In memoriam II del Pbro. Dr. Julio R. Meinvielle
Por Mons. Octavio Nicolás Derisi
La Iglesia argentina acaba de perder a uno de sus sacerdotes más ilustres: el Pbro. Dr. Julio R. Meinvielle. Nacido en Buenos Aries en 1905, ingresó en el Seminario Metropolitano de esta ciudad en 1919, de donde egresó Sacerdote y Doctor en Teología y Filosofía en 1930. Desde su ordenación se consagró con decidida vocación al apostolado de la inteligencia, en un afán apostólico por iluminar con la verdad de Cristo y de la sana filosofía los graves problemas de la cultura y del mundo actual. En sus primeros veinte años ocupó diversos cargos hasta llegar a Cura Párroco de Nuestra Señora de la Salud. Allí inició la construcción de la Iglesia y organizó y erigió los edificios del magnífico “Ateneo Popular de Versailles”, que agrupa a millares de personas con sus actividades sociales, deportivas y religiosas.
Desde sus años de formación sobresalió por la penetración y lucidez de su inteligencia y por su voluntad tenaz. Con su ayuda se consagró al estudio y logró una sólida formación filosófica y teológica, fundada en la Doctrina de la Iglesia y en el pensamiento de Santo Tomás. Su mirada estuvo siempre atenta y avizora sobre los movimientos actuales de la inteligencia y del espíritu, que dirigen la historia, con una especial preferencia hacia los problemas socio-políticos, que tanto auge han cobrado dentro y fuera de la Iglesia. Con su vigoroso intelecto los analizaba y criticaba a la luz de la Teología y de la Filosofía. Sabía llegar con rapidez y perspicacia al punto esencial e las cuestiones y de los pensamientos de los autores estudiados y desde allí organizar su crítica. Estaba siempre al día y seguía con atención el curso de los problemas planteados en la Iglesia y en el mundo actual. Pasaba de la información a la formulación del juicio de discernimiento crítico, para evaluar cristiana e intelectualmente lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Con este fin fundó varias Revistas: “Balcón”, “Presencia”, “Diálogo”, “Nuestro Tiempo”, y colaboró en otras. Con valentía y lucidez proyectaba su pensamiento en los problemas más arduos y complejos de la hora. Sobre algunos de ellos y autores que los encarnaban, escribió también numerosos libros y monografías.
Su inteligencia era a la vez clara, brillante y de honda penetración. Su crítica era tajante y acerada su polémica. Criticaba teoría y autores sin miramientos personales, lo que a veces lo hacía aparecer duro. Sin embargo, los que lo conocíamos –y no dejamos tampoco de padecer sus críticas- sabíamos que Meinvielle poseía un alma noble y sin rencores personales. Su misma rapidez y lucidez intelectual lo pudo hacer en ocasiones excesivo en su crítica y hasta objetivamente injusto. A veces fue un tanto irónico. Pero quienes lo frecuentábamos íntimamente sabíamos de su limpieza y grandeza de alma, de su sencillez y humildad, que no tenía reparo en reconocer su yerro y pedir disculpas por haber ofendido a alguien. Para juzgar su inmensa obra escrita con objetividad y saberla apreciar en todo su valioso aporte, es menester recordar que Meinvielle no se propuso redactar tratados teológicos o filosóficos en la tranquilidad de la meditación, sino dar respuesta crítica a los problemas suscitados en cada momento de la historia de nuestro tiempo. Tales escritos han de ser analizados frente a las doctrinas y autores a los que enfrentaba.
En todo caso, Meinvielle prestó un gran servicio a la verdad, al aplicarse con esfuerzo a encauzar las inteligencias –sobre todo juveniles- por los senderos de la Doctrina de la Iglesia y de la recta razón, frente a la confusión e irracionalismo de tantas teorías y actitudes actuales.
Por debajo de ese escritor firme y acerado, que no perdonaba lo que consideraba erróneo o desviado sin miras humanas, y que a veces pudo aparecer hasta un poco ácido, latía un corazón realmente sacerdotal. Meinvielle era un Sacerdote enamorado de Cristo y de su Iglesia y de su vocación. Por eso nunca dejó de vestir su humilde sotana. Era piadoso como un niño: se lo veía con su Breviario y con el Santo Rosario, incluso por las calles. Sabía darse en la Caridad a sus semejantes, sin escatimar su tiempo. Sus amigos –que son centenares- y los jóvenes que lo tenían como su maestro, sabían que el P. Julio estaba siempre dispuesto a recibirlos y escucharlos e iluminarlos con su sólida doctrina sobre los temas más variados y complejos. Nada de afectación ni rigidez. Era jovial, optimista y generoso. Su última enfermedad, llevada con tanta conformidad y fortaleza, sin duda le sirvió para acabar de purificarse y cincelar su recia y extraordinaria figura de sacerdote, consagrado e inmolado totalmente al servicio y al amor de Cristo y de su Iglesia.
Ahora que ha muerto y nos distanciamos de su grandeza sacerdotal y humana –que a fuerza de verla y convivirla, no la sabíamos medir en toda su dimensión- en la perspectiva de su vida y su misión cumplida, la podemos ver y justipreciar en todo su valor. Ha muerto un hombre extraordinario y un sacerdote ejemplar, fiel servidor del Divino Salvador y de su Cuerpo Místico y de sus miembros. A los que lo conocimos, estimamos y amamos, nos queda el recuerdo del ejemplo de una vida consagrada enteramente al apostolado sacerdotal, y especialmente al de la inteligencia, con todas las dotes de una extraordinaria alma con entera fidelidad a su vacación divina.
[1] Universitas, 30.