resurreccion

La Resurrección ¿mito o realidad?

A quienes en Cottolengos y Hogarcitos atienden a Cristo pobre y doliente en la persona de los ciegos, postrados, deformes, epilépticos, retardados… que resucitarán con su cuerpo íntegro, sin defecto, para recibir la plenitud del premio.

                Es un hecho que la herejía modernista, que tan sabia y valientemente condenara San Pío X a principios de siglo, ha rebrotado con nuevos bríos, está más difundida y está causando mayores estragos, tiene discípulos más calificados y numerosos, es más virulenta. No podía dejar de atacar, como lo hiciera también en aquella época, el hecho apologético y dogmático central de nuestra fe: la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Se reedita, por ejemplo, la vieja herejía de Euticio, obispo de Constantinopla, refutada por San Gregorio Magno (+604), según la cual Cristo habría resucitado con «un cuerpo más sutil que el aire» y, por lo tanto, «impalpable» (1).

                Nosotros creemos que la afirmación explícita de la palpabilidad del cuerpo resucitado de Nuestro Señor, de acuerdo a su misma enseñanza («Palpadme y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo»: Lc.24,39), repetida por San Gregorio Magno (2) y por Santo Tomás de Aquino (3), es la piedra de toque que destruye todos los sofismas de quienes niegan la verdad y la realidad de la resurrección corporal. Y creemos, también, que esta clara enseñanza no es puesta suficientemente de relieve por los defensores de la doctrina católica sobre la resurrección corporal (4), 0 no la explicitan convenientemente, o la ignoran paladinamente.

                La negación de la resurrección corporal no sólo afecta, de suyo, al dogma de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sino también al de nuestra futura resurrección, al de la Asunción de la Ssma. Virgen María a los cielos en cuerpo y alma, al de la presencia corporal del Señor en la Eucaristía.

                En última instancia, como el mismo modernismo, es ésta una herejía típicamente gnóstica (5), en la línea, por un lado, de los que impugnan la transmisión por generación del pecado original, de los que niegan la integridad biológica de la Ssma. Virgen, de los que niegan la presencia física del Señor en la Eucaristía, y caen primero en el fideísmo, luego en el agnosticismo, y finalmente en el ateísmo en cualquiera de sus formas o variantes; por otro lado se emparentan con aquellas herejías cristológicas que enseñaban que Nuestro Señor había asumido en la Encarnación un cuerpo aparente pero no real, ya que la materia es mala como afirmaban los docetas, con Basílides, Marción, los maniqueos, los gnósticos, etc., o un cuerpo celeste, etéreo, fantástico, como sostenían Apeles, Valentín, los priscilianos (s. IV), los anabaptistas alemanes (s. XVI), negando que hubiese asumido un cuerpo carnal y terrestre, es decir, con carne, sangre y huesos como los nuestros, como en realidad asumió en las entrañas purísimas de la Ssma. Virgen.

                Así como los que reducían a simple apariencia la Sagrada Humanidad de Nuestro Señor son llamados docetas (del griego dókesis: apariencia), y los que enseñaban que los sufrimientos corporales de Cristo eran aparentes son llamados aftartodocetas (del griego: áftartos: incorruptible, y dókesis) así los que niegan la resurrección corporal reduciéndola a pura apariencia deberían ser llamados anastodocetas (del griego: anástasis: resurrección, y dókesis). A lo mejor, al tener nombre propio, dejan de llamarse a sí mismos católicos, porque «de nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1 Jo.2,19).

                Trataremos de exponer sucintamente lo que enseña la doctrina católica acerca de la resurrección, a saber, es ésta corporal y no de cualquier cuerpo (fantástico, vaporoso, celeste), sino de un cuerpo de naturaleza humana; y no de cualquier cuerpo de naturaleza humana (de Pedro, de Diego o de Juan indistintamente), sino que tiene que ser del mismo cuerpo humano que murió, y este cuerpo humano debe ser íntegro e idéntico al cuerpo que murió, pero viviendo una vida inmortal y gloriosa (6).

  1. I.                     LA RESURRECCIÓN ES DEL CUERPO

                Es evidente que por razón de su espiritualidad el alma no puede morir físicamente. Cuando se habla de «muerte del alma» se lo hace en un sentido moral para referirse al estado de pecado «mortal» en el cual el alma se encuentra privada de la gracia santificante que es la vida divina. En este mismo sentido hablamos también dé «resurrección del alma» cuando ésta pasa de la muerte del pecado a la vida de la gracia, según dice el Apóstol: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba…» (Col. 3, 1; cf. Ef. 5, 14) porque así como el cuerpo vive naturalmente por el alma, el alma vive sobrenaturalmente por la gracia santificante. Sólo de esta manera aceptaban la resurrección Himeneo y Fileto y por eso los reprueba San Pablo porque «extraviándose de la verdad dicen que la resurrección se ha realizado ya, pervirtiendo con esto la fe de algunos» (2 Tim. 2,16-18).

                El que propiamente sucumbe por la muerte es el cuerpo, por lo que es evidente que la resurrección, en sentido estricto, no es del alma sino t del cuerpo. Cristo demostró que había resucitado con su cuerpo por las doce apariciones «rea~s, objetivas y corporales» (7) que nos describen las Escrituras, aunque fueron muchas más (cf. Act. 1,3), y por el hecho de que el sepulcro quedase vacío como consta por los cuatro evangelistas y por San Pablo (8).

                Que la resurrección nuestra sea también corporal nos consta: a) por la resurrección corporal de Cristo, «primicia de los muertos» (1 Cor. 15,20), causa eficiente y ejemplar de la nuestra, «que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso» (Fil. 3,21); b) por el testimonio de la Sagrada Escritura: «muchos cuerpos de santos resucitaron» (Mt. 27,52), «¿con qué cuerpo vienen (los resucitados)? ¡Necio! lo que tú siembras no revive sino muere. Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de nacer…» (1 Cor. 15,35 ss.), «se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual» (1 Cor. 15,44), «…para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4,10), «el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a nuestros cuerpos mortales» (Rom. 8,11), «gemimos dentro de nosotros mismos… por la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8,23), «…llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz y vendrán…» (Jo. 5,28), y es de toda evidencia que en los sepulcros no están las almas sino los cuerpos; c) por la constante enseñanza del Magisterio de todos los tiempos, desde las antiguas profesiones de fe: «Creo… en la resurrección de la carne» (9),»el Señor Jesucristo resucitó y subió a los cielos en su mismo cuerpo» (10), hasta Pablo VI: «la muerte… será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán a sus cuerpos» (11).

