humanidad de cristo

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad[1]

  1. La Creación

«La humanidad de Cristo es nuestra felicidad». Es una frase de Santo Tomás de Aquino que está en los comienzos de la parte de la Suma Teológica en la que habla de Jesús[1]. Dice precisamente así: «Ad hunc finem beatitudinis

/ A su destino de felicidad [porque el destino del hombre es la felicidad: ad hunc finem beatitudinis] / homines reducuntur per humanitatem Christi / los hombres son reconducidos por medio de la humanidad de Cristo» […]. San Antonio de Padua comienza una homilía diciendo: «Navidad: he aquí el paraíso». Cuan­do hace dos mil años María dio a luz en Belén: he aquí el paraíso. La felicidad que deja de ser una promesa, una expectativa, una es­peranza, que ya no se vislumbra a lo lejos. La felicidad hecha carne estaba presente. Era visible. Cuando salió del vientre de su madre, visiblemente la felicidad, es decir, el paraíso, el sumo placer (como dice Dante: «y así el sumo placer se le despliegue»[2]), el sumo placer había salido Él mismo al encuentro del hombre: he aquí el paraíso.

Y así esta frase de san Antonio (como la frase de Santo Tomás de Aquino: «Los hombres son reconducidos», re-conducidos evoca ante todo la creación de Dios, el hecho de que la creación de Dios es buena, está muy bien[3]. Dios se asombró de su creación. Dios se asombró de la belleza de su creación. «Pulchritudo eorum, confessio eorum» dice san Agustín: «La belleza de las estrellas es el reconoci­miento, el testimonio del Creador»[4]. Dios mismo se asombró de la belleza de su creación y de la belleza de su criatura en lo alto de su creación: la belleza del hombre y de la mujer. Y no sólo se asombró de esta belleza, sino que adornó de gracia, es decir, de una belleza aún más gratuita, esta belleza. Tan verdad es que, según la imagen poética del Génesis, puso a Adán y Eva en el paraíso, en el paraíso terrenal, y en el paraíso terrenal la relación con el Creador era inme­diata. La Biblia describe poéticamente esta inmediatez de relación como el pasear de Dios con Adán y Eva[5]. Dice Péguy: allí todo era estupor, un clima de estupor, un clima de gracia[6]. Esto es el paraíso, esto es el destino de felicidad.

  1. El pecado

Pero intervino el pecado, un pecado grave. ¿Por qué es tan grande, incluso en sus consecuencias que pagamos todos, el pecado original? Dice san Agustín: porque era muy fácil no pecar[7]. En el paraíso terrenal era muy fácil no pecar porque la presencia del Misterio estaba muy cerca, era muy inmediata, porque el estupor de esta presencia se renovaba continuamente. Era muy fácil no pecar. Por esto fue tan grave ese pecado. […] Pero quedó el corazón. Esto es importante. También san Agustín, […] afirma que la imagen de Dios, aunque herida, permanece en el hombre[8]. El corazón, aunque herido mortalmente, tanto que se muere, se mantiene expectante de felicidad, es deseo de felicidad, porque el corazón sigue siendo capaz de la felicidad. «Capax Dei / capaz de Dios»[9][…].

Y así intervino el Señor, intervino en primer lugar […] para sus­tentar esta promesa, dio la Ley a su pueblo. La Ley es para la felicidad. También esto es hermoso: todos los mandamientos de Dios son para la felicidad. Haz esto para que seas feliz[10]. Los diez mandamientos son para la felicidad. La Ley señala el camino, […] pero la Ley no nos hace caminar por el camino. Por tanto, la felicidad permanece lejana. La Ley indica dónde está la felicidad. La Ley y los Profetas señalaron dónde está la felicidad: Mi bien es estar junto a Dios (Sl 72,28), dice el bellísimo Salmo 72 […] que estar junto a Ti es mi felicidad. Pero una cosa es saberlo y otra es vivirlo. En el fondo, en esto reside el misterio del hombre y el misterio de la respuesta cristiana: una cosa es saber dónde está la felicidad y otra ser felices, una cosa es conocer el camino para ir a la felicidad y otra hacer el camino que lleva a la felicidad. Y si el hombre está herido mortalmente […] por su cuenta no puede caminar hacia la felicidad, ni siquiera cuando sabe que la felicidad es el Señor, ni siquiera cuando sabe que la felicidad es estar con Dios, ni siquiera cuando sabe. […] La Ley es buena, indica el camino. Pero hay un mar, dice san Agustín con una imagen fácil de captar, hay un mar infinito entre la Ley que señala la felicidad y la felicidad. El hombre no es capaz de cruzar este mar[11].

