evangelización

La Obra de Dios en América: 500 años de Evangelización

LA OBRA DE DIOS EN AMERICA: 

500 AÑOS DE EVANGELIZACIÓN[1]

 

 

  1. Introducción.

Quiero abordar este tema desde un punto de vista del todo particular, pero que es el más real y verdadero enfoque con el que debe ser juzgada la obra de la evangelización de América: este punto de vista es el de Dios, ya que como dice San Pablo: “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1 Cor 3,7).

  1. Actitud de la Iglesia.

 

         La Iglesia entera se alegra y celebra esta conmemora­ción, que como dice Juan Pablo II: “No son acontecimientos históri­cos más o menos discutibles, sino una realidad esplén­dida y permanente que no se puede subestimar: la llegada de la fe, la proclamación y difusión del mensaje evangélico en el continen­te. Y lo celebra en el sentido más profundo y teológi­co del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la his­toria y de los destinos de la humanidad, ‘El primero y más grande e­vangelizador ya que El mismo es el Evangelio de Dios’[2][3]. Al respecto decía un autor: «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias; y así las llaman Nuevo Mundo»[4]. Juan Pablo II dijo[5]: “La carta del Papa León XIII, al concluir la gesta colombina, habla de los designios de la Divina Providencia que han guiado el , y que con la predicación de la fa hicieron pasar una inmensa multitud [6]”.

III. La Ley Nueva.

 Me parece oportuno, para comenzar con ésta expo­si­ción precisar la noción de Evangelio, para luego desarrollar el concepto de evangelización.

         Evangelio, etimológicamente, significa “buen anuncio, buena nueva”. Por lo tanto hace referencia a algo bueno que consti­tuye a su vez una novedad. Por eso con este nombre se designa el mensaje de salvación de Cristo, el Verbo Encarnado, el Dios hecho hombre, que con la novedad absoluta de la Encarnación viene a salvar a todos los hombres de todos los tiempos y lu­gares restaurando lo que el hombre había perdido por el pecado e instaurando una nueva economía de salvación que es justamen­te el Evangelio, o Nueva Alianza, o Nueva Ley. Y es sólo Cris­to quien puede salvar al hombre, pues por su doble condición de Dios y de hombre se constituye en el único mediador entre Dios y los hombres. En efecto, era el hombre quien debía pagar a Dios la deuda infinita contraída por el pecado, la cual le era imposible de satisfacer en razón de la finitud y pequeñez de la naturaleza humana.

Entonces Dios, en su misericordia, movido a compasión, encuentra el modo de satisfacer: puesto que la deuda es infinita y sólo Él es infinito, Él mismo la pagará. Pero como es el hombre el deudor, Dios se hace hombre, de modo que sea el hombre quien pague su deuda. Y así se en­carna Jesucristo, Nuestro Salvador, en las entrañas purísimas de María Santísima. Por eso sólo el Evangelio de Cristo es verdaderamente “Evangelio”, por su novedad absoluta y por el bien inconmensurable que es para los hombres estar, en virtud de la Pasión de Cristo, reconciliados con Dios. En este senti­do dice San Pablo que “si alguien os predica otro Evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema” (Ga 1,9).

Decíamos que Jesucristo instaura una nueva economía de sal­vación llamada Evangelio, o Nueva Alianza, o Nueva Ley. ¿En qué sentido se llama “nueva”? No sólo por la novedad absoluta de la Encarnación, sino también en contraposición a la Anti­gua Ley, como más adelante diremos. ¿En qué sentido se llama “Ley”? No en el sentido de norma, prescripción de la razón, regla invariable, sino en el sentido de “calidad”. Así el au­tor de la Carta a Diogneto (200 de la era cristiana) escribe que “los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra natal, ni por su idioma, ni por sus institucio­nes… sino que, en todo, muestran su propio estilo de vivir, según todos admiten, admirable y asombroso”.

¿En qué consiste pues esta Ley Nueva? ¿En qué consiste el Evangelio?

