en todas las cosas.
2. La obra artística.
De alguna manera, el hombre «encarna» su espíritu en la obra de arte -sea en la palabra, sonido, materia, color, figura-, en la técnica y en la fiesta.
Al gozar de la grandeza y hermosura de la Basílica de San Pedro, ¿no pensamos, acaso, en el espíritu grande y genial de Miguel Ángel y en Maderno?
Al contemplar un avión Jumbo, o un automóvil de carrera, o una calculadora electrónica, ¿no elevamos la mente al hombre que lo ideó? ¿No nos asombra la idea del artífice hecha realidad en el artefacto? Y esta inmediata consideración, ¿no nos lleva, mediatamente, a considerar la grandeza de Dios que dio a la creatura hecha a su imagen (Gen 1,27) tal sabiduría y poder?
Pues bien, a pesar de la estrechísima relación entre el autor y su obra -en la que de algún modo está presente-, esa unión está a distancias siderales de la que se da en Cristo entre la divinidad y la humanidad unidas en la Persona.
3. La zarza ardiente (Ex 3,2-3)
La zarza que vio Moisés sin consumirse también puede ser figura de la unión hipostática, no en lo que tienen el fuego y la zarza de unión accidental, sino en cuanto indica, de algún modo figurado, la manera en que el Verbo penetra, arde y actúa en la naturaleza humana. Dicho de otra manera, así como la zarza no pierde su naturaleza al recibir la forma de fuego, la naturaleza humana de Cristo no pierde la suya al ser asumida, sustancialmente, por el Verbo.
4. La unión del alma y del cuerpo humano.
Esta imagen es utilizada en el llamado Símbolo Atanasiano[3]. En este caso, dos sustancias, realmente distintas, se unen sustancial e íntimamente, unidas en una única persona. Hay dos actividades pero un mismo, solo y único agente.
Esta unión diverge de la Encarnación porque alma y cuerpo entran en composición ya que son parte (co-principios); porque sus actividades no son absolutamente independientes; y porque la persona humana no existe antes de la unión del alma y el cuerpo. Advierte Santo Tomás que esta semejanza vale no en cuanto el alma es forma y el cuerpo materia, sino en cuanto el alma se une al cuerpo como a un instrumento propio y unido[4].
5. Una hipótesis.
Puede ayudar a atisbar el misterio de la Encarnación el pensar en una hipótesis.
Supongamos que fuese necesario evangelizar a los sapos y para ello es necesario que un cristiano, sin perder su inteligencia y voluntad, tuviese que dejar su cuerpo humano para asumir con su alma humana un cuerpo «sapuno». Sería una persona humana anonadada por la limitación inherente a la naturaleza corporal del batracio, dispuesta a sufrir por las inclemencias del tiempo, por los lugares que debería frecuentar, por lo que tendría que comer, por donde tendría que andar, por la forma en que podría morir, por todos los posibles maltratos… Dispuesta a renunciar a la lectura de libros, a escuchar buena música, a jugar al fútbol, a divertirse sanamente, a conversar con los amigos, a visitar los enfermos, a participar de la Misa y recibir los sacramentos, a desplazarse rápidamente… Muy grande sería la humildad manifestada por ese hombre, su espíritu de pobreza, de sacrificio, de servicio, de amor por los sapos por el hecho de «ensaparse».
Sin embargo, ese anonadamiento estaría dentro del orden de las creaturas, dentro de la finitud; sería el paso de una creatura superior a una creatura inferior. No es este, ni remotamente, el caso de la Encarnación por la que el anonadarse es de todo un Dios infinito que asume una naturaleza finita. Esto es abismal. Es un infinito anonadarse y un anonadamiento infinito. No se está en el mismo orden como en la hipótesis de la que hablábamos, sino que, en esta realidad, hay un abajarse del orden del Creador al orden de la creatura. Por tanto, abismal también es el ejemplo de las virtudes que nos enseña Jesucristo por su Encarnación: abismal es su humildad, su pobreza, su obediencia, su sacrificio, su paciencia, su dolor, su servicio y su amor por el hombre. ¡Estremece el pensarlo! De trascendente a inmanente, de poderoso a débil, de majestuoso a humilde, de inmortal a mortal, de infinito a finito, de Espíritu purísimo a carne material, de eterno a temporal, de impasible a pasible, de inmenso a chico, de ilimitado a limitado, de omnímodo a siervo, de rico a pobre, de Señor a esclavo, de Rey a súbdito, «de vida eterna a muerte temporal»[5]. Y todo eso, ¡sin dejar de ser Dios! ¡Es un anonadarse abismal!
[1] Cfr. Jn 1,3.
[2] S. Th. I, q. 8, a. 1.
[3] Dz. 40 (DH. 46).
[4] Cfr. S. Th. III, q. 2, a. 6, ad 4; Compendio de Teología, c. 203.209.210.
[5] San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, [58].