  1. La Encarnación

Hace dos mil años, pues, la felicidad vino: he aquí el paraíso. La felicidad vino: dejó de ser una promesa, dejó de ser indicada como término del camino humano. La felicidad vino, el paraíso vino. Vino en la carne para que fuera visto, para que fuera tocado, para que fuera abrazado. De modo que san Agustín puede decir: «Yo sabía que la felicidad era Dios, pero no gozaba de ti [porque no se goza del saber, se goza cuando somos abrazados], pero no gozaba de ti hasta que, humilde, no abracé a mi humilde Dios Jesús»[12]. Esta es la experiencia de la felicidad en la tierra: abrazar humilde a mi humilde Dios Jesús. No a Dios destino lejano, sino a Dios hecho niño, pequeñísimo niño: así el paraíso, la felicidad, vino al encuentro; así la felicidad se hizo cercana, así se puso al alcance de la mirada, al alcance del corazón, al alcance de las manos, de las manos que la pueden abrazar. El paraíso en la tierra es Él: […] Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro (1Co 1,9). La co­munión es con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro […]. Es Jesucristo la felicidad del hombre. Es ese hombre, en su singularidad, yo diría en su individualidad[13]: ese hombre. La comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro.

[…] También en el misterio de la Trinidad el Hijo recibe siempre todo del Padre y, por así decir, por sobreabundancia infinita de dul­zura lo pide siempre. Tan verdad es, que dice: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta (Jn 5,19.30). Cuánto me conforta esta frase de Jesús repetida dos veces en el Evangelio de Juan: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta. No retuvo ávidamente (Flp 2,6) su divinidad: la divinidad del Hijo de Dios es don perenne: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre.

Quisiera aludir ahora a lo que más asombra del acontecimiento del paraíso: Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen (Lc 1,26-27). A una virgen: ¡cuántas veces lo repite el Evangelio! A una virgen: en el corazón y en el cuerpo; en el cuerpo porque en el corazón, ¡pero en el cuerpo! Hay que aceptar la doctrina de la fe: permaneció siempre virgen en el corazón y en el cuerpo. Porque esta plenitud de gracia es la salvación de la carne. A una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia [“chaire kecharitomene (ca‹re kecaritwmšnh) / alégrate, llena de alegría”], el Señor está contigo» (Lc 1,27-28). «Virgo Verbum concepit / la Virgen ha concebido al Ver­bo / Virgo permansit / ha permanecido Virgen / Virgo genuit Regem omnium regum / la Virgen ha dado a luz al Rey de todos los reyes».