                En fin, es imposible concebir una salvación completa del hombre sin la resurrección del cuerpo, porque sin el cuerpo del hombre no se da el ser-hombre, y por consiguiente si no hubiese resurrección del cuerpo no habría salvación del hombre.

                Si no hubiese resurrección del cuerpo, ¿qué se hizo del cuerpo de Cristo, en qué lugar está? (12), Si no hubiese resurrección del cuerpo y por ende no hubiese resucitado el cuerpo de Cristo, ¿en qué se convierte el pan durante la Santa Misa? Si no hubiese resurrección del cuerpo la Ssma. Virgen no estaría con su cuerpo en el cielo, ¿dónde, pues, se encuentra? Es decir que quien niega la resurrección corporal, si es coherente, deberá negar la presencia corporal de Cristo en la Eucaristía y la Asunción de la Ssma. Virgen, lo que implicaría el rechazo de la infalibilidad del Magisterio solemne y de la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura. Parafraseando a San Agustín cabría decir: «quien cree lo que quiere y no cree lo que no quiere, no cree en Jesucristo, sino que cree en sí mismo».

  1. II.                   LA RESURRECCIÓN ES DE UN CUERPO HUMANO

                No basta decir que la resurrección es corporal sino que hay que afirmar que es de un cuerpo de naturaleza humana. Porque hay quienes afirman, sí, la resurrección de los cuerpos pero entienden y expresan equívocamente la realidad del cuerpo resucitado negando la humanidad del mismo, y de este modo hacen aparente y, por lo tanto, falsa la resurrección. No hay resurrección verdadera y real, si es de un cuerpo astral, fantástico, aparente, vaporoso, aéreo, celeste, gaseoso, imaginario, etéreo, figurado, simbólico, sutil más que el aire y el viento, o convertido en espíritu. Debe resucitar un cuerpo humano como humano fue el cuerpo que murió.

                Nuestro Señor Jesucristo demostró la realidad de la naturaleza humana de su cuerpo resucitado como dicen los Hechos ya que «después de su pasión se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes» (Act. 1,3), hablaba y lo escuchaban (13), lo veían (14), comía y bebía (no por necesidad sino para demostrar la naturaleza del cuerpo resucitado, como enseñan San Agustín, San Beda, Santo Tomás de Aquino (15), caminaba (16), se sentaba (17), cocinaba (18), soplaba (19), lo podían tocar y de hecho lo tocaban («ellas, acercándose, asieron sus pies y se postraron ante Él”: Mt. 28,9) (20), le daban cosas (21) y Él las recibía («tomó el pan… e igualmente el pez»: Jo. 21,13) (22), le hablaban y Gl escuchaba (23), mostraba las manos, los pies, el costado (24), etc… Lo que dice San Agustín con respecto a la Encarnación lo podemos aplicar a su resurrección: «si el cuerpo [resucitado] de Cristo fue un fantasma, Cristo nos engañó; y si tal cosa hizo, no es la verdad. Ahora bien, Cristo es la verdad. Luego su cuerpo no fue una ficción» (25), i

                Expresa y explícitamente es rechazada tan peregrina hipótesis por los Santos Evangelios, «que nos comunican la verdad sincera acerca de Jesús» (26), sobre todo en el hecho que narra San Lucas en el cap. 24, vers. 36 al 43, cuando los Apóstoles «aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu». Nuestro Señor los convence de la realidad de su cuerpo resucitado ofreciéndose para que lo tocasen, palpasen y así comprobasen que no había asumido un cuerpo fantástico o vaporoso o convertido en espíritu, etc. «Palpadme y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Diciendo esto les mostró las manos y los pies”.

                Del sentido obvio de este texto sacro se deducen dos afirmaciones claras, a saber, que el cuerpo resucitado de Cristo era palpable, y asimismo que era un cuerpo humano terreno, o sea, con carne y huesos. Trataremos de profundizar un tanto en estas dos afirmaciones.

                1. El cuerpo resucitado de Cristo era palpable.

                Cuando decimos que el cuerpo resucitado de Cristo era palpable, queremos decir:

                a) que ofrecía resistencia al tacto, ya que era tangible, en forma semejante a como es tangible cualquier cuerpo humano.

                b) que tenía la consistencia o densidad propia de todo cuerpo humano, de manera que no se lo podía atravesar, y por eso las santas mujeres pudieron asirse a sus pies (27). Si de hecho pasaba aun estando las puertas cerradas era ello por virtud divina, así como por virtud de Dios el cuerpo de Pedro, según Act. 5, 15, sanaba a los enfermos: «no tuvo por propiedad congénita que con su contacto sanase los enfermos, antes así sucedía por virtud divina para edificación de la fe» (28)

                c) que ocupaba un lugar como cualquier cuerpo humano. El Angélico, tan medido en sus adjetivos, dice: «parece una locura (insania) afirmar que el lugar que ocupará el cuerpo glorioso estará vacío» (29),

                d) que era naturalmente palpable, no por milagro, y ello, por la realidad misma de su naturaleza humana resucitada. Euticio, obispo de Constantinopla, que negaba la palpabilidad del cuerpo resucitado, al igual que los actuales «anastodocetas», sostenía que el Señor se hizo palpable por milagro, para quitar de los apóstoles la duda de su resurrección. Esto es insostenible. Basta para demostrarlo la argumentación de San Gregorio Magno refutando a Euticio: «Maravillosa cosa es lo que dices: que de donde los corazones de los discípulos fueron sanados de la duda, de allí se nos levante a nosotros la incertidumbre. ¿Qué cosa peor se puede decir que hacerse a nosotros dudoso de su verdadera carne aquello por donde sus discípulos fueron reparados en la fe y quitados de toda duda? Porque, si se afirma no haber tenido el Señor aquello que demostró, por allí se destruye nuestra fe, por donde fue confirmada en sus discípulos» (30).

                e) que actualmente en el cielo es naturalmente palpable, resistente al tacto, consistente o denso, que llena un lugar y posee estas disposiciones no sólo ahora, sino por toda la eternidad, ya que su cuerpo luego de resucitado no cambia (31), «pues si después de su resurrección pudo alguna cosa ser mudada en su carne, volvió el Señor a la muerte después de su resurrección contra la verísima sentencia de San Pablo; lo cual ¿quién hay, aunque sea loco, que lo presuma decir sino el que niega la verdadera resurrección de la carne?» (32).

