Acerca de Dios enseñan hermosamente los salmos: «¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor!» (136, 1-26; 106, 1; 107, 1; 118, 1s.), estribillo antiguo que aparece muchas veces en la Sagrada Escritura, por ejemplo, en Jer 33, 11; 2 Cro 5, 13; 7, 3; 20, 21; Esd 3, 11; Jdt 13, 21 Vulg.; 1 Mac 4, 24; Miq 7, 20; en Dan 3,89: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia»… La grandeza de la bondad y del amor de Dios son tales, que lo definen:«Dios es amor» (1 Jn 4, 16).
El sacerdote, ícono del Padre, debe ser un reflejo de la bondad y de la misericordia de Dios. Por eso nos llaman: ¡padre! De modo tal que, como dice Juan Pablo II para conseguir eficacia pastoral en el ministerio,«¡…se requiere firmeza de doctrina, pero sobre todo bondad de corazón! Por tanto, revestíos de los mismos sentimientos de Jesús y anunciad a todos lo que escribía el autor de la carta a los Hebreos: ‘Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia a fin de recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno auxilio’ (Heb 4, 16)». 1 Un sacerdote con firmeza de doctrina, pero sin que prime la bondad de corazón es un absurdo, un sin sentido, una aberración.
I. ¡Qué bueno es Dios!
Dios es infinitamente bueno, sin mezcla de mal alguno. Es la bondad por esencia. Y lo muestra de muchas maneras.
En la creación con su perfección, hermosura y variedad: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gen 1, 31).
En la providencia y en gobierno del mundo: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
En la redención: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos…» (1 Ped 3, 18). Su Hijo Único muere en la cruz, derrama su sangre, para salvarnos, reconciliándonos con el Padre, buscando nuestra santificación por la predicación de la Palabra, por los sacramentos, por el sacrificio de la Misa.
Escuchando siempre nuestras oraciones: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al llama, se le abrirá» (Mt 7, 7-8).
Dios es fiel: «Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo!» (Rom 3, 3-4), «si somos infieles, él permanece fiel» (2 Tim 2, 13), «… fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1 Jn 1, 9).
Por todo eso: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia»…
II. ¡Qué grande es su misericordia!
La misericordia de Dios es sin límites: «que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18-19).
Es vencedora: «Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 31-37).
Es libérrima: «Pues dice él a Moisés: Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra. Así pues, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere. Pero me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad?» (Rom 9, 15-19).
Es la fuente de la misericordia porque es: «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor 1, 3). Nos lo enseñó Jesús: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
Es alegre: «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7).
Hace feliz: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7).
¡Cuán dulce y tierno es el Padre para sus amadores!
¡Hay que mirar al pesebre…! ¡Hay que mirar a la cruz…! ¡Cuánta misericordia nos tuvo el Señor!
Por todo eso: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia»…
III. Respondamos con bondad
Nunca digan: «nadie me va a tomar por tonto», la misericordia, a veces, exige que uno se deje tomar por tonto. No sean de juicio duro, exigentes sin necesidad, distantes, despreciativos. Seamos receptivos, acogedores, serviciales.
Los sacerdotes debemos ser como «condenados a muerte», como «felpudos», como «escoria», como «estropajos», como «basura», como enseña San Pablo que deben ser los apóstoles de Jesucristo:«Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos» (1 Cor 4, 9-13).
Imitemos al Padre Celestial. La humanidad pareciera que está loca con tanta mentira, con tanta maldad, con tanta muerte, con tanta violencia, con tanto odio, pero… «el último en vencer será Dios ¡y Dios vencerá con una infinita misericordia! ¡Dios ha vencido siempre así», como decía Don Orione.2
Siempre «demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia».
Pidamos a la Virgen:
«Dios te salve, Reina y madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra,
¡Dios te salve!
A ti llamamos los desterrados hijos de Eva…
Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos
y después de este destierro,
muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas
de Nuestro Señor Jesucristo».
NOTAS:
1 Discurso del 6 de febrero de 1981, L’Osservatore Romano del 8 de marzo de 1981, p. 2.
2 Cartas selectas, carta del 3 de julio de 1936, Escuela de artes y oficios, Mar del Plata, 1952, p. 138.