[…] Dijo fiat, he aquí. He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38). He aquí es una oración. «He aquí, hágase, suceda»: es una oración. Por­que sólo Dios crea, sólo el fiat de Dios es creador. El fiat de María, ese fiat que concibió al Hijo unigénito de Dios, ese fiat era una oración. No era heroísmo suyo, no era capacidad suya, era una oración: «he aquí, hágase, suceda». «Hágase» es pedir. Y así lo concibió virginalmente, como virginalmente lo dio a luz. Qué importante es la virginitas in partu de María. Qué importante es aceptar la certeza de la fe que lo dio a luz virginalmente. ¡Porque la salvación no viene de los dolores! La salvación viene de la gracia. La salvación viene de la gracia, no viene de los sufrimientos, la salvación viene porque somos amados, no viene del dolor del hombre. La salvación viene de la felicidad de Dios, viene de la plenitud de la felicidad de Dios. La salvación viene porque somos amados. Lo dio a luz con un parto sin dolor, lo dio a luz con un parto sin violencia, lo dio a luz virginalmente, es decir, en el estupor… La certeza de fe sobre el parto virginal la resume Pío XII en la Mystici Corporis con esta expresión: «Con admirable parto»[14]. Mientras que cada uno de nosotros ha venido al mundo en un parto de dolor, ese parto fue un parto de estupor, sin dolor, sin violencia: porque la salvación viene de la gracia. La salvación no nace del pe­cado, la salvación no nace del desierto: florece en el desierto, hace florecer el desierto, pero viene porque somos amados. El hecho de que seamos amados nace de la felicidad de Dios. Somos amados por la sobreabundancia de felicidad que es la Trinidad, somos amados por la sobreabundancia de correspondencia que es el eterno Amor del Padre y del Hijo que llamamos Espíritu Santo. Somos amados por gracia. El parto de María, el parto admirable de María es la señal física, es la señal carnal de que la salvación no viene de nosotros, que la salvación no viene de los sufrimientos, que la salvación no viene del dolor, que la salvación no viene del grito del hombre. La salvación viene por gracia de Dios, felicidad infinita, por sobreabundancia de felicidad, por sobreabundancia de gracia.

Y así la virginidad de san José. Y así el hecho de que María per­maneciera siempre virgen. Porque se puede intuir sólo por experien­cia: no teniendo la experiencia del paraíso, del paraíso sobre la tierra, no se puede intuir que la caridad, es decir, el paraíso presente, es más poderoso, como atracción, que la natural atracción del hombre y de la mujer. Dice Santo Tomás de Aquino que la caridad, como atracción, para el hombre aunque herido por el pecado, es más poderosa, como intensidad de atracción y de deleite, que cualquier atracción natural[15]. La caridad es incomparable, como atracción cautivadora, respecto a la atracción natural del hombre por la mujer. Al no tener experiencia de esto, quizá, pintan a san José como a una persona anciana, como para defender así la virginidad de la Virgen. En cambio, era el paraíso presente, era el algo más presente lo que hacía que esa relación fuera virginal, tan humana: ningún hombre ha querido a su esposa como José quiso a María. Porque era un amor que nacía de la felicidad, no nacía de una carencia, como muchas veces es nuestro pobre cariño. Cuando nace de una carencia, el cariño está marcado inevitablemen­te por una última violencia. Nacía de una plenitud de felicidad: este era el amor de aquel hombre, de aquel pobre hombre que se llamaba José, hacia la más bella de las criaturas que era María. Habría sido un algo menos si su relación no hubiera sido virginal. Habría sido un algo menos. un algo menos de placer. Era humanamente imposible no alegrarse en plenitud del paraíso presente. Y esto no elimina nada de la humanidad. Las vísperas de Navidad de la liturgia ambrosiana terminan con esta antífona: «Joseph conturbatus est de utero virginis » José quedó turbado cuando se dio cuenta de que el vientre de María aumentaba porque estaba embarazada». Una de las cosas a nivel exegético que ha confortado la fe me fue sugerida por mi pro­fesor cuando explicaba, en el primer curso de teología, el Evangelio de Mateo que dice que José, como era justo, resolvió repudiarla en secreto (Mt 1,19). Quería repudiarla no porque dudara de María, sino porque se había dado cuenta de que el Misterio estaba presente y actuaba. La justicia para los judíos, frente al Misterio que actúa, consiste en mantenerse a distancia[16]. José no dudó nunca de María, no dudó cuando vio que el vientre de María aumentaba porque esta­ba embarazada, no dudó nunca. Solamente que, como era justo, no quería interferir con el Misterio presente, con el Misterio del Dios infinito que se hacía visible, tangible en su esposa. Entonces pensó repudiarla en secreto. Y el ángel se le apareció a José y le dijo: José, no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo (Mt 1,20). Uno de los versículos más bellos del Himno de Navidad de san Ambrosio dice: «Non ex virili semine / No de semen de hombre / sed mystico spiramine / sino por soplo de gracia / Verbum Dei factum est caro / el Verbo de Dios se hizo carne /fructusque ventris floruit / y el fruto del vientre de María floreció»[17] […].