                Notemos que dos santos, dos santos Doctores y de la talla de San Gregorio Magno y de Santo Tomás de Aquino califican de locos y de locura a los partidarios y a la doctrina herética de la impalpabilidad de los cuerpos resucitados. No puede ser de otra manera cuando el mismo Señor eligió como prueba para demostrar que no era un fantasma el dar a palpar su carne y sus huesos. «Palpadme. ..»: esa sola palabra destruye toda «profana y vana parlería… que cunde como gangrena… pervirtiendo la fe de algunos» (33). De ahí que el XI Concilio de Toledo no vacile en confesar «la verdadera resurrección de la carne de todos los muertos a ejemplo de Cristo, nuestra cabeza. Y no creemos, como algunos deliran, que hemos de resucitar en carne aérea o en otra cualquiera, sino en ésta en que vivimos, subsistimos y nos movemos» (34).

                2. El cuerpo resucitado de Cristo era un cuerpo terreno

                Cuando afirmamos que el cuerpo resucitado de Nuestro Señor es un cuerpo carnal o terreno, queremos decir que es un cuerpo con carne y huesos como el nuestro, o sea, se excluye absolutamente todo tipo de cuerpo fantástico o celeste: «el espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lc. 24,39), dijo el Señor, con lo que demuestra que resucita con todas las partes propias de un cuerpo de naturaleza humana.

                Se resucita con la propia sangre, y esto se prueba con toda certeza ya que, en caso contrario, no se transubstanciaría el vino en la Sangre del Señor en el Sacramento del altar, según la enseñanza de Jesús: «el que coma mi carne y beba mi sangre» (jo. 6,54.56), «esto es mi cuerpo… es mi sangre» (35), y quien no los discierna es «reo del cuerpo y sangre del Señor” (1 Cor. 1 1,27.29), enseñanza mantenida por la Iglesia en todos los tiempos, y que solemnemente definió el Concilio de Trento en la sesión XIII enseñando que la Eucaristía «contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con la divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero» (36), «Cristo, todo e íntegro» (37). Quien negare que los cuerpos resucitados son de naturaleza humana, sosteniendo que son de naturaleza celeste, vaporosa, etérea, etc., si es coherente, habrá de negar también la presencia corporal de la naturaleza humana en carne y sangre reales, no metafóricas, de Cristo en la Eucaristía.

                Argumentan algunos que así como el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía no ocupa lugar, pues aunque se hace presente con toda su cantidad dimensiva, está al modo de la substancia (38), es decir, que tiene un modo de existir inespacial, así es el cuerpo de Cristo resucitado y así serán nuestros cuerpos resucitados. Pero ello es falso, por que la presencia al modo de substancia sólo vale para la presencia sacramental. El cuerpo resucitado de Cristo está en el cielo según su modo natural de existir, está presente con su cantidad dimensiva según el modo propio de existir de la cantidad, a saber, toda en el todo y cada parte en cada parte, es decir, que exige un espacio igual al que ocupa su cuerpo natural, ocupando un lugar circunscriptivo determinado, sin prescindir de la extensión actual y del espacio tridimensional; en cambio en la Eucaristía está con una presencia sacramental, no llenando un espacio tridimensional, ni teniendo extensión actual. El cuerpo resucitado de Cristo está, pues, presente: primero, con su figura, circunscriptivamente (incluso con su extensión extrínseca) en un solo sitio, en el cielo, donde está localmente; segundo: bajo las especies eucarísticas, está presente no circunscriptivamente (sólo con la extensión intrínseca sin la extensión extrínseca) en muchos lugares, en todos los sagrarios del mundo, «todo entero… en su ‘realidad’ física, aún corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar» (39).

                Hay también quienes afirman que Cristo «murió y resucitó al mismo tiempo» (sic!) y explican «el tercer día» no como si se tratara de un dato cronológico sino de la mera expresión de la certidumbre del triunfo final. Proponen como argumento la colección que trae el midrash Rabbah sobre Gen. 22,4 acerca de las obras salvíficas realizadas por Dios al «tercer día», v. gr. Gen. 42,18; Ex.19 ,11; Jos. 2,16-22; Esdr. 8,32 etc. Se pretende establecer, así, una falsa subordinación del Nuevo al Antiguo Testamento para cohonestar falsas interpretaciones. Es cierto que el Antiguo y el Nuevo Testamento constituyen una unidad, como lo mostró el mismo Jesús cuando en su encuentro con los discípulos de Emaús «comenzando por Moisés y los profetas, les fue declarando cuanto a SI se refería en todas las Escrituras» (Lc. 24,27), y como enseña San Pablo cuando refiriéndose a los preceptos ceremoniales del Antiguo Testamento afirma que eran «sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo» (Col. 2,17). Porque las instituciones, hechos y personajes del Antiguo Testamento, además de su realidad histórica propia, son «tipos» —prefiguraciones— de Cristo que es el analogado primero, el «antitipo» (40). Sin embargo hay que evitar la reducción del Nuevo Testamento a una concepción judía que se ha revelado insuficiente para descubrir, a Cristo y que no es, en el fondo, sino un vano intento por judaizar el Nuevo Testamento y así judaizarnos a nosotros.

                Pero volvamos a la peregrina hipótesis de la muerte y resurrección simultáneas de Cristo. Si hubiese sido así los presentes hubieran visto cuando Cristo se despegaba de la Cruz transformando su cuerpo en gloria. Pero entonces ¿qué fueron a pedir a Pilato?, ¿qué envolvieron con sábanas?, ¿qué cosa depositaron en el sepulcro? «Lo que pasa —responden— es que resucitó el cuerpo y quedó la corporeidad». Aparte de que eso sea tan absurdo como un círculo cuadrado, insistimos nosotros: ¿qué pasó, entonces, con la «corporeidad», dónde está? (41). «Eso pertenece al misterio» contestan algunos. Y otros, a la pregunta por el cadáver de Jesús, responden: «la sensatez invita a abstenernos de toda curiosidad» (42).

                Nos viene a la mente aquello de Isaías (5,20): «Ay de los que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz…» Estos teólogos y exégetas progresistas, invitándonos a la sensatez, llaman «curiosidad» a los argumentos que destruyen sus sofismas, pero no temen convertirse en insensatos cuando con malsana curiosidad racionalizan el misterio. Niegan lo que se sabe con certeza para afirmar lo que ellos conocen con duda. Tratan como hipótesis las verdades ciertas de la fe y a sus des cabelladas hipótesis les dan el valor de dogmas de fe. Diluyen los misterios para dejarnos con los «misterios» de sus teorías. A aquellas cosas que exceden la capacidad de nuestra razón pretenden dar una explicación natural tan artificial y arrevesada que resulta mil veces más difícil de aceptar que las mismas verdades sobrenaturales que intentan explicar de distinta manera que la tradicional «por razones pastorales».

