bienaventuranzas

Las bienaventuranzas sacerdotales

Quiero referirme a un aspecto del misterio de la Santísima Virgen, pero aplicándolo particularmente al sacerdote. Cuando la Virgen canta el Magnificat dice: «en adelante todas las generaciones me llamaran bienaventurada» (Lc 1, 48), y antes Isabel le había dicho: «feliz de ti María, (bienaventurada de ti María) por haber creído» (Lc 1, 45), por haber tenido fe. Hoy celebramos una fiesta muy hermosa de la Virgen, su Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Ella mereció subir a los cielos en cuerpo y alma por los méritos que ganó su Hijo al morir en la cruz y porque fue fiel a la gracia, de tal manera que vivió en plenitud las bienaventuranzas. Quiero por eso hoy referirme a lo que podríamos llamar las ‘bienaventuranzas sacerdotales’, que por supuesto pueden también aplicarse, a su modo, a todo bautizado.

Las bienaventuranzas son ocho, aunque hablando con propiedad son siete, ya que la octava es una confirmación de las anteriores. Y si bien las bienaventuranzas son miles, Nuestro Señor señala siete (por ejemplo no pone «bienaventurada por haber creído»), pues todas las bienaventuranzas que existen se pueden reducir a una de esas siete que señala Nuestro Señor en el Evangelio de San Mateo (cfr. Mt 5, 1-12).

¿Qué son las bienaventuranzas? Son aquellos actos que hacen feliz al hombre. Las bienaventuranzas son los actos heroicos de los santos. Son todas esas obras que tienen una especial envergadura, una especial calidad, sea por lo que cuestan, sea por la perseverancia que implican, sea por el mérito que conllevan. Se atribuyen principalmente a los dones del Espíritu Santo presentes en nuestra alma, aunque por supuesto también implican el ejercicio de las virtudes.

I

En la primera bienaventuranza nos enseña Nuestro Señor: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3).

¡Qué hermoso que es cuando nos encontramos con un sacerdote verdaderamente pobre! En seguida uno le presta atención. No esta detrás del dinero, es uno que sirve a dos señores, sino solamente a Jesucristo. En este sentido, los sacerdotes debemos vivir la pobreza hasta sentir -como ha dicho últimamente el Papa- «el aguijón de la pobreza», particularmente quienes hacemos voto de pobreza.

Esa pobreza se refiere primero a uno mismo, es decir no debemos considerarnos gran cosa. Por eso la pobreza de espíritu es propia de los humildes. En segundo lugar implica una gran confianza en Dios, porque uno no pone la confianza en los bienes materiales sino en Dios, pues es Él quién nos da los bienes materiales, en la medida en que los necesitamos. Por eso que hoy, como ayer y como siempre, es un gran incentivo para los hombres el ver un sacerdote verdaderamente pobre.

Cuando los franciscanos fueron a evangelizar México eligieron a los doce mejores de la orden, son los 12 apóstoles de México. Había uno de ellos que los indios cuando lo veían gritaban: «motolinía, motolinía». Él le preguntó al traductor que quería decir «motolinía» y este le dijo: «quiere decir pobre». Los indígenas en aquella época, estaban asombrados de la pobreza en que vivía ese fraile franciscano que hoy da nombre a una de las grandes universidades de México.

El sacerdote debe confiar totalmente en Dios, y debe tener ordenado el afecto a las cosas materiales, que ciertamente son inferiores a él, e incluso debe tener la disposición a vivir la pobreza en grado heroico, de manera particular quienes hacen voto de pobreza como los sacerdotes religiosos.

II

La segunda bienaventuranza de Nuestro Señor: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra» (Mt 5, 4).

Bienaventurados aquellos que rechazan de sí la ira, la cólera. Felices, bienaventurados, dichosos, porque cuesta mucho vencer la ira, cuesta mucho el ser realmente manso. Pero justamente es lo que Cristo nos enseña, lo que Cristo nos pide, lo que Cristo nos exige. Enseña el Concilio Vaticano II: «los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas».[1] Lamentablemente en nuestros días abundan la ira, los nervios, los gritos, las peleas, la cólera, la falta de mansedumbre. Será por eso, esta mansedumbre en grado heroico, tal como la han vivido los santos y tal como nos pide la Iglesia la vivamos los sacerdotes, la que podrá ofrecer un testimonio verdadero de Jesucristo.

