vida consagrada

La vida consagrada en el misterio de Cristo

La vida consagrada por los consejos evangélicos alcanza su sentido en una especial relación de amistad con Jesús ya que re­produce en el tiempo su forma de vida. Esto exige una especial transformación interior, un compromiso de identificación inte­rior con Jesús, en un proceso totalizante que debe llevar a la plena adhesión y conformación con Jesús.

  1. La vida consagrada tiene su sentido en una particular relación con Jesús

Así se nos enseña: «Con la profesión de los consejos evangé­licos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y obe­diente— tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su ple­na realización en el cielo»[1]. Es su fundamento: «El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida»[2].

  1. La vida consagrada es la forma de la vida de Jesús

El proyecto de vida de Jesús, de entrega total al Padre y a la misión, se ha realizado en una forma particular de vida, que la Iglesia califica como una forma de vida en la virginidad, la po­breza y la obediencia, como expresión de su total pertenencia al Padre. Esa forma es principalmente interna, pero se manifiesta al exterior: el estilo de vida determinado que revela el interior.

«…Mediante la profesión de los consejos evangélicos la perso­na consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es po­sible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo»[3]. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10,30; 14,11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17,7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinita­mente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo»[4].

  1. La vida consagrada es adhesión que configura con Cristo

«A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el cora­zón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo «más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija» (cf. Mt 10,37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora» con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica»[5].

«Su aspiración es identificarse con El, asumiendo sus senti­mientos y su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc 18,28) es un programa válido para todas las personas lla­madas y para todos los tiempos.

Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con El»[6].

«…Su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo —se puede decir— divino, porque es abrazado por El, Hombre- Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Este es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objeti­va de la vida consagrada»[7].

  1. El seguimiento de Jesús en su forma de vida tiene un carácter totalizante

Seguir a Jesús en su forma de vida supone la entrega de la pro­pia vida al Señor, de modo que Él pueda continuar en el tiempo su forma de vida pobre, casta y obediente.

«Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo; encuentran pues en ellos particu­lar resonancia las palabras extasiadas de Pedro: «Bueno es es­tarnos aquí» (Mt 17,4). Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor: Él es «el más hermoso de los hijos de Adán» (Sal 45-44,3), el Incomparable»[8].

«Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia»[9].

«Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15,16), que exige de aque­llos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva[10]. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, pre­sente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto[11]»[12].

  1. La vida consagrada comporta una existencia transfigurada

Para poder vivir la vida consagrada es necesario una trans­formación interior. La misma lleva a un estilo de vida que brota de los dinamismos interiores, lo que constituye el vivir según el Espíritu Santo.

«Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas.

Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sor­prender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empu­jado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas»[13]. De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belle­za divina»[14]. (Muchas de las expresiones de las fórmulas para la profesión temporal y perpetua están tomadas de la Exhortación Apostólica «Vita consecrala»[15]).

  1. Vida de oración y de intercesión

En el ‘Padre nuestro’ se resume toda la mística. Decía San­ta Teresa de Jesús de una religiosa que parecía que solo rezaba vocalmente: «vi que asida al Paternóster, tenía pura contempla­ción y la levantaba el Señor a juntarla consigo en unión»[16]. Y en otro lugar: «Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada, que perece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste»[17]. A fortiori, con mayor razón la oración litúrgica de la Misa incluye toda la mística y puede llevar perfectamente a la unión.

Las intercesiones son por los tres estados de la Iglesia: pedi­mos ayuda a la Iglesia celestial, pedimos por la Iglesia paciente y por la Iglesia peregrina. En este sentido, la Misa es un gran mo­numento a la ‘Comunión de los Santos’, ya que une en la oración al Cielo, al Purgatorio y a quienes todavía peregrinamos sobre la tierra.

g.        La vida consagrada, memoria viva del modo de existir y de actuar de Cristo

«La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia»[18], por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,18-22; Me 1,16-20; Lc 5,10-11; Jn 15,16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la ini­ciativa del Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios «ungió con el Espíritu Santo y con poder» (He 10,38), «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a Él por la humanidad (cf. Jn 17,19): su vida de virginidad, obe­diencia y pobreza manifiesta su filial y total adhesión al designio del Padre (cf. Jn 10,30; 14,11). Su perfecta oblación confiere un significado de consagración a todos los acontecimientos de su existencia terrena.

Él es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para ha­cer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 6,38; Heb 10,5.7). Él pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf. Lc 2,49). En obediencia filial, adopta la forma del siervo: «Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo […], obedecien­do hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,7-8). En esta actitud de docilidad al Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa fecun­didad espiritual de la virginidad. Su adhesión plena al designio del Padre se manifiesta también en el desapego de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Cor 8,9). La profundidad de su pobreza se revela en la perfecta oblación de todo lo suyo al Padre.

Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarna­do ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador»[19].


[1]     Ibid., 1.

[2]    Ibid., 14.

[3]     Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.

[4]    VC, 16.

[5]   Ibid.

[6]   Ibid., 18.

[7]    Ibid.

[8]    VC, 15.

[9]    Ibid., 16

[10] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church’s teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 5: Ench. Vat., 9. 184.

[11] Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 186, a. 1.

[12] VC, 17.

[13]  Simeón el nuevo teólogo, Himnos, II, vv. 19-27: SCh 156, 178-179.

[14]  VC, 20

[15] Cf. Constituciones 8 de mayo de 2004, [254] y [257].

[16] Camino de perfección, 30,7.

[17]  Camino de perfección, 37,1; cf. 42,5.

[18] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.

[19]  VC, 22.