                Como todos los errores, también el anastodocetismo pretende fundarse en varios textos de la Sagrada Escritura, fundamentalmente en los cuatro siguientes:

                a) «La carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios» (1 Cor. 15,50). Algunos lo interpretan en el sentido de que los cuerpos resucitados no serán terrenos, es decir, no tendrán carne ni sangre. A lo que hay que decir que en la Sagrada Escritura de una manera se dice carne según la naturaleza, por ejemplo en Gen. 2,23, en Jo. 1,14, y de otra manera se dice carne según la cuipa, o sea corrupción u obras de la carne, por ejemplo en Gen. 6,3 en Sal. 78,39, en Rom. 8,9, y en este último sentido debe entenderse aquel versículo: la corrupción de la carne y de la sangre no poseerá el Reina de Dios, a saber, los pecados y las obras de la vida animal, por lo que añade el Apóstol: «ni la corrupción la incorrupción» (v. 50).

                b) «El primer hombre fue terreno, formado de la tierra; y el segundo hombre es el celestial, que viene del cie!o» (1 Cor. 15,47), de donde algunos concluyen que el Cuerpo de Cristo no sería terreno. Pero el texto no debe entenderse como si el cuerpo de Cristo «descendiese del cielo en cuanto a su substancia, sino que su cuerpo se formó del Espíritu Santo. Por eso dice San Agustín comentando la frase citada: ‘Llamó a Cristo celeste porque no fue concebido mediante semen humano’» (43). Y «Si es inadmisible que Cristo haya recibido en su concepción cuerpo de otra naturaleza, por ejemplo, celeste, como enseñó Valentín, mucho más inadmisible será que en la resurrección haya tomado cuerpo de otra naturaleza» (44), Los cuerpos resucitados son celestes en cuanto al resplandor de la gloria, no en cuanto a la naturaleza, por eso afirma el Apóstol: «uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres» (1 Cor. 15,40).

                c) Algunos afirmaron que en la resurrección el cuerpo se convertirá en espíritu y por eso, dicen, San Pablo llama «cuerpos espirituales» (1 Cor. 15,44.46) a las cuerpos resucitados. Pero tal cosa no puede sostenerse pues es absolutamente imposible por tres razones (45). Ante todo porque el cuerpo no puede convertirse en espíritu ya que sólo se transforman las cosas que tienen materia común y entre lo espiritual y lo material no hay comunidad de materia, ya que las substancias espirituales son completamente inmateriales. En segundo lugar, si fuera posible que el cuerpo se convirtiese en espíritu, no resucitaría un hombre, ya que éste consta naturalmente de alma y cuerpo. Finalmente, si tal fuera el pensamiento de San Fabio, así como a los cuerpos resucitados los llama»cuerpos espirituales», por una razón parecida podría llamarlos «cuerpos animales» al convertirse estos en ánimas. Lo cual es evidentemente falso. San Agustín exclama: «¡Dios nos libre de creer que serán espíritus!»… serán cuerpos espirituales pero conservando la substancia de la carne, «no perdiendo su naturaleza, sino cambiando su cualidad” (46)

                d) Asimismo los hay que malentienden aquello de Mt. 22,30: «en resurrección… serán como ángeles en el cielo», afirmando que, al igual que los ángeles, después de la resurrección no tendremos cuerpo. La respuesta se hace obvia por el mismo texto completo: «en la resurrección ni se casarán ni se darán en matrimonio, sino que serán como ángeles en el cielo», no porque careceremos de cuerpo sino porque no habrá relación matrimonial al no haber necesidad de perpetuar la especie.

                Con lo dicho creemos haber mostrado la doctrina católica y destruido los argumentos contrarios a la verdad de la resurrección de la carne.

III. LA RESURRECCIÓN ES DEL MISMO CUERPO DE LA PERSONA QUE MURIÓ

                Si el que muere es Juan, para que de hecho resucite debe tomar su propio cuerpo, no el de Pedro o el de Diego. En la hipótesis de que tomase otro cuerpo que no fuere el suyo propio, estaríamos frente a un caso de reencarnación y no de resurrección, lo que es totalmente opuesto a la fe y a la razón. Sería un caso de espiritismo, no de, cristianismo.

                Re—esussitare es levantarse por segunda vez, como dice San Juan Damasceno: «la resurrección es la segunda elevación de quien cayó» (47). Para elevarse el que se cayó, el cuerpo de quien resucita tiene que ser el mismo cuerpo humano de quien murió.

                Nuestro Señor Jesucristo demostró en su resurrección haber retomado el mismo cuerpo que había asumido en las entrañas purísimas de la Ssma. Virgen, el que había sido clavado en la Cruz, horadado por la lanza y sepultado. De ahí que el sepulcro donde fue depositado su cuerpo muerto es ulteriormente hallado vacío (48) y de ahí también que en las apariciones muestre !as santas llagas de sus pies, manos y costado, producidas durante su acerba Pasión, por los clavos y la lanza.

                Las santas llagas con que el Señor se aparece son las credenciales de que su resurrección es de un cuerpo de naturaleza humana, palpable, que opone resistencia al que lo toca, idéntico al que fijaron en la Cruz, como vemos que dice e! mismo Jesús: «Ved mis manos y mis pies, que yo soy” (Lc. 24,39) y como se confirma por -la prueba que pedía Tomás «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré» (Jo. 20,25) a lo que respondió Nuestro Señor a los ocho días: «Alarga acá tu dedo y mira mis manos y tiende tu mano y métela, en mi costado» (Jo. 20,27). Las llagas son el «documento de identidad» que prueban la mismidad esencial que une al resucitado con el crucificado y la continuidad substancial del crucificado con el resucitado. Mismidad y continuidad no sólo por el alma sino también por el cuerpo. Es interesante observar que Nuestro Señor no dice a sus apóstoles: «ved mi rostro», o «escuchad mi doctrina», o «reparad en mis milagros», sino que les da a comprobar, experimental y palpablemente, la verdad de su resurrección, haciéndoles así manifiesta la identidad numérica de su cuerpo resucitado.