  1. a) En primer lugar, ¿esta ley es escrita, o sea exterior? No, la Ley Nueva no es escrita, sino infusa, esto es, infundi­da en el corazón, como lo había profetizado Jeremías: “Yo pon­dré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,33). Y como, según dice Aristóteles, cada cosa se denomina por lo que en ella es principal, lo principal de esta Ley Nueva o Evangélica, y en lo que está todo su poder, es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo, así dice Santo Tomás, “la Ley Nueva principalmente es la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles de Cristo”. Esto lo enseña también San Pa­blo llamando “Ley de la Fe” a la gracia (Ro 3,27), y más explícitamente donde dice “la Ley del Espíritu de Vida en Cristo Jesús me libró del pecado y de la muerte” (Ro 8,2), de donde dice San Agustín que “la Ley de la Fe está escrita en los corazones de los fieles”, y añade “¿Cuáles son las leyes de Dios escritas por El mismo en los corazones, sino la misma presencia del Espíritu Santo?”.
  2. b) En segundo lugar, no obstante esto, esta Ley Nueva que es principalmente in­fusa es también, secundariamente, es­crita en el texto del Nuevo Testa­mento. Y así, en cuanto es­crita, toca a la gracia del Espí­ritu Santo bajo dos aspectos:

-Prime­ro, como disposi­ción para reci­bir la gracia, sea del en­tendi­miento por la fe, mediante la cual se nos da la gracia del Espíritu San­to, y así en el Evan­gelio se contiene cuanto per­tenece a la revelación de la divi­nidad y humanidad de Cris­to; sea disposición del afecto de la volun­tad, en cuanto se con­tiene en el Evangelio cuanto mira al des­precio del mundo, des­precio que hace capaz al hombre de la gracia, pues como enseña Nuestro Señor “el mundo (esto es, los amadores del mun­do) no puede recibir al Espíritu Santo” (Jn 14,17).

-Segun­do, en cuanto en el Evangelio se nos enseña todo lo referente al uso de la gracia: cómo ad­quirirla, desarrollarla, perseve­rar en ella, etc. Tal uso con­siste en las obras de todas las virtudes, a las que se nos exhorta de muchas maneras en el Evangelio, la recepción de los sacramentos, etc.

– En tercer lugar vamos a afirmar que sólo y únicamente esta Ley justifica y salva al hombre. Y así dice San Pablo “no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la sa­lud del todo el que cree” (Ro 1,16). La Ley Nueva, en cuanto infusa, o sea, en cuanto que es la gracia del Espíritu Santo comunicada interiormente a los hombres, sana y eleva la natu­raleza humana, caída por el pecado, y por ende, justifica y salva. No justifica en cuanto a sus elementos secundarios (do­cumentos de la fe y preceptos escritos). Por eso San Pablo dice que “la letra mata, pero el Espíritu es el que da vida” (2 Cor 3,6). San Agustín comenta que por “letra” se entiende cualquier escritura que está fuera del hombre, aunque sea de preceptos morales, como los del Evangelio, por donde también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia inte­rior del Espíritu Santo que sana. Evangelio no es otra cosa que: “el amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazo­nes por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Ro 5,5). Es lo que el Concilio de Trento definió como “unica for­malis causa” de la salvación, la gracia santificante (cfr. Dz. 799). Eso es el Evangelio. La gracia santificante es la que eleva al hombre al mundo sobrenatural, ya que es “una par­tici­pación física y formal, aunque analógica, de la naturaleza divina”, que hace al hombre hijo de Dios por adopción y here­dero de la vida eterna del Cielo. Eso es Evangelio. Es un an­ticipo del Cielo, es la vida eterna incoada. La gracia -que es la esencia del Evangelio- está tan por encima de todo lo crea­do, que Santo Tomás dice de ella: “El bien de la gracia de uno sólo es más grande que el bien natural de todo el universo”[7] De donde si un sólo nativo de es­tas tierras se hubiese puesto en gracia de Dios, eso vale más que todo el universo. Por eso la evangelización, en cuanto es obra primeramente de Dios, es obra perfectísima, ya que “las obras de Dios son perfectas” (Dt 32,4). De ahí que los que critican la evangelización, sin distinguir bien, de hecho, están criti­cando a Dios y se oponen, vanamente, a los planes de Dios, pero Dios “se ríe de ellos” (cfr. Sl 2,4).

