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Hombre célibe

Hombre célibe

 

Nos queremos referir a un aspecto muy importante del sacerdocio católico de rito romano: «El hecho de que se compromete a vivir como célibe».

El siglo pasado conoció un documento de la Cátedra Romana que debe ser considerado como la carta magna del celibato sacerdotal,[1] documento que hay que volver a leer y releer. Pablo VI, con gran caridad y paciencia pastoral, mencionó, una por una, las objeciones más frecuentes en contra del celibato eclesiástico, y, una por una, las refutó. En sustancia son las mismas objeciones que se levantan, sin consistencia, hoy día. Luego se publicó un destacado documento sobre orientaciones para la educación en el celibato.[2]

Pero quiero basarme, sustancialmente, en una muy hermosa catequesis de S.S. Juan Pablo II titulada: «La lógica de la consagración en el celibato sacerdotal»,[3] con algún agregado del reciente documento sobre el sacerdocio.[4]

  1. Fundamentos evangélicos

«En los Evangelios, cuando Jesús llamó a sus primeros Apóstoles para convertirlos en pescadores de hombres,[5] ellos, dejándolo todo, le siguieron (Lc 5, 11; cfr. Mt 4, 20.22; Mc 1, 18.20). Un día Pedro mismo recordó ese aspecto de la vocación apostólica, diciendo a Jesús: Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Mt 19, 27; Mc 10, 28; cfr. Lc 18, 28). Jesús, entonces enumeró todas las renuncias necesarias, por mí y por el Evangelio (Mc 10, 29). No se trataba sólo de renunciar a ciertos bienes materiales como la casa o la hacienda, sino también de separarse de las personas más queridas: hermanos, hermanas, madre, padre e hijos -como dicen Mateo y Marcos-, y de mujer, hermanos, padres o hijos -como dice Lucas (18, 29).

Observamos aquí la diversidad de vocaciones. Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a la vida en familia, aunque les exigía a todos el primer lugar en su corazón cuando les decía: el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí (Mt 10, 37). La exigencia de renuncia efectiva es propia de la vida apostólica o de la vida de consagración especial. Al ser llamados por Jesús, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, no dejaron sólo la barca en la que estaban arreglando sus redes, sino también a su padre, con quien se hallaban (Mt 4, 22; cfr. Mc 1, 20).

Esta constatación nos ayuda a comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del celibato sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo como parte integrante de la lógica de la consagración sacerdotal y de la consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la actuación consciente de su mandato de vida espiritual y de evangelización.

De hecho, en el evangelio de Mateo, poco antes del párrafo sobre la separación de las personas queridas que acabamos de citar, Jesús expresa con fuerte lenguaje semítico otra renuncia exigida por el reino de los cielos, a saber, la renuncia al matrimonio: hay eunucos -dice- que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos (Mt 19, 12). Es decir, que se han comprometido con el celibato para ponerse totalmente al servicio de la buena nueva del Reino[6]».[7]

  1. Otros fundamentos neotestamentarios

«El apóstol Pablo afirma en su primera carta a los Corintios que ha tomado resueltamente ese camino, y muestra con coherencia su decisión, declarando: el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido (1Cor 7, 32-34). Ciertamente, no es conveniente que esté dividido quien ha sido llamado para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el Concilio, el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, “está en múltiple armonía con el sacerdocio… Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo”[8]».[9] De ahí que enseñe el Directorio que el motivo teológico espiritual del celibato es evangélico: «Como todo valor evangélico, también el celibato debe ser vivido como una novedad liberadora, como testimonio de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica… es entrega de sí mismo “en” y “con” Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia “en” y “con” el Señor».[10]

  1. Praxis de las Iglesias Orientales

«Es verdad que en las Iglesias Orientales muchos presbíteros están casados legítimamente según el Derecho Canónico que les corresponde. Pero también en esas Iglesias los obispos viven el celibato y así mismo cierto número de sacerdotes. La diferencia de disciplina, vinculada a condiciones de tiempo y lugar valoradas por la Iglesia, se explica por el hecho de que la continencia perfecta, como dice el Concilio, “no se exige, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio”.[11] No pertenece a la esencia del sacerdocio como orden y, por tanto, no se impone en absoluto en todas las Iglesias. Sin embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y, más aún su congruencia con la exigencia del orden sagrado. Forma parte, como se ha dicho, de la lógica de la consagración».[12]

  1. Jesucristo, ideal del célibe

«El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente por el reino de los cielos (Mt 19, 12).