                Al decir identidad numérica queremos afirmar que el cuerpo resucitado no sólo es idéntico por razón de una misma forma substancial —una misma alma humana— sino por levantarse el mismo cuerpo que había dejado el alma en el momento de la muerte. Más aún, excluimos decididamente la hipótesis de la asunción de una materia distinta a la que tuvo el alma en la vida terrena por la simple razón, entre otras, de que, según tal hipótesis, podría darse en un difunto el absurdo de que sus huesos «que están en los sepulcros» (Jo. 5,28) quedasen allí para siempre mientras su alma asumiría otra materia, enteramente nueva, para su cuerpo resucitado, haciendo de la resurrección no un caso de unión de las cenizas de la misma materia numérica, sino un caso de asunción de otra materia (49).

                Creemos que así lo ha entendido el Magisterio infalible de la Iglesia al enseñar: «padeció Él mismo en su carne y resucitó y subió a los cielos en su mismo cuerpo, con gloria…» (50), «creemos que hemos de ser resucitados por Él en el último día en esta carne en que ahora vivimos» (51), «creo en la verdadera resurrección de la misma carne que ahora llevo» (52), «de corazón creemos y con la boca confesamos la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra» (53), «todos los cuales (réprobos y elegidos) resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan» (54), etc., y últimamente: «el día de la resurrección estas almas se unirán a sus cuerpos» (55).

                1. Identidad del cuerpo resucitado.

                Según nuestra fe, creemos que entre el cuerpo sin vida y el mismo cuerpo resucitado hay una identidad no sólo metafísica o específica, sino física o natural, numéricamente la misma. Pero numéricamente la misma, admitiendo un más y un menos, o un flujo y reflujo, que de ningún modo destruyen la identidad física y numérica. Así como cuando damos sangre o nos la transfunden, comemos o defecamos, nos cortamos el cabello o las uñas, aspiramos o exhalamos aire, nos quitan una muela o nos amputan una pierna, seguimos siendo siempre nosotros mismos, o sea, la misma alma y el mismo cuerpo numérico, a pesar de todos los crecimientos y decrecimientos, y no obsta todo ello para poner en duda nuestra identidad numérica corporal, incluso sabiendo lo que enseña la Biología (56), o sea, que en más o menos siete años se renuevan totalmente las células de nuestro cuerpo (menos las neuronas que no se renuevan y que son las mismas desde el huevo cigota hasta el momento de la muerte), muchísimo menos han de constituir tales hechos argumento para negar la identidad del cuerpo resucitado. Así lo enseña Santo Tomás: «Lo que no impide en el hombre la unidad numérica mientras vive, es evidente que tampoco puede impedir la unidad del que resucita» (57), e ilustra su afirmación con dos ejemplos muy gráficos: el fuego, mientras arde, se dice uno numéricamente, porque permanece su especie, aunque se consuma la leña y se le añada nueva (58), y asimismo la ciudad, aunque cambien sus habitantes, salva su unidad numérica (59).

                2. Integridad del cuerpo resucitado.

                Por ser la resurrección obra de Dios y siendo perfectas las obras de Dios, el hombre ha de resucitar con toda la perfección de su naturaleza humana. Se nos ha prometido que «no se perderá un solo cabello» (Lc. 21,18) de nuestras cabezas.

                Así, por ejemplo, no resucitarán con el cuerpo aquellas cosas que la naturaleza humana no necesita para su perfección y que por eso expele como la orina, el sudor, la materia fecal, el pus, etc., o que están ordenadas a la conservación de la especie como el semen, la leche, etc.

                Pero sí han de resucitar con él todos sus miembros, incluso genitales, ya que pertenecen a la perfección de la naturaleza humana. Por eso la Iglesia ha condenado la proposición de Orígenes: «Si alguno dice o siente que en la resurrección los cuerpos de los hombres resucitarán en forma esférica y no confiesa que resucitaremos rectos: sea anatema (60).

                Esto quiere decir que no habrá deformidad o mutilación o deficiencia alguna de los resucitados y que, por lo tanto, todos nuestros enfermos de Cottolengos y Hogarcitos: mancos, cojos, ciegos, contrahechos, paralíticos, deficientes mentales, mogólicos, epilépticos, etc., serán resucitados por Dios con sus cuerpos íntegros, sin defecto, para recibir la plenitud del premio. ¡Cómo aumentará la gloria accidental de los elegidos de Dios que han trabajado en estas obras de misericordia cuando allí se encuentren con los enfermos a los cuales, aquí en la tierra, han dado de comer, de beber, de vestir, a los que han dado calor de hogar a sus vidas y fuego de caridad cristiana a sus corazones! ¡Allí les darán las «gracias» que aquí son incapaces de dar!

                Al llegar acá, si es que nos han seguido, los modernos incrédulos suelen esgrimir un argumento que creen por demás contundente y definitivo para cerrar la cuestión, no ya negando abiertamente la resurrección pero, al menos, dudando de la misma, o afirmando que ignoran en qué consiste. ¿Cuál es la dificultad que presentan? El caso de antropofagia, que hoy ha alcanzado notoria actualidad: si un hombre come carne de otro quiere decir que la carne comida es asimilada por el cuerpo del antropófago y por consiguiente se integra a un cuerpo ajeno. Con lo cual no hacen más que poner de relieve la ignorancia que los aqueja, propia por otra parte de todos aquellos que desprecian la Tradición. Siete siglos antes, Santo Tomás de Aquino ya resolvía magistralmente esa objeción e incluso tres o cuatro objeciones más que, después de setecientos años todavía no se les ha ocurrido excogitar a nuestros progresistas que se creen avanzados. Así contesta el Aquinate: «Tal hecho no puede impedir la fe en la resurrección. Pues no es necesario que todo lo que estuvo materialmente en el hombre resucite con él; por otra parte, si algo falta puede ser suplido por el poder divino. Así, pues, la carne comida resucitará en aquel en quien primero estuvo animada por el alma racional perfecta…» (61). Entre otros Santos Padres, el Aguila de Hipona refutaba asimismo, quince siglos atrás, esa objeción, como puede verse en «La Ciudad de Dios».

                Nos queda aún por tratar un último aspecto, importantísimo, de la fe católica en la resurrección. Porque ésta puede ser imperfecta como cuando el alma vuelve a unirse al cuerpo para vivir nuevamente una vida mortal, como en el caso de Lázaro, del hijo de la viuda de Naim, de la hija de Jairo (estrictamente, en estos casos cabe hablar de «reanimación», o sea, el alma todavía no gloriosa vuelve a unirse a su cuerpo), pero es perfecta cuando el alma vuelve a unirse al cuerpo para hacerle vivir una vida inmortal. Tal fue la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y tal será la nuestra al fin de los tiempos, cuando nuestras almas gloriosas se vuelvan a unir a nuestros cuerpos para hacerlos gloriosos.