Deseo leer un fragmento, que, en mi opinión, es uno de los más bellos y más compendiosos de Giussani, en el que dice qué es esta relación humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con la felicidad aquí en la tie­rra, esta comunión del Hijo de Dios, esta posibilidad de familiaridad con su Hijo Jesucristo. Dice Giussani: «Tu relación con Cristo no tiene que estar ya desarrollada, experimentada, madura, para que tu personalidad nazca de ella y para que, a partir de eso, sepas crear una compañía [sepas amar. Cuando somos amados gratuitamente podemos libremente, es decir, gratuitamente, amar]. Basta -cómo decir- la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés [que fueron los dos primeros que, al comienzo de su vida pública, lo encontraron], que no comprendían nada [que no comprendían nada y, sin embargo, lo habían comprendido todo, pues Andrés se encuentra con su hermano Pedro y le dice: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1,41). Lo que espe­raban, lo habían encontrado, y por tanto lo habían encontrado todo, porque lo que el corazón espera es todo, por consiguiente lo habían comprendido todo. Basta la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés, que no comprendían nada]; basta la sorpresa, basta una devoción inicial, basta la admiración. Con más precisión: basta pedirlo.»[18]. […] Si­gue diciendo Giussani: «Con más precisión basta pedirlo [porque la admiración es lo que te hace pedirlo], basta esa percepción embrio­naria de lo que Él es, que te lo hace suplicar, por lo cual lo pides»[19]. Para iniciar la experiencia de la felicidad en la tierra, para abrazar la felicidad en la tierra, para abrazar, humilde, a mi humilde Jesús, basta esa percepción embrionaria por lo cual lo pides, esa admiración embrionaria, esa dulzura embrionaria por lo cual lo suplicas. Basta esto para comenzar en la tierra a abrazar la felicidad.

En la oración y en la misericordia

[…] Quiero decir que cuando la vida se reconduce a la oración y por tanto al hecho de que el Señor piensa en mí (Sal 39,18) -porque la oración, ese abrazo que se renueva humilde al humilde Jesús, le da a la vida esta serena seguridad del niño que el Señor piensa en mí- y cuando este el Señor piensa en mí abraza de verdad a nuestra pobre persona, entonces uno empieza a descubrir que el Señor piensa en to­dos. Y entonces la misericordia hacia todos es como la última gracia, como el último camino de gracia que el Señor da. Porque tantas veces he repetido con gratitud hasta derramar lágrimas de conmoción que el Señor piensa en mí. Pero puede pasar como cuando uno es niño, pero no un niño pequeñín, sino de cinco, seis, siete años que juega y quiere ganar (esto es propio del hombre, ganar es un deseo natural del hombre, y este deseo natural será perfecto en el paraíso. «Desventu­rados los que -dice san Agustín- con mayor gusto se dedican a luchar que a vencer, siendo la victoria el fin de la lucha»[20]). El niño de cuatro, cinco, seis años quiere ganar, pero quiere también que los demás pier­dan, quiere también que los demás sean derrotados. Mientras que el pequeñín quiere sólo ganar. Cuando pequeñines nos dormimos en los brazos de nuestro padre o de nuestra madre no tenemos el problema de que los demás pierdan, que sean derrotados. Y este es el inicio de aquel sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36) que hace salir su sol sobre malos y buenos (Mt 5,45) y da la vida, y en su misericordia, quizá en el último instante, la vida eterna, incluso a las personas más malas. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. Y esto nace del hecho de que somos muy amados, nace del hecho de que el Señor piensa en mí. Se tiene de verdad cuidado del alma y del cuerpo, porque el Señor lo cuida todo, el Señor piensa en mí, ¡qué hermoso es que piense en todos! Qué hermoso, como dice Manzoni en «La Pentecoste», qué hermoso es que «el Vencedor sea para los vencidos la recompensa divina»[21], que no haya ningún derrotado de manera malvada, sino que todos sean vencidos por ser tan amados, vencidos por esta felicidad al alcance de la vista, al alcance del corazón, al alcance del abrazo, que «el Vence­dor sea para los vencidos la recompensa divina», que el Vencedor sea el premio divino para los vencidos, la felicidad misma, el Vencedor, Aquel que solo vence, que solo ha vencido, porque cautiva, cautiva el corazón como sumo placer, Aquel que solo cautiva el corazón y en el paraíso lo cautiva para siempre.

