En un día mil veces bendito, luego de probar a su Patriarca en el lugar que después se denominó Yahveh proveerá (Gn 22, 14), con el máximo de solemnidad Dios ratificó sus anteriores promesas a Abraham diciéndole: Por mí mismo juro, oráculo de Yahveh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz
(Gn 22, 16-18).
¿Qué implican las promesas?
-Un heredero y una herencia.
-Una descendencia numerosa y gloriosa.
-Un premio exuberante.
-Una esperanza victoriosa.
-El ser «el pueblo de Dios».
-Es la generosidad de Dios dispuesto a colmar a los suyos.
-Las promesas son el cumplimiento de las profecías y de los juramentos de Dios.
Las promesas expresan la alianza de Dios con los hombres. Los profetas anuncian una alianza nueva: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jr 31, 33).
Por sobre todas las cosas, las promesas, los juramentos y la alianza culminan en la expectativa de aquel que debe venir (Is 26, 20; Ha 2, 30).
Isaías lo ve en el Emmanuel nacido de una virgen.[1]
Miqueas menciona donde nacerá.[2]
Jeremías promete un germen justo.[3]
Ezequiel anuncia al pastor que vendrá a apacentar a sus ovejas.[4]
Zacarías lo ve como portador de la paz.[5]
En Jesucristo todas las promesas de Dios tienen su sí (2Cor 1, 20).
El promete la venida del Reino[6] que, en las bienaventuranzas, promete a los pobres y perseguidos. A los discípulos les promete una milagrosa pesca de hombres. Promete a Pedro fundar sobre él su Iglesia y le garantiza la victoria sobre el infierno. Promete a todo el que lo siga cien veces más y la vida eterna.
En Cristo somos partícipes de las promesas (Ef 2, 12).
Por eso, Dios, para darnos la seguridad de sus promesas, jura; y jura por sí mismo porque no tiene ninguno mayor por quien jurar.[7]
Es un juramento incontrovertible e inmutable, de modo tal, que a la inmutabilidad de las promesas, se añade la inmutabilidad del juramento.[8]
Los votos perpetuos, a su manera, participan de estas inmutabilidades.
Por eso debemos tener el firme consuelo de alcanzar lo que esperamos:
Debemos tener segura y firme esperanza de alcanzar la salvación, el cielo, la vida eterna:
– Porque Jesucristo entró en el cielo.[9]
– Porque por esa promesa y ese juramento Dios constituye sacerdote a Jesucristo mediador entre el cielo y la tierra, salvador de los hombres por su sacrificio en la cruz.
– Porque dice el salmo: Juró Dios y no se arrepentirá, tú eres sacerdote para siempre… (Sl 110, 4).
– Porque en el sacerdocio de Cristo, y en el nuestro que es una participación del suyo, hay implícito un juramento, y un juramento del cual Dios nunca se arrepentirá: Juró Dios y no se arrepentirá… (Heb 7, 21).
– Porque es un sacerdocio «para siempre». Los hombres podrán dispensar de las obligaciones del ministerio -incluso justamente- pero el sacerdote lo es «para siempre». Si va al Cielo… lo será «para siempre», aquí en la tierra… lo será «para siempre» y, Dios no lo permita, aún en el Infierno, lo será «para siempre».
– Porque no fue sin juramento, pues los otros fueron hechos sacerdotes sin juramento, mientras este lo fue bajo juramento por Aquél que le dijo: Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre (Heb 7, 20-21).
– Porque la Ley instituye Sumos Sacerdotes a hombres frágiles: pero la palabra del juramento, posterior a la Ley, hace al Hijo perfecto para siempre (Heb 7, 28).
– Porque es nuevo el sacerdocio de Cristo, como lo es el de los recién ordenados, como lo es el de los que hemos sido ordenados hace tiempo. Nuevo, no por razones cronológicas, sino ontológicas.
– Porque no es según Aarón sino según el orden de Melquisedec (Sl 110, 4).
– Porque no se recibe por sucesión familiar.
– Porque nos introduce en una esperanza mejor: resiste el pecado, nos da la gracia.
– Porque es estable, dura eternamente y permanece indefectiblemente.