  1. Distinción con la Ley Antigua.

¿En qué se distingue esta Ley Nueva de la Ley Antigua? Enseña Santo Tomás que “la principalidad de la Nueva Ley está en la gracia del Espíritu Santo. Esto se manifiesta en “la fe que obra por el amor”(Ga 5,6). Por eso se distingue de la Ley Antigua en ocho cosas:

a) Por el ministro: la Antigua fue dada por el mi­nisterio de ángeles y profetas; la Nueva por Cristo.

b) Por la forma y materia en que se graba: la An­tigua fue escrita en tablas de piedras; la Nueva es infusa en los corazones.

c) Por la extensión: la Antigua era nacional, sólo del pueblo elegido por Dios; la Nueva es universal.

d) Por la duración: la Antigua es temporal; la Nue­va, eterna.

e) Por su entidad: la Antigua era sombra de lo que habría de venir; la Nueva es la realidad que aquella sombra prefiguraba.

f) Por su eficacia: la Antigua no daba la gracia ni justificaba; la Nueva da la gracia, abre las puertas del cie­lo, es sacramental, y justifica.

g) Por su utilidad: la Antigua no conducía al fin; la Nueva da al hombre la posesión del Bien que es su fin.

h) Por su dignidad: la Antigua era ley de siervos, fundada en el temor; la Nueva es ley de hijos, fundada en el amor.

Como la Ley Antigua debía conducir a Cristo, cuando viene Cristo ya no tiene razón de ser, y es derogada y abrogada, y el cristiano queda sustraído del imperio de la ley mosaica por el hecho del bautismo: “mas ahora, desligados de la ley, esta­mos muertos a lo que nos sujetaba, de manera que sirvamos en espíritu nuevo, no en letra vieja” (Ro 7,6). “Por la Ley morí a la ley” (Ga 2,18) enseña San Pablo, y San Agustín y San Juan Crisóstomo entienden esto en el sentido de que “por la Ley que me conducía a Cristo y me lo mostraba, morí a la ley que ya no tenía razón de ser, desde que ella había cumpli­do su oficio”.

         En la carta a los Colosenses la abolición de la ley es pre­sentada como la liberación de un yugo aplastante y odioso: “borrando el acta de los decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola del medio y clavándola en la Cruz” (Col 2,14). Así, en la Cruz, termina la ley mosaica su dramática carrera: mata a Cristo y Cristo la mata a su vez.

         En la carta a los Efesios la abolición de la ley es presen­tada como la terminación de las discordias pasadas entre ju­díos y gentiles: “mientras que ahora, por Cristo Jesús, los que en un tiempo estabais lejos, habéis sido alejados por la sangre de Cristo, pues El es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos formulada en decretos, para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nue­vo y estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios, por la Cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad” (Ef 2,13-16). Este nuevo cuerpo es la Iglesia, que es una sola persona mística, un solo cuerpo, el Cristo mís­tico.

  1. Comparación entre ambas Leyes.

 

 ¿Cómo se comparan entre sí ambas Leyes? Ya vimos que la Ley Nueva se distingue de la Antigua. Podemos agregar a lo dicho que toda ley ordena la vida humana para alcanzar un fin. La Ley Nueva no se distingue de la Antigua en cuanto que ambas tienen el mismo fin: someter los hombres a Dios, sino en cuan­to que una mira el fin más de cerca (es perfecta) y la otra lo mira de lejos (es imperfecta). La Ley Antigua es como un ayo de niños: “La Ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, para que fuésemos justificados por la fe. Pero llegada la fe ya no estamos bajo el ayo” (Ga 3,24-25). En cambio la Ley Nueva es ley de perfección porque es ley de caridad, de amor, de la cual dice San Pablo que es “vínculo de perfección” (Col. 3,14). Esta es la esencia del Evangelio.

