matrimonio

Gran misterio es éste

Sermón pronunciado en la Santa Misa de clausura de la IIª Jornada de las Familias, San Rafael, 04 de octubre de 1998.

            Queridos hermanos, quiero referirme a la segunda lectura que hemos escuchado del Apóstol San Pablo a los Efesios, capítulo 5. En este texto, muy cargado de contenido, San Pablo se refiere a dos realidades, entre las que establece una analogía muy profunda: la unión del hombre y la mujer como imagen de la unión de Cristo y la Iglesia. Y pone ambas realidades, la realidad del matrimonio y de la familia en un paralelismo comparativo con la unión de Cristo con la Iglesia .

I

            Para referirnos a esto debemos recordar que el matrimonio, y la familia, constituyen la obra de Dios creador, la obra más grande, la obra más excelsa, ya que es Él el que creó al hombre varón y mujer (cf. Gn 1, 27). Es por eso que en Adán el matrimonio ya era sacramento, y por eso se lo conoce con el nombre de “sacramento primordial” o también “sacramento de la Creación”, porque Dios Invisible se manifiesta de alguna manera en la Creación corporal: “vemos al Invisible en lo visible” (cf. Rm 1, 20).

De una manera particular se manifiesta Dios en quienes creó a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), de tal manera que el hombre –varón y mujer–, aun en su cuerpo, es signo del Invisible, y en la mente de Dios esa primera unión estaba ordenada a mostrar lo que iba a ser otra unión: la unión de su Hijo Jesucristo con la Iglesia. Es por eso que la misma carta a los Efesios nos recuerda que el “Padre de nuestro Señor Jesucristonos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos en Cristo, por cuanto que en Él –en Cristo– nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuéramos santos e inmaculados ante Él en caridad” (Ef 1, 3-4).

En su infinita sabiduría quiso Dios prefigurar, ya en la unión matrimonial de Adán y Eva, lo que iba a ser la entrega irrestricta de su Hijo Jesucristo a los hombres, por amor a los hombres, dándonos una imagen de lo que constituye esa entrega de Jesucristo. Esa imagen es el matrimonio: el esposo que se entrega totalmente a la esposa, y la esposa, que se sujeta libremente al esposo, ya que reconoce en él la cabeza de la familia.

II

Cuando llega la plenitud de los tiempos, es decir, cuando de hecho el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace hombre en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen, esa sociedad primera, esencial, fundamental, creada por Dios, no solamente no es abolida –porque ni el pecado la pudo destruir–, sino que es elevada por Cristo a una dignidad aún mayor: es elevada a la dignidad de sacramento. Es decir, es signo sensible y eficaz de la gracia invisible por la cual el hombre y la mujer, siendo dóciles a la gracia de Dios, pueden amarse de verdad cada vez más, vivir unidos y ser fieles, tener hijos, educarlos y pasar por todas las dificultades de la vida. Es en ese matrimonio llevado a la dignidad de sacramento –o lo que es lo mismo, elevado a un orden sobrenatural– en donde se ve con más fuerza aún lo que es la entrega de Cristo a su Iglesia, es decir, al hombre –varón y mujer–, a todos aquellos redimidos por la Sangre redentora derramada por el mismo Cristo en la cruz.

Por eso es que dice el apóstol en la carta a los Efesios: “las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia y Salvador de su cuerpo” (Ef 5, 22-23). Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus marido en todo:“Vosotros los maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó por ella, para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, a fin de presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga, o cosa semejante, sino santa e inmaculada. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, así mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga, como Cristo a la Iglesia. Por que somos miembros de su cuerpo” (Ef 5, 25-30).

Notemos cómo el Apóstol hace un paralelismo comparativo entre la unión del esposo y la esposa, y la unión de Jesucristo y la Iglesia. Observemos cómo el Apóstol, para designar la relación de la Iglesia con Cristo retoma esa imagen tan hermosa de la Sagrada Escritura del amor esponsalicio que en tantas partes de la Biblia –tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento– expresa lo que es el designio salvador de Dios.

1º. En cuanto a la sujeción: así como la mujer debe estar subordinada al marido –sujeción en Cristo– (y el marido tiene que estar sujeto a su mujer –también en Cristo–), así la Iglesia tiene que estar sujeta a Cristo. Entonces, en este primer momento, así como la mujer debe sujetarse al marido, así la Iglesia debe sujetarse a Cristo.

2º. En cuanto al amor: así como el marido debe amar a su mujer hasta el sacrificio total de sí mismo, así Cristo ama a la Iglesia –es decir, a cada uno de nosotros– encarnándose y muriendo en la cruz totalmente para nuestro bien. El Apóstol hace una bellísima descripción de la entrega de Cristo a la Iglesia, expresando cómo la perfecciona y cómo la ama: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la palabra” (Ef 5, 25-26). Hace referencia al bautismo, pero –según algunos–, también hace alusión al matrimonio, ya que entre los semitas y también entre los griegos había una ceremonia llamada lutroforia por la cual antes del matrimonio los novios debían bañarse, y después de la ceremonia la novia era presentada al que iba a ser su futuro esposo. Hay ejemplos de esta costumbre: en la antigua Grecia, en Tróade, las novias se bañaban en el río Escamandro, y decían: “Recibe, ¡oh Escamandro! mi virginidad!”; en Tebas sacaban del Ismeno el agua para el baño de las novias, y Tucídides dice que los atenienses usaban para el baño nupcial del agua de la fuente Calirroé .

