cruz

La Cruz de Cristo

En esta fiesta de la Exaltación de la Cruz del Señor, que es la fiesta propia y principal de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, quiero hacer una breve reflexión siguiendo en gran parte el discurso sobre la Cruz de Juan Pablo II en el Viernes Santo de 1980[1].

La cruz es signo de contradicción. Por un lado es signo -señal visible- del rechazo de Dios por parte del hombre, y también es, por otra parte, señal visible del rechazo del hombre en Cristo. A su vez la cruz es señal de la dignidad, de la grandeza de Dios, que tanto ha amado al mundo que le dio su Hijo Único y es también signo de la elevación del hombre a esa dignidad insospechable de hijo de Dios.

I

  1. En primer lugar la Cruz es una señal visible del rechazo de Dios por parte del hombre. El Dios vivo ha venido en medio de su pueblo mediante Jesucristo, el Hijo Eterno de Dios que se ha hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen. Pero como dice el Evan­gelio de San Juan: los suyos no le recibieron (Jn 1,11).

Han creído que debía morir como un seductor del pueblo. Ante el pretorio de Pilato han lanzado el grito injurioso: ¡Crucifícale, crucifícale! (Jn 19,6).

Por eso la cruz se ha convertido en la señal del rechazo del Hijo de Dios por parte de su pueblo elegido.

  1. Pero a su vez, en segundo lugar, la cruz, por contener en ella no solamente al Hijo de Dios, que es Dios como el Padre y el Espí­ritu Santo, sino a Aquél que ha asumido en sí la naturaleza humana tomada de la entrañas de la Virgen, es signo del rechazo del hombre y de todo hombre. Cuando en el centro del pretorio romano Cristo se ha presentado a los ojos de la muchedumbre, coronado de espi­nas y sangrando por todo su cuerpo, Pilatos lo mostró a la multitud diciendo: Ecce Homo He aquí al hombre– (Jn 19,5). Y Cristo está ahí representando a todo hombre, de manera especial a los hombres y mujeres que sufren. Y la multitud fue ahí cuando gritó: Crucifí­cale, crucifícale. Por eso la cruz no solamente se ha convertido en la señal visible del rechazo de Dios, sino también en la señal visible del rechazo del hombre en Cristo. De modo admirable van juntos estos dos rechazos. Gritando «crucifícale», la multitud de Jerusalén ha pronunciado la sentencia de muerte contra toda la verdad sobre el hombre que nos ha sido revelada por Cristo, Hijo de Dios. Ha sido así rechazada la verdad sobre el origen del hombre y sobre la finalidad de su peregrinación sobre la tierra. Ha sido rechazada la verdad acerca de su dignidad y su vocación más alta, que es la visión de Dios. Ha sido rechazada la verdad sobre el amor, que tanto ennoblece y une a los hombres, y sobre la misericordia, que levanta incluso de las mayores caídas.
  2. Pero también la cruz se ha convertido en la señal visible de la aceptación de Dios de parte del hombre, de parte de todo el pueblo de Dios, de parte del mundo. Quien acoge a Dios en Cristo, lo acoge mediante la cruz. Quien ha acogido a Dios en Cristo, lo expresa mediante esta señal. En efecto, nos persignamos con la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho, para manifestar y profesar que en la cruz se encuentra de nuevo a sí mismo, todo entero, alma y cuerpo, el hombre, y que en esta señal abraza y estrecha a Cristo y a su Rey.
  3. Y también aparece la cruz como signo visible de la dignidad del hombre salvado por la cruz, como signo de la verdad sobre el origen divino y sobre el fin del peregrinar, como signo del amor y de la misericordia, que cada vez, en cierto sentido, renueva el mundo.

Por eso, las Hermanas Servidoras, al llevar sobre su pecho y sobre su corazón la cruz de Cristo, van diciendo en silencio: He aquí el leño de la cruz -Ecce lignum crucis-, es el signo del rechazo de Dios y el signo de su aceptación por parte de los creyentes. Es el signo del vilipendio del hombre y es signo de su elevación, es signo de la victoria del hombre. Por eso Cristo dijo: si fuere levantado en alto (sobre la cruz) atraeré todos a mí (Jn 12,32).

II

Podemos considerar esta realidad a la luz del siglo que pasó. La cruz es signo del rechazo de Dios y del vilipendio del hombre durante las primeras persecuciones que hemos sufrido los cristianos, como también de todas las persecuciones que a lo largo de los siglos han sufrido los hombres, de manera especial en el siglo pasado, con los totalitarismos que reinaron y que provocaron tantas muertes. Estuve visitando ahora Rusia y pasé cerca de Kolyma, un campo de concen­tración por donde pasaron más de dos millones de seres humanos. Un barco cargado de prisioneros salió en invierno desde Vladivostok, avanzando muy lentamente y cuando llegó a Magadán los tres mil prisioneros que llevaba estaban congelados. La falta de respeto por la dignidad humana, la falta de respeto por el hecho de ser persona, creada a imagen y semejanza de Dios, la muerte reinando en tan­tos sectores de nuestra sociedad por la desgraciada «cultura de la muerte».

Y nosotros, las Hermanas Servidoras de manera especial -hijas de este siglo y parte del anterior, que se ha convertido en teatro de tal rechazo de Dios por parte del hombre, como tal vez raramente ha acaecido en la historia-, debemos con nuestros pensamientos y con nuestras acciones, detenernos junto a la cruz, cuyo misterio perma­nece y cuya realidad se repite en circunstancias siempre nuevas, en medio de los signos de los tiempos, siempre nuevos.

Este rechazo de Dios por parte del hombre, por parte de los siste­mas, que despojan al hombre de la dignidad que posee por Dios en Cristo, del amor que solamente el Espíritu de Dios puede difundir en los corazones, este rechazo, ¿quedará equilibrado por la aceptación, íntima y ferviente, de Dios que nos ha hablado en la cruz de Cristo?

III

Tal vez éste sea el interrogante principal que brota del corazón del hombre, en el día en que nos recogemos junto a la cruz de Jesús siguiendo su camino. El camino de la cruz de Cristo y su cruz, no son solamente un interrogante: son una aspiración, una aspiración perseverante e inflexible y un grito: un inmenso grito de los corazones.

Gritemos, pues, y oremos con Cristo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34).

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46).

Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46).

Gritemos y oremos, como haciendo eco a las palabras de Cristo: Padre, acoge a todos en la cruz de Cristo; acoge a la Iglesia y a la humanidad, a la Iglesia y al mundo.

Acoge a aquellos que aceptan la cruz; a aquellos que no la entienden y a aquellos que la evitan; a aquellos que no la aceptan y a aquellos que la combaten con la intención de borrar y desenraizar este signo de la tierra de los vivientes.

Padre, ¡acógenos a todos en la cruz de tu Hijo!

Acoge a cada uno de nosotros en la cruz de Cristo.

Y ésta tiene que ser la gran tarea de las Servidoras, trabajar apostólicamente para que todos los hombres se recojan en la cruz de Jesús.

La cruz de tu Hijo permanezca como signo de la aceptación del hijo pródigo por parte del Padre.

Permanezca como signo de la Alianza, de la Alianza nueva y eterna.

Que la Virgen, que estuvo al pie de la cruz, nos haga comprender cada vez más todo el misterio y toda la grandeza que tiene la cruz de Cristo.


[1]  Juan Pablo II, Alocución al final del Via Crucis del Viernes Santo, 4 de Abril de 1980, L’Osservatore Romano (en adelante lo citaremos OR), 13/04/1980, 7-8.