         Todas las diferencias entre una y otra se toman de su per­fección o imperfección. Por eso la Antigua es ley de temor, contiene promesas temporales, cohíbe más bien sólo lo externo, es “ley de las obras” (Ro 3,27); en cambio la Nueva es ley de amor, contiene promesas espirituales y eternas, cohíbe tam­bién lo interno malo, y es principalmente ley de la fe, aunque secundariamente contiene algunas obras, ya morales, ya sacra­mentales.

         Además la Ley Nueva da cumplimiento a la Antigua. Así ense­ña Nuestro Señor Jesucristo que “no he venido a abrogar la Ley o los Profetas, no he venido a abrogarla sino a consumarla, porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tie­rra, que falte una jota o tilde de la Ley hasta que todo se cumpla” (Mt 5,17-18). Lo perfecto suple lo que a lo imperfec­to falta. Por eso el Evangelio suple, perfecciona, al Antiguo Testamento, en cuanto suple lo que le faltaba. En la Antigua Ley podemos considerar dos cosas: a) el fin; b) los preceptos.

a) Respecto al fin, la nueva perfecciona a la vieja justi­ficando a los hombres por la fuerza de la Pasión de Cristo: “pues lo que a la ley era imposible, por ser débil a causa de la carne, Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro 8,3); realiza lo que la Antigua sólo prometía: “cuantas promesas hay en Dios son en El sí; y por El de­cimos amén, para gloria de Dios” (2 Cor 1,20); y realiza lo que la Antigua sólo representaba: “sombra de lo futuro, cuya realidad es Cris­to” (Col 2,­17).

b) Respecto a los preceptos, hay que decir que la Antigua Ley contenía preceptos morales, ceremoniales y judiciales. En cuanto a los preceptos morales, Cristo los perfecciona con la obra y con la doctrina.

– Con la obra, en cuanto observó lo que debía observarse en aquel tiempo, como la circuncisión, pues fue “hecho bajo la ley” (Gal 4,4).

– Con su doctrina, perfeccionó los preceptos morales de la Ley Antigua, y esto de tres maneras:     * Declarando el verda­dero sentido de la ley, contra lo que enseñaban los fariseos, que sólo creían prohibidos los actos externos malos: “si vues­tra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entra­réis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20).

* Ordenó observar con mayor seguridad lo que había ordenado la Ley Antigua (Mt 5,33 ss.).

* Añadió ciertos con­sejos de perfección, como aparece en la respuesta que dio a aquel que le dijo que cumplía los preceptos de la ley: “si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes, y tendrás un teso­ro en el cielo, y ven y sígueme” (Mt 19,21).

En cuanto a los preceptos ceremoniales y judiciales de la Antigua Ley quedaron abrogados por la Ley Nueva.

  1. Evangelizar.

 Visto ya someramente qué sea el Evangelio o Ley Nueva, nos corresponde ahora tratar acerca de qué es evangelizar.

Como dice el Papa Pablo VI, se ha de definir la evangeli­zación en “términos de anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de admi­nistración de los otros sacramentos. Ninguna definición par­cial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y di­námica que comporta la evangelización, sino es con riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible compren­derla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales…”[8]. Podemos decir que se trata de una renovación de toda la humanidad y de todo el hombre:

– De toda la humanidad: porque “evangelizar signifi­ca para la Igle­sia lle­var la Buena Nueva a todos los ambientes de la hu­manidad, y con su influjo, transformar desde dentro, re­novar a la misma humanidad: “He aquí que yo hago nuevas todas las co­sas” (Ap 21,5). Pero la verdad es que no hay humanidad nue­va si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del Bautismo: “Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre voso­tros, pues que no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia” (Ro 6,14) y de la vida según el Evangelio: “renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 23-24). La finalidad de la evangeliza­ción es, por con­siguien­te, este cam­bio interior y, si hubiera que resu­mirlo en una pala­bra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuan­do, por la sola fuerza divina del men­saje que proclama (cfr. Ro 1,16), trata de convertir al mis­mo tiempo la con­ciencia perso­nal y colectiva de los hombres, la activi­dad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concre­tos”[9].