  1. IV.                LA RESURRECCIÓN ES A UNA VIDA GLORIOSA E INMORTAL

                «Sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre Él», enseña el Apóstol (Rom. 6,9). Resucita para vivir una vida gloriosa e inmortal.

                En las apariciones de Nuestro Señor que siguieron a su resurrección podemos observar una doble serie de fenómenos. Por un lado, vemos que habla, come, se deja tocar, muestra sus llagas, etc., y, por otro lado observamos que no deja que le abracen largamente los pies, entra y sale del Cenáculo estando las puertas cerradas, aparece y desaparece cuando quiere, toma distinta figura, etc. Es que quiere demostrar dos cosas: una, que tiene la misma naturaleza humana que poseía durante su vida mortal; otra, que su cuerpo goza de distinta gloria.

                Separar una serie de fenómenos de tal manera que se llegue a la negación de la otra, sólo conduce a la herejía. Interpretar una serie de fenómenos tan sólo a la luz de los otros de tal modo que se escamoteen los primeros, conduce al mismo resultado. Fue San Gregorio Magno quien, en frase precisa y bruñida, destruyó el sofisma para siempre al afirmar que el cuerpo resucitado es «de la misma naturalezas pero de distinta gloria» (eiusdem naturae et alterius gloriae).

                Al decir «distinta gloria,» se quiere expresar la distinta vida que vive el cuerpo resucitado y las distintas condiciones o dotes que lo embellecen, enaltecen y exaltan.

                El alma, al unirse íntimamente a Dios por medio de la visión beatífica, se hace gloriosa, y al unirse al cuerpo, en la resurrección, hace glorioso a éste. Por eso, para entender lo que es el cuerpo glorioso, primero debemos entender más profundamente lo que es la visión beatífica de Dios, gracias a la cual, clara e indistintamente, tal como es en sí mismo, un día lo veremos y seremos «semejantes a ¡El» (1 Jo.3,2), volviéndonos «deiformes» (62) —que es el efecto formal del «lumen gloriae»— y debemos captar cómo esta visión de «Aquél que es» (Ex.3,14) infinitamente perfecto, que «está sobre todos, por todos y en todos» (Ef. 4,6), es del todo inefable (63), como del todo inefable es la comprehensión beatífica, como del todo inefable es la fruición beatífica.

                En la resurrección esta gloria del alma redunda sobre el cuerpo y, sin destruir su naturaleza propia, lo transforma, lo glorifica. Así como la gracia no destruye la naturaleza sino que la eleva y perfecciona, a fortiori, la gloria no destruye la naturaleza, sino que la eleva perfectísimemente, ya que la gloria es la gracia perfecta y consumada.

                Es de fe que los elegidos, al igual que Cristo su Cabeza, han de ser íntegramente glorificados, y como el cuerpo es parte esencial de la naturaleza del hombre —cuerpo de carne, sangre, huesos, etc.— y sin ese cuerpo no se da el ser-hombre, para que se realice la glorificación completa del hombre, debe haber glorificación del cuerpo, ya que sin glorificación del cuerpo no hay glorificación del hombre. Por lo tanto, la glorificación del cuerpo «es esencial para la bienaventuranza completa de la creatura racional».

                Evidentemente que los cuerpos resucitados para la vida eterna tienen una gran excelencia y dignidad, fruto de la redundancia de la gloria del alma, como nos informan, con datos preciosos, la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. La deiformidad del alma otorga al cuerpo glorificado cualidades estupendas, que los Padres! y teólogos tradicionales llaman dotes.

Las dotes del cuerpo resucitado

                A esas cualidades o perfecciones que redundan del alma al cuerpo, haciendo que éste quede perfectamente subordinado a ella, se las llama dotes por metáfora con los bienes que una esposa aporta a su matrimonio, ya que siendo la gloria eterna un místico desposorio del hombre con Dios, es muy conveniente que éste se presente adornado, con esas cualidades. Estas son cuatro: sutileza, impasibilidad, claridad y agilidad. San Pablo las menciona en 1 Cor. 15,40-44, texto del que Santo Tomás hace este notable comentario: «Vemos que del alma cuatro cosas provienen al cuerpo, y tanto más perfectamente cuanto el alma más vigorosa fuese. Primeramente le da el ser; luego, cuando alcanzare el alma lo sumo de la perfección, le dará un ser espiritual. Segundo, lo preserva de la corrupción…; luego, cuando fuere perfectísima, conservará un cuerpo totalmente impasible. Tercero, le da hermosura y esplendor…; y cuando llegue a la suma perfección, hará al cuerpo luminoso y refulgente. Cuarto, le da movimiento…; cuando estuviere en lo último de su perfección, dará al cuerpo agilidad» (64),

                a) Sutileza. Esta dote es la que dará al cuerpo glorioso un ser espiritual; gracias a ella el cuerpo glorioso «se sujeta completamente al imperio del alma y la servirá y obedecerá perfectamente» (65), San Pablo lo expresaba así: «se siembra un cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual» (1 Cor. 15,44). Es la dote por la cual el cuerpo glorioso pierde su pesadez y torpeza espiritualizándose, volviéndose como ingrávido. No por una imposible conversión de la materia en espíritu, sino por efecto de la gloria del alma que se vuelca en el cuerpo. El Apóstol lo llama «cuerpo espiritual» por estar completamente sujeto al espíritu, participando de sus propiedades en cuanto; le es posible, ya en la perspicuidad de los sentidos, ya en la ordenación del apetito corporal y en todo género de perfección natural. Este dominio absoluto que, por la dote de sutileza, ejerce el alma sobre el cuerpo hace que de tal manera estén las operaciones de éste bajo su imperio que, según su voluntad, puede suspender su influencia al exterior de modo que no sea visto ni tocado.

