Hacia la santidad
- Nosotros, pecadores, siervos tuyos…
Hoy hacen sus votos temporales, algunos por primera vez por un año, otros por segunda y tercera vez también por un año, otros por última vez por dos años, y otros hacen los votos perpetuos, aunque no son votos públicos, sino privados, como corresponde a nuestra actual configuración jurídica, como Asociación pública de fieles[1]. Asimismo, las novicias, en orden a la futura emisión de votos, toman hoy su nombre de religiosas. Y esto, muy significativamente, ocurre dentro del marco de la preparación para el Jubileo del año 2000, en el año dedicado a Jesucristo.
¿Por qué tantos jóvenes emiten los votos religiosos, sean temporales o perpetuos? ¿Hacemos profesión religiosa porque somos santos? ¡No! No hacemos profesión religiosa porque seamos santos, sino para serlo. Es decir, hacemos profesión religiosa porque somos pecadores.
Justamente uno de los objetivos de la preparación para el 2000 es que «la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos…»[2]. En este sentido: «La Iglesia, aún siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos… a los hijos pecadores»[3], entre los que estamos en primer lugar ¡nosotros!, los religiosos del Verbo Encarnado. Me gusta autodefinirnos como una congregación de grandes pecadores -¡y yo el primero!-, que nos reunimos en la Eucaristía, porque tenemos la aspiración de llegar a ser santos. Como enseña la Lumen Gentium: «La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación»[4].
Porque somos pecadores, debemos tener: a) Una gran conciencia de esa realidad; y b) de la absoluta necesidad que tenemos de Jesucristo y de María. Serán los dos puntos del sermón.
Algunos nos dicen que nos consideramos los mejores. Pues bien, sí nos consideramos los primeros en el pecado y en eso no nos dejemos ganar por nadie, porque es la verdad. Sabemos que somos grandes pecadores, no por vacía y hueca retórica, sino «por convencimiento y sentimiento arraigado»[5]. Nos consideramos hediondos y asquerosos, despidiendo mal olor y ante quienes se da vuelta el rostro para no ver tanta abominación. A ti y a mí conviene que consideremos siempre esto. Con todo «mucho más a mí, porque toda mi vida es hedionda, y yo todo soy asqueroso, mi cuerpo, mi alma, y todo cuanto hay dentro de mí, está lleno de corrupción y podredumbre de los pecados y maldades que en mí hay, y así todo soy abominable” Y con todo, eso no es todavía lo peor, sino que lo peor es que el mal aumenta: “Y lo que es peor es: que siento cada día este hedor en mí que va creciendo, y de nuevo aumentándose»[6].
Por eso dice San Vicente Ferrer: «Debe el alma fiel sentir de sí tal hedor con grandísima vergüenza de la presencia de Dios, como delante de aquel que lo ve todo; o como si estuviese delante de un riguroso juez, y así se ha de doler grandemente de las ofensas hechas a su divina Majestad… Como considera que causa mal olor a sus propias narices y a las de Dios, así también se ha de persuadir que también sienten el hedor no sólo los ángeles y almas santas, sino todos los hombres de la tierra, delante de los cuales es abominable y hediondo. Y todos abominan de ver… »[7].
Si, como Santa Teresita del Niño Jesús, nunca cometimos pecado mortal, como ella debemos sentirnos más pecadores que María Magdalena, porque Dios nos perdonó anticipadamente los pecados no dejándonos caer en ellos.
Justamente por eso, porque somos pecadores y grandes pecadores, queremos consagrarnos a Dios en la práctica de los consejos evangélicos, ya que es de ley que quien pecó mucho debe amar mucho más, para que donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia[8].
Por estar muertos por nuestros pecados, necesitamos que Él nos vivifique, perdonándonos todos nuestros pecados: borrando el acta de los decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando de ellos en la cruz (Col 2, 14-15).
Porque somos pecadores, necesitamos del Redentor según Él dijo: Sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 5). Necesitamos del Salvador, porque Él subió a la cruz cargando con nuestros pecados: Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros (Is 53, 6). Porque se hizo pecado por nosotros[9]. Porque se hizo por nosotros maldición, pues está escrito: “Maldito todo el que es colgado del madero” (Gal 3, 13).
Por eso, toda nuestra vida de religiosos, a pesar de nuestros pecados y, en cierto sentido, por razón de nuestros pecados, debe ser un jubiloso himno del amor de Dios que triunfa por sobre nuestras miserias, diciendo con los labios, con el corazón y con toda nuestra vida: vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). Todo auténtico religioso y religiosa ha escuchado en lo profundo de su corazón la música profundísima y altísima de la misericordia de Dios, y debe ser un testigo insobornable de la misericordia de Dios, por eso canta el cántico nuevo: Cantaré eternamente las misericordias de Dios (Sal 88, 2). Ya que Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn 2, 1-2).