Hay en las palabras del Apóstol una alusión al bautismo y al matrimonio, como también hay alusión a la Eucaristía –lo que estamos celebrando nosotros ahora– porque dice que “el que ama a su mujer a sí mismo se ama, nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta como Cristo a la Iglesia…” (Ef 5, 28-30),y el alimento supersustancial es la Eucaristía.

III

El Apóstol usa la imagen del matrimonio para indicar las relaciones de Cristo con la Iglesia, pero además, versículos más adelante, pide mucho más, exige algo aún más fuerte, que es el paralelismo comparativo: para probar la unidad entre Cristo y la Iglesia, se va a valer el Apóstol de un versículo del libro del Génesis que se refiere al matrimonio: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne” (Ef 5, 31; cf. Gn 2, 24)Se está refiriendo al principio, como dice nuestro Señor en el Evangelio cuando le preguntan: “¿Es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?” (Mt 19, 3)y nuestro Señor dice: “No, al principio no era así” (Mt 19, 8). Nuestro Señor se está refiriendo al sacramento primordial, al matrimonio, sacramento de la Creación, por el cual el hombre deja a su padre y a su madre para ser los dos una sola carne.

Agrega el apóstol: “gran misterio es éste” (Ef 5, 32),y lo aplica a Cristo y a la Iglesia. ¿Qué quiere decir:“gran misterio es éste”? Quiere decir que la unión del esposo y la esposa es prefigurativa de la unión de Cristo y la Iglesia, pero hay que tener en cuenta en esto dos elementos. El primero, que en la unión del marido y la mujer se explica la unión de Cristo con la Iglesia, de alguna manera la ilumina. Pero además, admitido esto primero, la unión de Cristo con la Iglesia ofrece a todo matrimonio cristiano el ideal de lo que tiene que ser su unión: si Cristo amó a su Iglesia hasta derramar su sangre por nosotros en la cruz, así debe hacer el marido respecto a su mujer, y así la mujer debe hacer respecto a su marido.

IV

Como pueden darse cuenta, queridos hermanos, esto le da una dignidad y un significado trascendente al matrimonio cristiano, que evidentemente lo lleva al plano sobrenatural.

Por eso que pedimos que este día, pasado en la recreación, en conversación, también en oración, de manera especial ahora junto al altar del Señor, sea –para todos los esposos y esposas, para los jóvenes que se deben que ir preparando para el día de mañana a asumir el compromiso para toda la vida–, una ocasión de un examen de conciencia para que, mirando a Jesucristo, en ese amor tan entrañable de Cristo con el cual se entregó totalmente por nosotros, hagamos examen de conciencia para ver si nuestro amor es así .

Me van a permitir que responda a una pregunta que me entregaron por escrito, de una persona muy amiga nuestra –amiga también del padre Lojoya– que me dijo hoy a la mañana que hacía quince días había muerto su esposa, y estaba muy triste, por eso quiso venir aquí desde Buenos Aires, para encontrar en esta Jornada de la Familia consuelo para su sufrimiento. La pregunta dice así: “Padre Buela, ¿podría exponer brevemente si la unión matrimonial continúa en la eternidad?”

Voy a responder muy brevemente: en cuanto a los efectos canónicos, como saben, la unión matrimonial termina con la muerte de uno de los cónyuges; en lo que hace a la vida matrimonial tal como sería acá en la tierra en que se engendra hijos, ciertamente que en el Cielo no se tiene, por que ya en el Cielo se vive de modo semejante a los ángeles.

Pero en cuanto a lo más fundamental del matrimonio que es el amor, en el Cielo no solamente no se pierde, sino que se transforma. En el Cielo se da la felicidad sin fin, y esa felicidad sin fin será también recordar tantos momentos gratos… ¡Cómo va a ser indiferente para un esposo el encontrarse con su esposa, o para la esposa el encontrarse con su esposo!

Suele desearse siempre que sean felices “hasta que la muerte los separe”; pero la muerte no separa a los que se aman, al contrario, se los ama mucho más, y de eso nos han dado ejemplo formidable tantas santas viudas, tantos santos viudos, que en lo más profundo de su corazón están anhelando el encuentro de los seres queridos en el Cielo. Por que así como el amor de Cristo no termina con su muerte sino que se profundiza con su resurrección; así, de manera parecida, también pasa con el amor de los seres queridos que parten de este mundo.

Que la Santísima Virgen, así como hemos escuchado en el relato evangélico que quiso que Jesús adelantase la hora de hacer milagros en Caná de Galilea cuando los novios se habían quedado sin vino, y por pedido de la Virgen convirtió el agua en vino (cf. Jn 2, 1-11), así, que Ella siga haciendo milagros para bien de las familias cristianas, para bien de los esposos y esposas, para que alcance a todos la gracia de su Hijo Jesucristo para poder vivir así la unión indisoluble, en una unión más grande, en una unión que supera todas las dificultades, todas las cruces de la vida, porque la gracia de Dios es siempre más fuerte, y el amor de Dios es el último en vencer.


Notas

Cf. p. José M. Bover, Teología de San Pablo, L. VIII, c. IV, Sacramentalidad del matrimonio cristiano según la Epístola a los Efesios, 4ª edición, BAC, Madrid, 1967, págs. 630ss.

González Ruiz; cf. Profesores de la Compañía de Jesús, La Sagrada Escritura, BAC, Madrid, 1965, 2ª edición, pág. 722.