                Afirmar sin más que el cuerpo resucitado «no puede ser fotografiado» (66); o decir: «que las apariciones pascuales, como experiencias, fuesen hechas espacio-temporales, no incluye que la realidad que se aparecía estuviese también en el espacio y en el tiempo» (67); o sostener que «algunos quisieran… precisar lo que ha sucedido con el cadáver de Jesús. Sin embargo, la Escritura no dice más que una cosa: les mujeres fueron al sepulcro y en él no encontraron el cuerpo de Jesús» (68); o preguntarse: «¿Es esencial para la resurrección que el sepulcro quedase vacío?» (69), y luego afirmar: «para los teólogos actuales, la resurrección de Cristo no es ya el retorno de un cadáver a la vida terrestre» (70); o afirmar, como W. Marxen, que la interpretación de la resurrección permite ser sustituida por otras fórmulas, en concreto, por ésta: «la causa de Jesús sigue adelante» —por eso continúa viviendo (71); o expresarse como H. R. Schlette cuando se pregunta: «¿Qué pasa con Pascua? No lo saben los exégetas, nadie lo sabe», la fe en la resurrección se reduce «a una interpretación, a un problema de lenguaje», es decir, a la expresión de una determinada experiencia (72); o decir, como H. Ebert, que el sepulcro vacío «más que un apoyo es un impedimento para creer», y que su resurrección consiste en haberse entregado definitivamente a Dios (73); o contentarse con afirmar, al modo de Paul M. van Buren, que sólo se puede decir que «algo ocurrió», que «la evidencia indica que los apóstoles no pretendieron aseverar una resurrección física del Jesús muerto», sino que «experimentaron una situación iluminadora en que Jesús, el hombre libre que habían conocido ellos mismos, e incluso todo el mundo, era contemplado en una perspectiva totalmente nueva. Desde aquel momento los discípulos comenzaron a poseer algo de la libertad de Jesús. Su libertad comenzó a ser ‘contagiosa’ « (74); pues bien, afirmar sin más las distintas proposiciones que anteceden es algo gratuito, erróneo e impío. Gratuito porque se afirma sin ningún fundamento; erróneo, porque se niega el carácter objetivo externo del cuerpo resucitado, como lo hemos demostrado; e impío, porque son falsas doctrinas que repiten viejas herejías o conducen a las mismas, al llevar a la negación de la corporalidad del cuerpo resucitado.

                b) Impasibilidad. Es la perfección que redunda del alma glorificada al cuerpo resucitado comunicándole la imposibilidad de sufrir y morir. Consta en la Sagrada Escritura: «Los juzgados dignos de tener parte. .. en la resurrección de los muertos… ya no pueden morir» (Lc. 20,35-36), «se siembra en corrupción, se resucita en incorrupción» (1 Cor. 15,42), «Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap. 7,17), «enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto ya es pasado» (Ap. 21,4).

                c) Claridad. Es la dote por la cual el cuerpo glorioso tendrá «cierto resplandor que rebosa de la suprema felicidad del alma» (75). El mismo Cristo lo dijo: «Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt. 13,43), y también San Pablo: «Se siembra en vileza, se levanta en gloria» (1 Cor. 15,43), «transformará (Cristo) nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso» (Fi1. 3, 21).

                d) Agilidad. Es la dote por la cual el cuerpo glorioso no sólo no se opone para nada a! alma, sino que está expedito y hábil para obedecer al espíritu en todo movimiento y acción del alma. No sólo queda capacitado para obedecer al imperio de la voluntad en cuanto al movimiento local sino también para secundar todas las demás operaciones del alma. «Se siembra en flaqueza y se levanta en poder», como indica el Apóstol (1 Cor. 15,43).

                CONSIDERACIONES FINALES

                Los que creen en «fábulas impías y cuentos de viejas» (1 Tim. 4,7) podrán hacer mil piruetas para hacernos creer que Cristo «murió y resucitó al mismo tiempo», que en la Cruz «quedó la corporeidad», que «el sepulcro vacío no es fundamento de la resurrección», que las apariciones son «interiores” aunque «objetivas» (sic!), que el cuerpo era impalpable, que se hizo palpable sólo por milagro para fortalecer la fe de los Apóstoles, que en él «no hay carne ni huesos» (ni nada), que está presente «ad modum substantiae», etc., etc., etc., pero todas estas afirmaciones nunca dejarán de ser las «artificiosas fábulas” (2 Pe. 1,16) propias de aquellos «que siempre están aprendiendo, sin lograr jamás llegar al conocimiento de la verdad» (2 Tim. 3,7).

                Negar la resurrección corporal, o negar que sean cuerpos de naturaleza humana los que resucitan, o negar que resuciten nuestros propios cuerpos, o negar que sean «de la misma naturaleza pero de distinta gloria», simplemente es no creer en la resurrección de la carne, lo cual es objeto de «anatema» (76), es no creer que Cristo con su carne está a la diestra de Dios Padre y, por lo tanto, es ser «hereje» (77).

                Nosotros creemos en Jesucristo, que «al tercer día, resucitado por su propia virtud, se levantó del sepulcro» (78) según lo había prometido: «porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla» (Jo 10,17-18), ya que «en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act. 4, 12), y ningún otro tiene palabras de vida eterna.