– De todo el hombre: “para la Iglesia no se trata sola­mente de predicar el Evangelio en zonas geo­gráficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más nume­rosas, sino de al­canzar y transformar con la fuerza del Evan­gelio los cri­terios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes ins­piradoras y los mo­delos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salva­ción”[10].

Ahora bien, supuesto esto, ¿de qué modo se evangeliza?

De dos modos fundamentales, señala Pablo VI, debe evange­lizarse:       – Es necesario, en primer lugar, el testimonio de vida: “a través de este testimonio sin palabras, los cristia­nos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogan­tes irresistibles: ¿por qué son así?, ¿por qué viven de esa manera?, ¿qué es o quién es el que los inspira?, ¿por qué es­tán con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización… Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangeli­zadores.”[11].

 Pero además es necesario también un anuncio explí­cito: hay que saber dar “razón de vuestra esperanza” (1 Pe. 3,15)… La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser, pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera mientras no se anun­cie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios… Este anuncio -kerigma, predicación o catequesis- adquiere un puesto tan importante en la evangelización, que con frecuencia es en realidad sinónimo de ella. Sin embargo no pasa de ser un as­pecto.”[12]. Efectivamente, de nada sirve el anuncio si no se adhieren los hombres a él: “el anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asi­milado, y cuando hace nacer en quien lo ha recibido una adhe­sión de corazón… adhesión al programa de vida que él propo­ne. En una palabra, adhesión al Reino, es decir al Mundo Nue­vo, al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio”[13]. Por eso la auténtica evangelización debe conducir y cul­minar en la digna recepción de los sacramentos, ya que es por ellos por los que se comunica la gracia santificante, en la que con­siste principalmente el Evangelio, a los hombres: “Nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural, a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobre­natural encuentra su expresión viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen. La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuan­do realiza la unión más íntima, o mejor, una intercomunicación jamás interrumpida entre la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco oponer, como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización. Porque es seguro que si los sacramentos se administran sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente la de educar en la fe de tal manera que conduzca a cada cristiano a vivir -y no a recibir de modo pasivo o apático- los sacramentos como verdaderos sa­cramentos de la fe”[14].

VII. Evangelización de las culturas.

Visto ya qué es Evangelio y qué evangelizar, nos queda por ver en qué consiste la evangelización de las culturas. Dice el Beato Isaac que “la Encarnación suprimió lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divino”[15]. La evangelización de las culturas no es más que la con­tinua­ción, análoga, de la Encarnación del Hijo de Dios en és­tas. Es de­cir, significa encarnar el Evangelio en las cultu­ras, prolon­gando así la obra redentora de Cristo. Por ende toda evangeli­zación verdadera de la cultura debe tener los mismos efectos, análogos, que la Encarnación del Verbo, ya que es su con­tinuación. Por eso la obra de la Iglesia Católica en estas tierras america­nas es verdadera y principalmente una obra e­vangelizadora, ya que:

a) “Suprimió lo diabólico“: Cierta­men­te las culturas amerindias, como demuestra el P. Carlos Bies­tro, es­taban infi­cionadas de satanismo: así, si considera­mos su arte, el principal motivo inspirador son las serpien­tes, mons­truosas, contorsionadas, arrastradas[16]. Pero el arte no hace más que represen­tar la terrible realidad de estos pueblos: los sacrificios huma­nos, que crecían en número cada día, pues, por ejemplo, los azte­cas, consideraban que debían alimentar a su dios prin­ci­pal, el sol, con la sangre de sus víctimas, para que este pu­diese ven­cer en el combate permanente que tenía que librar en el cielo. No es necesario explayarse mucho en este punto, his­tóricamente comprobado, para ver que el mundo americano antes de la con­quista española estaba lejos de ser un paraíso. Ni qué decir de la terrible esclavitud a la que estaban some­tidos la mayo­ría de los pueblos (de ahí que ayudaran a Cortés con­tra los aztecas), de la idea que tenían de la mujer, de la fami­lia, de los incestos y sodomía, por ejemplo, de los guara­níes, ni de la hechi­cería, brujería, etc. Por eso podemos afir­mar que con la llega­da del Evangelio a América, esta realidad se transformó, su­primiéndo­se, por tanto, lo diabólico.