Jesús, con su ejemplo, daba una orientación, que se ha seguido. Según los evangelios parece que los Doce, destinados a ser los primeros en participar de su sacerdocio, renunciaron, para seguirlo, a vivir en familia. Los evangelios no hablan jamás de mujeres o de hijos cuando se refieren a los Doce aunque nos hacen saber que Pedro, antes de que Jesús lo hubiera llamado estaba casado[13]».[14]

  1. Jesucristo propuso un ideal.

«Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ese ideal se ha afirmado cada vez más en la Iglesia. Puede comprenderse que en la primera fase de propagación y desarrollo del cristianismo un gran número de sacerdotes fueron hombres casados, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica. Sabemos que en las cartas a Timoteo (1 3, 2-3) y a Tito (1, 6) se pide que, entre las cualidades de los hombres elegidos como presbíteros, figure la de ser buenos padres de familia, casados con una sola mujer (es decir, fieles a su mujer). Es una fase de la Iglesia en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación de lo que, como disciplina de los estados de vida, corresponde mejor al ideal y a los consejos que el Señor propuso. Basándose en la experiencia y en la reflexión la disciplina del celibato ha ido afirmándose paulatinamente, hasta generalizarse en la Iglesia Occidental, en virtud de la legislación canónica. No era sólo la consecuencia de un hecho jurídico y disciplinar: era la maduración de una conciencia eclesial sobre la oportunidad del celibato sacerdotal por razones no sólo históricas y prácticas sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio».[15]

  1. Conveniencia íntima
    de celibatoy sacerdocio

«El Concilio Vaticano II enuncia los motivos de esa conveniencia íntima del celibato con respecto al sacerdocio: “Por la virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a Él con corazón indiviso, se entregan más libremente en Él y por Él, al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo… y así evocan aquel misterioso connubio, fundado por Dios y que ha de manifestarse plenamente en lo futuro, que se hace ya presente por la fe y la caridad, y en el que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres maridos ni los hombres mujeres”.[16]

Esas son razones de noble elevación espiritual que podemos resumir en los siguientes elementos esenciales: una adhesión más plena a Cristo, amado y servido con un corazón indiviso;[17] una disponibilidad más amplia al servicio del reino de Cristo y a la realización de las propias tareas de la Iglesia; la opción más exclusiva de una fecundidad espiritual;[18] y la práctica de una vida más semejante a la vida definitiva del más allá y, por consiguiente, más ejemplar para la vida de aquí. Esto vale para todos los tiempos, incluso para el nuestro, como razón y criterio supremo de todo juicio y toda opción en armonía con la invitación a dejarlo todo, que Jesús dirigió a sus discípulos y, especialmente, a sus Apóstoles. Por esa razón el Sínodo de los obispos de 1971 confirmó: “La ley del celibato sacerdotal, vigente en la Iglesia latina, debe ser mantenida íntegramente”[19]».[20]

  1. Dificultades innegables

«Es verdad que hoy la práctica del celibato encuentra obstáculos, a veces incluso graves, en las condiciones subjetivas y objetivas en la que los sacerdotes se hallan. El Sínodo de los obispos las ha examinado pero ha considerado que también las dificultades actuales son superables, si se promueven “las condiciones aptas, es decir: el incremento de la vida interior mediante la oración, la abnegación, la caridad ardiente hacia Dios y hacia el prójimo, y los demás medios de la vida espiritual; el equilibrio humano mediante la ordenada incorporación al campo complejo de las relaciones sociales; el trato fraterno y los contactos con otros presbíteros y con el obispo adaptando mejor para ello las estructuras pastorales y también con la ayuda de la comunidad de los fieles”(ib.)».[21] Indica el Directorio: «Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, éstos deberán encontrar en la comunión con Cristo y con la Iglesia, y en la devoción a Santa María Virgen, así como en la consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos, la fuerza necesaria para superar las dificultades, que encuentran en su camino y para actuar con aquella madurez, que los hace creíbles ante el mundo».[22]

«Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a la seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. Para ello, aunque se admite que el Sumo Pontífice puede valorar y disponer lo que hay que hacer en algunos casos, el Sínodo de 1971 reafirmó que en la Iglesia latina “no se admiten ni siquiera en casos particulares la ordenación presbiteral de hombres casados”(ib.). La Iglesia considera que la conciencia de consagración total madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más».[23] Por eso señala el Directorio la firmeza de la Iglesia católica en sostener, defender y mantener el celibato para los sacerdotes: «La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma también hoy -a pesar de los dolorosos casos negativos- la validez espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales, ha confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio, la “firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino”.[24] El celibato, en efecto, es un don, que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar, convencida de que este es un bien para sí misma y para el mundo».[25]

  1. Pedir y comprender el don del celibato

«Así mismo la Iglesia sabe, y lo recuerda juntamente con el Concilio a los presbíteros y a todos los fieles, que “el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento, será libremente dado por el Padre, con tal que quienes participan del Sacerdocio de Cristo por el sacramento del Orden e incluso toda la Iglesia, lo pidan humildemente e insistentemente».[26]

Pero quizá, antes, es necesario pedir la gracia de comprender el celibato sacerdotal, que sin duda alguna encierra cierto misterio: el de la exigencia de audacia y de confianza en la fidelidad absoluta a la persona y a la obra redentora de Cristo, con un radicalismo de renuncias que ante los ojos humanos puede parecer desconcertante. Jesús mismo al sugerirlo, advierte que no todos pueden comprenderlo.[27] ¡Bienaventurados los que reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!».[28]

[1] Pablo VI, Carta encíclica «Sacerdotalis Caelibatus» (24 de junio de 1967).

[2] Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal (Buenos Aires 1983) 111.

[3] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[4] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, (Ciudad del Vaticano 1994) 119.

[5] Cfr. Mt  4, 19; Mc 1, 17; Lc 5, 10.

[6] Cfr. Mt. 4, 23; 9, 35; 24, 34.

[7] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[8] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros «Prebyterorum Ordinis», 16.

[9] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[10] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (Ciudad del Vaticano 1994) 58-59.

[11] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros «Prebyterorum Ordinis», 16.

[12] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[13] Cfr. Mt  8, 14; Mc 1, 30; Lc 4, 38.

[14] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[15] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[16] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros «Presbyterorum Ordinis», 16; cfr. Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores Dabo Vobis» (25 de marzo de 1992)», 29.50; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1579

[17] Cfr. 1Cor 7, 32-33.

[18] Cfr. 1Cor 4, 15.

[19] L’Osservatore Romano 3 (1971) 5.

[20] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[21] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[22] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (Ciudad del Vaticano 1994) 119, 60; Pablo VI, Carta encíclica «Sacerdotalis Caelibatus» (24 de junio de 1967) 79-81; Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores Dabo Vobis» (25 de marzo de 1992) 29.

[23] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.

[24] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores Dabo Vobis» (25 de marzo de 1992) 29. Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros «Presbyterorum Ordinis», 16; Pablo VI, Carta encíclica «Sacerdotalis Caelibatus» (24 de junio de 1967) 14; CIC, c. 277.

[25] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (Ciudad del Vaticano 1994) 57.

[26] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (Ciudad del Vaticano 1994) 16.

[27] Cfr. Mt 19, 10-12.

[28] Juan Pablo II, Catequesis (17 de julio de 1993), L’Osservatore Romano 30 (1993) 390.