                P. CARLOS MIGUEL BUELA

NOTAS

                (1) San Gregorio Magno, Los Morales, 1.14, cap. 56; Ed. Poblet, Bs. As., 1945, T. II, pp. 446 ss.
(2) Cf. o.c.
(3) Cf. S. Th. III, 54,3.
(4) Cr. por ej. Jean Daniélou, La Resurrección, Studium, Madrid, 1971.
(5) Sobre la gnosis es imperioso leer el notable libro del P. Julio Meinvielle, De la Cábala al Progresismo, Ed. Calchaquí, Salta, 1970.
(6) No entraremos a analizar el aspecto metafísico del misterio, pero adelantamos al lector que según la doctrina filosófica aristotélico-tomista del hilemorfismo: a) el cuerpo naturalmente postula estar unido al alma y viceversa, b) no repugna que Dios vuelva a informar con el alma el cuerpo de un hombre que sufrió por la muerte la separación de sus dos componentes esenciales.
(7) Albert Lang, Teología Fundamental, Ed. Rialp, Madrid, 1966, T. I. p. 313.
(8) Mt. 28,6; Mc. 16,6; Lc. 24,3; Jo. 20,2; Rom. 6,4; 1 Cor. 15,4; Act. 13,29; ver Francisco Vizmanos-Ignacio Riudor, Teología Fundamental, BAC, Madrid, 1963, pp. 446 y ss.
( 9) E. Denzinger 1, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1963.
(10) Símbolo de Epifanio: Dz. 13.
(11) Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, BAC, Madrid, 1968, N° 28, p. 33.
(12) Cf. en Vizmanos-Riudor, o.c., pp. 446 y ss. La refutación de todas las falsas hipótesis de fraude o robo del cuerpo muerto.
(13) Cf. Mt. 28,9.10.18; Mc. 16,14-18; Lc. 24,17.19.25.26.36.38.39.41.44-49; Jo. 20,15.16.17.19.21.23.26-29; 21,5.6.10.12.15.16.17.18 22; Act 1,7-8.
(14) Cf. Mt. 28,16ss.; Mc. 16,11-13; Lc. 24,31-37.39-40; Jo. 20,14.20.29; Act.1,9-10.
(15) Cf. Lc. 24,43; Act. 1,4; 10,41; cf. San Agustín, La Ciudad de Dios 1.22, cap. 19, BAC, T. II, p. 740 passim; cf. San Beda, In Lucam 24,41: PL 92,631; cf. Santo Tomás, S. Th. III, 54,2, ad 3 y passim.
(16) Cf. Lc. 24,15.
(17) Cf. Lc. 24,30.
(18) Cf. Jo. 21,9.
(19) Cf. Jo. 20,22.
(20) Cf. Lc. 24,39-40; Jo. 20, 17.27.
(21) Cf. Lc. 24,42.
(22) Cf. Lc. 24,30-43
(23) Cf. Lc. 24,18.19-24.29; Jo. 20,15 16.28; 21,15.16.17.21; Act. 1,6.
(24) Cf. Jo. 20,19.27; Lc. 24,40.
(25) Octoginta trium quaest., Q.14: PL 40,14; cf. S. Th. III, 5,1.
(26) Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, nº 19; ver el importante artículo de André Feuillet, Ideas insolitas sobre la Resurrección, en L’Osserv. Rom. del 21-3-72, reprod. por «Iglesia-Mundo», nº 27, del 30-5-72.
(27) Cf. Mt. 28,9.
(28) S. Th., Suppl. 83,2,c.
(29) Ibid.
(30) San Gregorio, o.c., p. 447.
(31) Cf. Rom. 6,9.
(32) San Gregorio, o.c., p. 447.
(33) 2 Tim. 2,16 ss.
(34) Dz. 287.
(35) Cf. Mt. 26,26 ss; Mc. 14,22 ss; Lc. 22,19 ss; l¡Cor. 11,23 ss.
(36) Dz. 883.
(37) Dz. 876.
(38) Cf. Pablo VI, Mysterium Fidei n° 25, en Colección de Encíclicas Pontificias, Guadalupe, Bs. As. 1967, T. II,
p. 2674.
(39) Ibid.
(40) Cf. Alfredo Sáenz, Cristo y las figuras bíblicas, Ed. Paulinas, Bs. As., 1967, passim.
(41) Cf. C. Gentes, 1.4, cap. 81, ad 2: BAC, Madrid, 1968, T. II, p. 947.
(42) Xavier Leon-Dufour, Resutrección de Jesús y Mensaje Pascual, Ed. Sí gueme, Salamanca, 1973, p. 319.
(43) S. Th. III, 5,2, ad 1.
(44) Ibid. III, 54,3, c.
(45) Cf. S. Th., Suppl 83.1 y C. Gentes 1.4, c. 84, ed. cit. p. 969 ss.
(46) San Agustín, o.c., 1. 13, c. 23, p. 37.
(47) De la fe ortodoxa, cap. 27: PG 94,1220; cf. S. Th., Suppl. 79,1.
(48) Ver nota 8.
(49) Cf. A. Royo-Marín, Teología de la Salvación, BAC, Madrid, 1959, pp. 593 y ss., y Ludwig Ott, Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona, 5ª ed., 1966, pp. 717 y ss. (No compartimos la benignidad con que juzga esta teoría D. Esteban Bettencourt, La vida que comienza con la muerte, Ed. Fund. Pérez Companc, Bs. As., 1973, pp. 254 y ss. que al parecer desconoce a Segarra, De identitate corporis mortalis et corporis resurgentis, Madrid, 1929).
(50) Símbolo de Epifanio, Dz. 14.
(51) Fórmula llamada fe de Dámaso, Dz. 16
(52) Símbolo de San León IX, Dz. 347.
(53) Inocencio III, Dz. 427.
(54) IV Concilio de Letrán, Dz. 429.
(55) Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 1. c.: «quo hae animae cum suis corporibus coniungentur».
(56) Cf. por ej. De Robertis, Nowinsky y Sáez, Biología celular, Ed. El Ateneo, Bs. As.. 8′ ed., 1970, passim; Alvin Nason, Biología, Ed. LimusaWiley, México, 1970, p. 456 y passim.
(57) C. Gentes 1.4, c 81: ed. cit. p. 950.
(58) Cf. ibid.
(59) Cf. S. Th., Suppl. 80,4; ver C. Pozo, La teología del más allá, BAC, Madrid, 1968, p. 116.                 (60) Canones contra Orígenes, Dz. 207.
(61) Para la refutación completa leer S. Th., Suppl. 80,4, ad 3.4.5. y C. Gentes l.4, c.81, solución a la 5a dificultad del cap. 80; ed. cit. pp. 951-952.
(62) S. Th. I,12,5.
(63) Cf. 1 Cor. 2,9; 2 Gor. 12,2-4.
(64) In Iª ad Cor. c. 15, lect. 6 ed. Marietti, Torino-Roma, 1953, p. 423.
(65) Catecismo del Concilio de Trento, 1ª parte, cap. 11, IV.
(66) Jacob Kremer, La resurreccion de Cristo, en Selecciones de Teología n° 23 (1967), pp. 213 ss.
(67) W. Pannenberg, Reflexiones sobre la Resurrección, en Selecciones de Teología n° 30 (1969), p. 206.
(68) X. Leon-Dufour, Resurrección de Jesús y Mensaje Pascual, ed. cit., p. 319. Y agrega el autor en nota 43: «…es grave la tentación de querer imaginar todavía en qué se ha convertido el cadáver de Tesús… Ahora bien, reafirmémoslo claramente, la sensatez invita a abstenerse de toda curiosidad, puesto que los relatos evangélicos no ofrecen elemento alguno de solución». Cf., al respecto, José A. de Aldama, en Movimientos teológicos secularizantes, BAC, Madrid, 1973, p. 176.
(69) L. Evely, L’ Evangile sans mythos, Ed. Universitaires, París, 1970, p. 21.
(70) Ibid. p. 135.
(71) Citado por Franz Mussner, La Resurrección de Jesús, Ed. Sal Terrae, Santander, 1971, p. 15.
(72) Ibid. p. 19.
(73) Ibid. p. 23.
(74) El significado secular del Evangelio, Ed. Península, Barcelona, 1968. pp. 160 ss.
(75) Catecismo del Concilio de Trenzo, 1. c.
(76) Il Conc. de Braga contra los gnósticos, Dz. 242. (77) Concilio Romano, Dz. 73. (78) XI Concilio de Toledo, Dz. 286. Cf. asimismo las notables catequesis de Pablo VI los días 5 y 12 de abril de 1972 sobre la resurrección corporal.