b) “Asumió lo humano“: Baste citar aquí un sólo ejemplo: el de las Reducciones Jesuíticas del Para­guay. En ellas los misioneros supieron hacer que los in­dios desarro­llaran sus talentos, por ejemplo, artísticos. Y así se crearon talleres de arte para los guaraníes. Los violines he­chos por ellos se vendían en Europa, las imágenes por ellos talladas siguen asombrando a los expertos, por su notable ca­lidad y su estilo propio, las ruinas de esos pueblos de piedra son hoy un mudo, pero elocuente testimonio de la ingente labor evangelizadora y humanizadora de los misioneros, que mantuvie­ron las estructuras propias de gobierno y organización de los indios, con un cacique como jefe de varias familias, etc. Bas­taría también aquí nombrar en lo artístico, por ejemplo, la pintura de la llamada “Escuela Cusqueña”; o las escuelas y universida­des, etc.

c) “Le comunicó lo divino“: lo humano libre de lo diabólico es materia apta para recibir lo divino, que lo dig­nifica, sana y eleva a un plano sobrenatural: por eso los pueblos americanos se convirtieron a la fe católica, y por eso Hispanoamérica es de cuño católico. Miremos el ejem­plo de la Virgen de Guadalupe: Ella no se presenta como judía, ni como dama europea, sino con un rostro moreno, mestizo, por­que quiere demostrar que es Madre de los indios. Por eso, ade­más, en su imagen hay muchos simbolismos que los indios podían entender y conocer, como son los rayos del sol, para ellos signo de la divinidad, la luna bajo sus pies, el manto adorna­do con estrellas, etc. Ella se presenta así porque es la Pri­mera Evangelizadora, o la “Conquistadora”, como gustaba lla­marla San Roque González, apóstol de los guaranís. De ahí el justo título con que se la llama Emperatriz de América. Tam­bién podemos traer aquí como ejemplo el florecer de una multi­tud de santos: Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Roque González, San Juan Diego, la Beata Ana de los Ángeles Monteagudo, Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco So­lano, San Juan del Castillo, San Alonso Rodríguez, etc.

Pero esta evangelización de la cultura, comenzada en Amé­rica por la labor evangelizadora de España, es algo aún no completado, que debe seguir haciéndose, ya que es una realidad compleja, compuesta por varios aspectos. Juan Pablo II, en su carta encíclica “Redemptoris Missio” señala las característi­cas que debe tener la encarnación del Evangelio en las cultu­ras de los pueblos: “la inculturación del Evangelio es:

  1. Un proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pue­blos;…
  2. que requiere largo tiempo;…
  3. que no es una mera adaptación externa, sino una íntima transformación de los valores culturales auténticos mediante su integración con el cristianismo y la radicación del cris­tianismo en las diversas culturas,… por lo tanto
  4. es un proceso profundo… y
  5. global, que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia… y por ende
  6. es un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cris­tiana… Además,
  7. enriquece a la misma Iglesia, con expresiones y valo­res en los diferentes sectores y valores de la vida cristia­na;…
  8. es un proceso lento;…
  9. se puede desarrollar en manera y forma originales, conformes con las propias tradiciones culturales, con tal de que estén siempre en sintonía con las exigencias objetivas de la misma fe;…
  10. además este proceso necesita una gradualidad, para que sea verdaderamente expresión de la experiencia cristiana de la comunidad;…
  11. y es un proceso que debe implicar a todo el Pueblo de Dios… es decir, debe madurar en el seno de la comunidad y no ser fruto exclusivo de investigaciones eruditas…”[17].