Termino leyendo un fragmento de San Agustín sobre la belleza de Jesús: «Para nosotros los creyentes, en todas partes se presenta hermoso el Verbo de Dios / pulcher Deus, Verbum apud Deum, / hermoso siendo Verbo en Dios, / pulcher in utero virginis, / her­moso en el seno de la Virgen, donde no perdió la divinidad y tomó la humanidad; hermoso nacido niño, porque aun siendo pequeñito, mamando, siendo llevado en brazos, hablaron los cielos, le tributaron alabanzas los ángeles, la estrella dirigió a los Magos, fue adorado en el pesebre y en todo tiempo fue alimento de los mansos. Luego es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres [de María y José], hermoso en los milagros, hermoso en los azotes. [Sí, también en la flagelación, porque -dice Agustín- en la flagelación, cuando estaba todo desfigu­rado, pensemos por qué estaba así, por qué se había dejado azotar así por los flagelos, pensemos en la misericordia que le hizo llegar a esto por ti, por tu amor, era hermoso incluso en la flagelación. Cuando María lo tomó muerto en sus brazos debajo de la cruz («vidit suum dulcem natum moriendo desolatum / vio a su dulce nacido, dulce Hijo, morir solo, solo en la cruz»[22]), cuando lo tomó en sus brazos, no había nada más hermoso que su Hijo, ese Hijo desfigurado. Cuando el buen ladrón le dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu rei­no (Lc 23,42), no había encontrado nunca en toda su vida nada más hermoso que aquel momento, en el momento de la muerte, cuando Jesús le respondió: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43)]. Hermoso en los milagros, hermoso en los azotes, hermoso invitando a seguirlo, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso resucitando / pulcher in ligno, pulcher in sepulcro, pulcher in coelo / hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y her­moso en el cielo»[23].

 


[1]  Seguimos la Meditación sobre la Navidad de don Giacomo Tantardini, Catedral de Fidenza, 20 de diciembre de 2006, incluso las citaciones. Publicado en Revista 30 Días n. 12, 2006.


[1]  Santo Tomás, Suma Teológica, III, 9, 2.

[2]  Dante, Paradiso XXXIII, 33.

[3]  Cf. Gn 1,31.

[4]  San Agustín, Sermones 241, 2.

[5]  Cf. Gn 3,8.

[6]  Cf. Charles Péguy, Eva, Città Armoniosa, Reggio Emilia 1991, 13.

[7]  Cf. San Agustín, De civitate Dei XIV, 15, 1.

[8]  Cf. San Agustín, De Trinitate XIV, 8, 11.

[9]  Cf. San Agustín, De Trinitate XIV, 8, 11.

[10]     Cf. Dt 6, 3.18.24.

[11] Cf. San Agustín, In Evangelium Ioannis II, 4.

[12] San Agustín, Confessiones VII, 18, 24.

[13] Luigi Giussani, El atractivo de Jesucristo, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 166.

[14] Pio XII, Carta Encíclica «Mystici Corporis Christi», 29/06/1943, Epílogo.

[15] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 23, 2.

[16] Cf. Ex 3,5.

[17] San Ambrosio, Himno Veni Redemptor gentium; cf. Antico Breviario Ambrosia­no, in Nativitate Domini.

[18] L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 38.

[19] L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 38.

[20] San Agustín, De vera religione 53, 102.

[21] Alessandro Manzoni, La Pentecoste, 95-96.

[22] Iacopone da Todi, StabatMater; cf. Chi prega si salva, 30 Giorni, Roma 2001, 60.

[23]  San Agustín, Enarrationes in psalmos 44, 3.