Este sermón fue predicado en la parroquia del pueblo de un neo-sacerdote destinado a Ucrania.
La sabiduría de la cruz fue la sabiduría que atrajo al sacerdote. Percibió, aún en confuso, que sólo en la escuela de Cristo se enseña la lección maravillosa y única de la cruz. Se dio cuenta que la cruz es locura a los ojos del mundo, pero alzando los ojos a Cristo crucificado comprendió que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres (1Cor 1, 25).
Y pensó: «Si el Verbo se hizo carne, si el Hijo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, por amor a los hombres se encarnó en las entrañas de la Santísima Virgen; si Él, Hijo de Dios, me enseñó que el camino verdadero está en la cruz, y Él no puede equivocarse porque así lo dijo: Si alguno de vosotros quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24), entonces no hay otro camino para la santidad que el camino de la cruz». Y luego, alzando los ojos, vio en la cruz a aquel Hijo con los brazos extendidos -como abrazándolo a él y a toda la humanidad- y con los pies clavados -como esperándolo a él y a toda la humanidad- y allí se dio cuenta de que no solamente se contentó nuestro Señor con enseñar que hay que tomar la cruz, sino que Él fue el primero en dar ejemplo. Y de allí en más no quiso saber nada fuera de Jesucristo y Jesucristo crucificado (1Cor 2, 2).
Y así fue como la cruz de Cristo le robó el corazón y lo conquistó y lo entusiasmó, y lo arrojó a la aventura más grande que exista para el hombre sobre la tierra: la entrega total a Dios. Y es por eso que no hay sobre la tierra cosa más hermosa que un corazón sacerdotal, un corazón que se entrega al Señor con un amor irrestricto e indiviso.
Y porque se enamoró de la cruz se amadrinó con ella, y más aún, se desposó con ella. Todo auténtico sacerdote se desposa con la cruz, por eso es que suele haber mucho dolor en la vida sacerdotal: la vocación sacerdotal no es una vocación a pasarla bien; es una vocación a pasarla mal, porque ha de tener que sufrir incomprensión, maledicencia, ingratitud, persecución. Y muchas veces hasta ha de llorar porque, como dice San Juan de Ávila, los sacerdotes «son los ojos de la Iglesia cuyo oficio es llorar los males todos que vienen al cuerpo», como lloró Jesús en la cruz.
Y a veces, el dolor y el llanto se presentan aún sin querer. Recuerdo que en mis primeros años sacerdotales habíamos organizado el Viernes Santo un Via Crucis viviente al que fue muchísima gente. El sábado me senté desde la mañana en el confesonario -estuve más de 11 horas, haciendo algunos pequeños descansos-; al día siguiente, era el día de fiesta de Pascua, había muchas confesiones, y además tuve que celebrar tres misas con tres predicaciones. Al mediodía pude ir a casa y almorzar con mis padres y mis hermanos. Luego volví a la parroquia para la misa vespertina, tomé el colectivo de la 17:30 que salía desde el parque y, en un momento determinado, me dí cuenta que caían lágrimas de mis ojos. Inmediatamente me recompuse y reflexioné sobre qué cosa había provocado esas lágrimas furtivas y no buscadas, y me di cuenta pero eran todos los pecados que yo esos días había escuchado y todo el sufrimiento de esas almas, ya que no hay mayor castigo al pecador que el pecado, a la vez que la experiencia de la ternura de Dios. En otra oportunidad, había fallecido uno de los nuestros, el seminarista Marcelo Javier Morsella. Uno tenía que estar sereno delante de los seminaristas -a los que ya les dolía demasiado su muerte como para todavía agregar un dolor a sus lágrimas-, así que había que guardar esas lágrimas. Pero me daba cuenta a la mañana, que aparecía la almohada mojada, porque de noche, durmiendo, lloraba lo que no podía llorar de día.
Es la cruz la que le da al sacerdote bravura y coraje; es la cruz la que hace posible que, aún cocido a cicatrices, una sonrisa brote siempre de sus labios y la risa cristalina sea la rúbrica de todas sus obras; es la cruz la que le da al sacerdote sed de cosas grandes; es la cruz la que lo enardece a la misión de tal manera que el mundo -Oriente y Occidente, norte y sur- resulta chico para el corazón de un sacerdote misionero. Ella lanza a grandes gestas y a gestas que pueden llegar a ser épicas.