VIII. Evangelización y libertad religiosa.

Tenemos que decir en este punto que la evangelización no es verda­dera si no significa para el hombre una auténtica li­bera­ción. Al respecto dice Pablo VI que “la liberación vincu­lada a la evangelización no se puede separar de la necesidad de ase­gurar todos los derechos fundamentales del hombre, entre los cuales la libertad religiosa ocupa un puesto de primera impor­tancia”[18]. Y Juan Pablo II, en lo que cons­tituye como la “Carta Magna” de la misión, su carta encíclica “Re­demptoris Missio”, afirma que “todas las formas de la acti­vidad misionera están marcadas por la conciencia de promover la li­bertad del hombre, anunciándole a Jesucristo… La Igle­sia, pues, tiene el deber de hacer todo lo posible para desa­rrollar su misión en el mundo y llegar a todos los pueblos; y tiene también el derecho que le ha dado Dios para realizar su plan. La libertad religiosa, a veces todavía limitada o coar­tada, es la premisa y la garantía de todas las libertades que aseguran el bien común de las personas y de los pueblos. Es de desear que la auténtica libertad religiosa sea concedida a todos en todo lugar; ya que con este fin la Iglesia despliega su labor en los diferentes países, especialmente en los de mayoría ca­tólica, donde tiene un mayor peso. No se trata de un problema de religión de mayoría o de minoría, sino más bien de un dere­cho inalienable de toda persona humana. Por otra parte, la Iglesia se dirige al hombre en el pleno respeto de su li­ber­tad. La misión no coarta la libertad, sino más bien la fa­vore­ce. La Iglesia propone, no impone nada: respeta las perso­nas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la con­ciencia. A quienes se oponen con los pretextos más variados a la acti­vidad misionera de la Iglesia, ella va repitiendo: ¡A­brid las puertas a Cristo!”[19].

  1. Conclusión.

 Creo que con lo dicho basta queda precisa­do el concepto de evangelización de las culturas, y, por tan­to, el sentido profundo -el más profundo, el teológico- de lo que significa la evangelización de América, que no es otro que haber traído la gracia santificante a estas tierras, haciendo a los hombres hijos de Dios y herederos del cielo. Esa es la gran obra de la evangelización, ¡muy por encima y trascendente de la acción defectible de los instrumentos humanos! Quiero aña­dir que no hay ni puede haber verdadera evange­li­zación del hombre y de los hombres si a estos no se les enseña a vivir de acuerdo a la Ley Nueva, ya que justamente en la encarnación de esta ley en los pueblos consiste la evangelización de los mis­mos. Por eso espero, y es mi ferviente deseo, que en este Pa­lacio de las Leyes los legisladores no dejen jamás de inspi­rarse en la Ley Nueva, que es la única respuesta verdadera a los problemas auténticos del hombre. Y si, después de sancio­nadas tantas leyes, las cosas no marchan en nuestro país, ha­brá que pregun­tarse si no será a causa de que falta en nues­tras leyes la participación de la Ley Nueva, Ley del Espíritu, Ley de Vida, Ley de libertad, infusa en los corazones de los hombres, ya que también en las leyes positivas se cumple aquello de que “la letra mata, pero el Espíritu es el que vivifica” (2 Cor 3,6).

Señalaba Francisco López de Somarra: ““Muy soberano Señor: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Nuevo Mundo (…) por ser grandísimo y (…) y por ser todas sus cosas diferentísimas de las del nuestro. (…) Empero los hombres son como nosotros, fuera del color, que de otra manera bestias y monstruos serían y no vendrían, como vienen de Adán. Más no tienen letras, ni moneda, ni bestias de carga; cosas principalísimas para la policía y la vivienda del hombre; que ir desnudos, siendo tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad (…)”[20]. Y S.S. León XIII citado en el Discurso de S.S. Juan Pablo II a los Obispos del CELAM, dado el 12 de Octubre de 1984,  “La Carta del Papa León XIII, al concluir el IV centenario de la gesta colombina, habla de los designios de la Divina Providencia que han guiado el “hecho de por sí más grande y maravilloso entre los hechos humanos”, y que con la predicación de la fe hicieron pasar una inmensa multitud “a las esperanzas de la vida eterna” (Carta del 15 julio 1892)”.