Hacemos los votos porque queremos vencer, por la gracia, la triple concupiscencia del mundo: Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo (1Jn 2, 16). Difícil es luchar contra la triple concupiscencia, por la castidad, la pobreza y la obediencia. Sobre la castidad decía San Agustín, al ver los pocos que adoptan las debidas precauciones: «Diaria es la lucha y rara la victoria»[10]. Sobre la pobreza: las riquezas… los ahogan (Lc 8, 14). Sobre la obediencia: Que nadie os engañe con razones vanas, pues por esto viene la cólera de Dios sobre los hijos desobedientes (Ef 5, 6). Decía el Beato Miguel Agustín Pro: «¡Cuán difícil es esta santa virtud de la obediencia!»[11].
Difícil es, pero no imposible. Porque es imitar a Cristo, y su Palabra no falla, y es imitar a María, y no falla su intercesión. En efecto, enseña Juan Pablo II: «Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador»[12]. Y respecto de María: «Es ejemplo sublime de perfecta consagración… La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con “el tipo de vida en pobreza y virginidad”[13] de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María»[14]. A pesar de nuestras faltas y pecados, nadie debe desconfiar de la misericordia de Dios, porque María es Madre y Reina de Misericordia. Dice San Alfonso María de Ligorio: «¿Preguntas por qué la Iglesia la llama Reina de misericordia? “Para que sepamos, dice un piadoso autor, que Ella es la que abre los tesoros infinitos de la misericordia divina a quien quiere, cuando quiere y como quiere; tanto, que no hay pecador, por grande que sea, que se pueda perder si lo protege María”»[15].
Difícil, pero exaltante. Los que entramos en religión no confiamos en nuestras fuerzas para vencer y para perseverar, sino en la ayuda de Dios: Los que confían en Dios renuevan las fuerzas, echan alas como de águila, corren sin cansarse y caminan sin fatigarse (Is 40, 31). Por eso, el temor de algunos de no llegar a la perfección entrando en la vida religiosa es irracional y refutado por el ejemplo de tantos santos y santas de Dios[16].
Queridos hermanos y hermanas:
Jamás desconfiemos, a pesar de nuestras miserias y las ajenas, del poder de Dios. El que limpió al leproso con un solo acto de su voluntad, nos puede limpiar a nosotros: Quiero, sé limpio (Mt 8, 3). Es el que sana con sola su Palabra: Pero di sólo una palabra y mi siervo sea sano (Lc 7, 7).
Siempre sembremos esperanzas de misericordia, que los misericordiosos alcanzarán misericordia (Mt 5,7).
Vayamos por los cinco continentes proclamando la alegría que brota de saber que la misericordia es más fuerte que el pecado, gritando a los cuatro vientos que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia (Lc 15, 7).
Amemos cada vez más a Jesús y a María, que son toda nuestra esperanza.
[1] Esto escribí en 1998. Desde el 8 de mayo de 2004 estamos aprobados como Congregación Religiosa de Derecho Diocesano.
[2] Juan Pablo II, Carta Apostólica «Tertio millennio adveniente», 10/11/1994, n. 33.
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica «Tertio millennio adveniente», 10/11/1994, n. 33.
[4] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen gentium», 21/11/1964, n. 8.
[5] Ignacio Casanovas, Comentario y explanación de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, Tomo III, Editorial Balmes, Barcelona 1947, 163.
[6] San Vicente Ferrer, Biografía y escritos, BAC, Madrid 1956, 530-531.
[7] San Vicente Ferrer, Biografía y escritos, BAC, Madrid 1956, 531.
[8] Cf. Ro 5, 20.
[9] Cf. 2Cor 5, 21.
[10] San Agustín, De Agone Christiano [sermo 293]:“Quotidiana est pugna, et rara victoria”; citado por Santo Tomas, Suma Teológica II-II, q. 154, a. 3 ad 1.
[11] Antonio Dragón, Vida íntima del Padre Pro, Buena Prensa, México 1993, 138.
[12] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica «Vita Consecrata», 25/03/1996, n. 22.
[13] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen gentium», 21/11/1964, n. 53.
[14] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica « Vita Consecrata», 25/03/1996, n. 28.
[15] San Alfonso María de Ligorio, Las glorias de María, De Laurentino M. Herránz, Madrid 1977, I, 1.
[16] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 189, 10 ad 3.