¡Qué curioso! en su oráculo había profetizado el profeta Isaías sobre Jesús: He aquí mi Siervo… No disputará ni gritará, ni oirá nadie en las plazas su voz (Is 42,1–4;Mt 12,18–19). Y, sin embargo, cinco veces gritó. Cinco veces levantó la voz más de lo acostumbrado. Todas relacionadas con la vida.
Gritó Jesús mientras enseñaba en el templo: «Me conocéis a mí y sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; sino que es veraz el que me ha enviado; pero vosotros no le conocéis. Yo le conozco, porque vengo de Él y Él es el que me ha enviado» (Jn 7,28–29). ¡Gritó hablando del Padre, 1ra. Persona de la Santísima Trinidad!
Jesús gritó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Jn 12,44–47). ¡Gritó cuando habló de Él, 2da, Persona de la Santísima Trinidad!
El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él (Jn 7,37–39). ¡Gritó hablando del Espíritu Santo, 3ra. Persona de la Santísima Trinidad!
Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.» Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!» (Jn 11,42–43). ¡Gritó para que supiéramos que tenía pleno poder sobre la muerte!
…alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?». Al oírlo algunos de los que estaban allí decían: «A Elías llama éste». Y enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber. Pero los otros dijeron: «Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarle». Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron (Mt 27,46–51). Ni el mismo proceso natural de la muerte «le quita la vida». Es Él quien la da de sí mismo. Llega la muerte cuando y porque Él quiere. ¡Gritó en señal de la libertad y el poder que todavía tiene sobre la vida!
Escribe, con su inconfundible estilo, Charles Péguy[1]:
“Grito que resuena aun en toda la humanidad;
Clamor que hizo tambalearse a la Iglesia militante;
En el que incluso la (Iglesia) sufriente sintió, experimentó su propio espanto;
Por la que la triunfante experimentó su triunfo;
Clamor que resuena en el corazón de toda humanidad;
Clamor que resuena en el corazón de toda cristiandad;
¡Oh clamor cumbre, eterno y válido! …
Él lanzó el grito que resonará siempre, siempre eternamente,
el grito que no se extinguirá jamás, eternamente. …
No había gritado ante la lanza romana;
No había gritado bajo el beso perjuro;
No había gritado bajo el huracán de injurias.
No había gritado ante los verdugos romanos.
No había gritado bajo la amargura de la ingratitud. …
Y gritó como un loco la espantosa angustia,
Clamor que hizo tambalearse a María aun de pie. …
El grito que no se extinguirá en ninguna noche de ningún momento. …
Entonces, ¿por qué gritaba?; ¿ante qué cosa gritaba? …
Cristianos vosotros sabéis por qué:
Porque … ¡Él había salvado al mundo!
[1] El misterio de la caridad de Juana de Arco, Ediciones Encuentro (Madrid 1978) 80–82.97.106.117. 125; citado en orden libre.