Por eso, ¡ojalá retorne a estas tierras el espíritu de los grandes! El espíritu de los Reyes Católicos, de Colón, del Cardenal Cisneros. El espíritu de los que hicieron nuestra Patria, el de San Martín, Belgrano, Güemes, o el del Capitán Estévez. ¡Que retorne el Quijote! Sí, que retorne

“a su locura de enhebrar estrellas,

de estrellar rufianes con su lanza

y de batir monstruos, castillos y rebaños,

por el honor de una dama: nuestra señora Hispanoamérica”.

¡Que retorne el Cid Campeador!:

“No cierres jamás buen castellano las tumbas de a­quellos paladines. Un día, nuestro señor Don Rodrigo, que sabe ganar batallas después de muerto, despertará en la huesa, y limpiando el orín de la Tizona, montará en su brioso corcel; y rasgará los velos de los sepulcros  y de las cunas; y jurará por la cruz de su espada purgar a (Hispanoamérica) de renega­dos y felones” (Ricardo León).

¡Que retorne Martín Fierro!

“…cantando he de llegar

al pie del Eterno Padre,

dende el vientre de mi madre

vine a este mundo a cantar”

Que María de Luján, Patrona de la Argentina, nos alcance de su Hijo vivir en pleni­tud la Ley Nueva. Que en la Legisla­ción de nuestra Patria no se atente contra la Ley Nueva, ya que no puede fructificar nada que vaya contra el Espíritu Santo; contra El, todo se vuelve contra nuestro pueblo; contra El, todo se vuel­ve esclavitud, porque sólo “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3,17). De los millo­nes de efí­meras palabras humanas que se pronuncian en este lugar debo recordar con toda la fuerza de mi voz, que sólo hay una, eficaz e imperecedera, la Palabra hecha carne, Jesucris­to, que es la salva­ción para los hombres y para los pueblos: “En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nom­bre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual poda­mos ser salvos” (Hech.4,12), y que sólo y únicamen­te Je­sucris­to es el que “tiene palabras de Vida Eter­na”(Jn. 6,68). Que las escuchen en este lugar donde se decide el destino de nuestra Patria.

Pbro. Carlos M. Buela, IVE

 19 de junio de 1992

[1] Conferencia pronunciada el 18 de junio de 1992 en el Congreso de la Nación con ocasión del ciclo de conferencias denominado “América, encuentro de dos culturas”, organizado por la Comisión Unicameral para la Conmemoración del Encuentro de Dos Culturas”, al cumplirse el Vº Centenario del Descubri­miento de América.

[2]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi 7.

[3]  Angelus, del 5 de enero de 1992.

[4] Francisco López de Gomara, Historia General de las Indias, Dedicatoria al Emperador Carlos V, año 1552.

[5] Discurso a los Obispos del CELAM, 12 de octubre de 1984.

[6]  León XIII, Carta del 15 de julio de 1892.

[7] S. Th. I-II, 113, 9 ad 2.

[8]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 17.

[9]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 18.

[10]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 19.

[11]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 21.

[12]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 22.

[13]  Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 23.

[14] Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 47.

[15]  Sermón 11, P.L 194, 1728.

[16] cfr. “Guadalupe, Ma­ravi­lla y Esperanza Americana”, publicado en Gladius Nro. 12, agosto de 1988.

[17] Cfr. Beato Juan Pablo II, Carta encíclica Re­demptoris Missio, 52, 53 y 54.

[18] Pablo VI, encíclica Evangelii nuntiandi, 39.

[19]  Carta encíclica Redemptoris Missio, 39.

[20] Carta de presentación de su Historia General de las Indias (1552) al Emperador Carlos V.