– Porque da una salvación perfecta, es decir, íntegra y completa.
– Porque los nuevos sacerdotes son, en parte, el cumplimiento de las promesas hechas por Dios; son fruto del juramento que juró Dios: «Por mí mismo juro…; juró y no se arrepentirá…».
¿Puede haber algo más firme?
¿Algo más inconmovible?
¿Algo más irrevocable?
¿Algo más indefectible?
Son quienes, día a día, realizan y perpetúan la «nueva alianza», ya que al decir de San Pablo son ministros de la nueva alianza (2Cor 3, 6) y ministros de la reconciliación (2Cor 5, 18)
¿Cuál es el momento cumbre en el que concurren a una las promesas, el juramento y la alianza?
Ciertamente, la Santa Misa.
Para la Eucaristía es hecho el sacerdote.
Al transustanciar el pan y el vino… al hacerse presente el mismo Jesucristo se hacen presentes todas las promesas (2Cor 1, 20) de Dios. Allí el Sumo y Eterno Sacerdote perpetúa su inmolación y su acto oblativo. Por tanto, resuena el juramento: Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre (Heb 5, 6). Allí se perpetúa la Nueva y Eterna Alianza obrada de una vez y para siempre en la cruz. De manera especial en la consagración del «sanguis» se expresa el triple efecto de la sangre de Cristo derramada en la Pasión, uno de los cuales es la adquisición de la herencia eterna, porque la Alianza o Testamento es el acto por el que se dispone de la herencia y Dios ha dispuesto que la herencia celestial se diera a los hombres en virtud de la sangre de Cristo.
En la Nueva Alianza se nos exhibe de manera más perfecta y en la realidad misma el poder de esta sangre. Por eso Santa Catalina de Siena llamaba a los sacerdotes «ministros de la sangre».
Hoy en día se trabaja en contra de la verdad del sacerdocio católico.
Y eso ocurre, para entendernos de alguna manera, tanto en la línea progresista como en la línea conservadora y, tal vez, esa sea la razón de las molestias que recibimos, y lo afirmo desde mi grave responsabilidad de fundador, tanto de la «izquierda» como de la «derecha», por así decirlo. Unos parecieran que no quieren la relación con Dios y otros parecieran olvidarse de la relación con los hombres.
El progresismo pretende que el sacerdote se olvide de la dimensión vertical, pretende hacer del sacerdote «uno más» y lo convierte en «uno menos», ya que si la sal pierde su sabor… (Mt 5, 13). Así lo seculariza o mundaniza en su actuar, en su vestir y, lo que es más grave, en su pensar. Así se entregan de manera desenfrenada a lo temporal y, lejos de ordenar lo temporal para Cristo, lo desordenan aún más para el Anticristo. Así frenaron y aún hicieron retroceder el empuje misionero de la Iglesia. No hay verdad que no hayan negado, bien que no hayan escamoteado y disparate que no hayan intentado.
Con todas las fuerzas del alma abominamos esta errónea concepción del sacerdocio católico.
Como también esta otra concepción de un sacerdocio distante de los hombres y de las necesidades humanas actuales, esquivo a la aventura misional, esclerótico, fosilizado y formalista. Esos tan bien descriptos por Cervantes en el Quijote: «La duquesa y el duque salieron a la puerta de la sala a recibirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan las casas de los príncipes; desos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar como lo han de ser los que son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan, a ser limitados, les hacen ser miserables».[10]
Hace 500 años se iniciaba la gesta más grande de la Encarnación del Verbo. Los misioneros derramaron a manos llenas la gracia del Evangelio en estas tierras.
Debemos imitarlos y llevar la gracia de Jesucristo a todo el mundo: a EE.UU., a Rusia, a China, a África, a la Polinesia.
Porque Dios hizo misericordia con todos, tiene siempre presente su alianza santa y el juramento que juró a Abraham… (Lc 1, 72-73) iusiurandum quod iuravit…
Le pedimos a Él que realice en los jóvenes sacerdotes lo enseñado en la carta a los Hebreos: Él hace a sus ministros llamas de fuego (Heb 1, 7).
Que la Virgen les alcance esa gracia. Ya que Dios «juró».