Por último, quiero hacer una última reflexión, y es respecto al pueblo: no al azar Dios elige libremente de tal familia un sacerdote, no al azar Dios elige de tal pueblo un sacerdote; la elección es una gracia para esa familia, para ese pueblo, y como tal, nace libremente del infinito amor de Dios. Don Orione decía: «de la familia de un sacerdote se salva hasta la tercera y cuarta generación»[1]. Y no es al azar que Dios haya elegido de un pueblo a un misionero al que lo han destinado a Ucrania, un país cristiano de 55 millones de habitantes -entre los cuales varios millones son católicos- que ha sufrido en los últimos 40 años la esclavitud del comunismo. Es enviado a un pueblo que ha sufrido mucho, que ha dado muchos mártires y santos a la Iglesia, y si Dios ha suscitado esto en este pueblo, a mi modo de ver, tiene que ser porque en este pueblo hubo y hay algo muy santo que es lo que está alcanzando todas estas gracias.
Entonces quiero decirles a todos, con el corazón en la mano, que así como este pueblo recibe una bendición tan grande como es el tener a este, su primer hijo misionero que los reúne junto al altar de Cristo para celebrar su primera Misa, así pido que cuando él regrese a su tierra natal -tal vez sea cada dos años- lo reciban como si fuese para su primera Misa: que se prepare el pueblo poniéndose en gracia de Dios, confesándose el tiempo que sea necesario, y que se despida un domingo donde él pueda celebrar una Misa solemne, cantada, donde se escuche la predicación que él trae anotada en su corazón después de haberse gastado y desgatado en países lejanos, porque les va a hablar para su bien, les va a hablar para el mejor bien que puede hacer que es el bien de sus almas.
Y así como dije en otro lugar, creo que habría que hacer un voto a perpetuidad de celebrarlo al sacerdote misionero cada vez que venga a su pueblo. Incluso se podría instituir que el segundo domingo de octubre, que es la Jornada Mundial de Oración por todas las misiones y por los misioneros -establecida por el Papa- se ofrezca la misa por el misionero, hijo predilecto del pueblo. Hasta podría quedar establecido por escrito, y lo podría hacer no solamente el párroco, sino también el que es la cabeza de la sociedad civil o sea el intendente con su consejo de delegados. ¿Porqué? Porque el don de Dios hay que saberlo agradecer y hay que saber seguir mereciéndolo, y además porque para él -que va estar allá pasando todas las dificultades que se puedan imaginar- va a ser siempre una gran ayuda saber que su pueblo se acuerda de él en la oración, y va a sentir ese respaldo moral de todos los que pidan por él.
También debería festejarse la fiesta del hijo misionero como si fuese una fiesta patronal, porque se festeja al misionero que se va para predicar el evangelio. Y como el evangelio de manera especial debe ser predicado a los pobres, que se haga antes de ese día, el día de la fiesta, la visita a los pobres; dándoles todo lo que necesiten -vestido, calzado, lo que sea- para que el día de la fiesta puedan venir. Y si no vienen -porque los pobres son muy pudorosos- hay que llevarles comida para que festejen hasta una semana después del día de fiesta.
Creo que amor con amor se paga; cuando se recibe algún bien hay que disponerse a devolver bienes, sabiendo que Dios no se deja ganar en generosidad. Hay que formar detrás de él como un solo hombre y poner en práctica aquello que enseñó de manera solemne el Concilio Vaticano II cuando de manera especial, sobre la misión ad gentes, dice que «la Iglesia es por naturaleza misionera».[2]
Viendo tantos beneficios que trajo a la humanidad la cruz de Cristo deben decir siempre como el apóstol San Pablo en la carta a los Gálatas: yo sólo me gloriaré en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo (Ga 6, 14).
Que Santa Rosa de Lima reciba el ofrecimiento de estos jóvenes sacerdotes y reciba también el voto a perpetuidad del pueblo; cuando lo hagan, si lo llegan a hacer. Que ella, Santa Rosa de Lima, que fue el primer lirio que brotó de América Latina, de la América hispana, haga que así como hasta ahora hemos estado recibiendo misioneros de otros lados, así ahora de aquí salgan misioneros para otros lados, y aunque nosotros necesitemos sacerdotes tenemos que aprender, como dijeron los Obispos latinoamericanos en Santo Domingo, a saber dar de nuestra pobreza[3]; cosa que entiende maravillosamente el pueblo santiagueño que es tan solidario y generoso. Que Santa Rosa nos consiga esa bendición. Las obras de Dios no son al azar, las bendiciones de Dios nos comprometen a seguir adelante, a hacer cosas grandes. Finalmente, el hombre no vale por lo material; el hombre vale por su alma espiritual e inmortal por la cual es imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26).
Que la Santísima Virgen, de la cual el sacerdote ya desde niño fue tan tierno amador, siempre nos lo proteja. Que así sea.