Se cuenta de San Luis Orione que siendo seminarista estaba limpiando cierto día el comedor (acostumbraba comer el pan que caía de la mesa al piso) cuando uno de sus compañeros lo escupió en la cara. Él se limpio la escupida y siguió comiendo el pan del piso… Eso es mansedumbre. Señala por su parte San Francisco de Sales que: «más moscas se agarran con una gota de miel que con un barril de hiel». Uno puede poner una gotita de miel en la mesa de la cocina y al rato aparecen las moscas. Puede rociar la casa de vinagre y ninguna mosca va a ir al vinagre. Por eso las personas verdaderamente mansas, son personas que tiene un gran atractivo, porque son personas que capaces de escuchar, son personas que no se ponen nerviosas por nada. Conocemos el dicho: «Pastor que silba, las ovejas lo siguen. El pastor que aúlla, las ovejas huyen». Me da gusto ver tanta gente, se ve que los pastores de aquí silban a las ovejas, porque las ovejas reconocen la voz del buen pastor.

III

Tercera Bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados» (Mt 5, 5).

¿Quiénes son los que lloran? Los que hacen penitencia.

¿Y por qué razón, generalmente, los padres cuando sus hijos deciden entrar en el seminario, o sus hijas entrar en el convento, lloran o sufren? Porque son grandes y saben a lo que sus hijos van. Saben que van a la cruz, saben que van al sacrificio, saben que no van a una vida fácil. Entonces, lamentablemente, hay a veces padres que apartan a sus hijos de la vocación sacerdotal o religiosa. ¿Quién no se da cuenta que es una vida sacrificada vivir el celibato según nos lo manda la Santa Madre Iglesia? Si fuese tan fácil no habría crisis de vocaciones. Aunque también en el clero oriental, en donde pueden casarse antes de ordenarse, hay crisis de vocaciones; ciertamente que esta crisis se debe en gran parte al sacrifico que representa el renunciar a este bien tan honesto y tan santo como es tener una familia según la carne; el renunciar a la voluntad propia, estar dispuesto a hacer lo que el legítimo superior mande, aunque cueste, aunque no nos guste. Eso es una renuncia muy grande, porque implica la renuncia al propio yo, que es aquello a lo que más nos cuesta renunciar. O la renuncia a la patria, cuando uno es misionero, la renuncia al propio pueblo, a veces la renuncia a la lengua, la renuncia a los amigos, a verlos de tanto en tanto. Sin embargo Jesús llama felices a los que lloran, felices los penitentes. Por eso, ¡Ay del sacerdote que busca su comodidad, o que busca pasarla bien, o que no es penitente!

Se le apareció en una oportunidad a Santa Teresa de Jesús ese gran santo, San Pedro de Alcántara -que fuera gran penitente- y  le dijo: «¡Feliz penitencia que me alcanzo tanta gloria!». Y muchos de nosotros nos vamos a arrepentir el día de mañana, cuando nos presentemos delante de Nuestro Señor Jesucristo, de no haber aprovechado esta vida para haber hecho un poco más de penitencia, para llevar nuestros dolores sin queja, para abrazarnos a la cruz con amor. Porque si nuestro Maestro fue por este camino,  por este camino debemos ir y no hay otro para ir al cielo.

IV

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados» (Mt 5, 6).

Probablemente a esta bienaventuranza se reduzca esa bienaventuranza de la Virgen: «bienaventurada tú porque has creído» (Lc 1, 45). O la que Ella  misma se aplica: «todas las generaciones me llamaran bienaventurada» (Lc 1, 48).

Los que tienen hambre y sed de justicia, son los que tienen hambre y sed de santidad. Son los hombre y mujeres que tienen hambre y sed de obrar según la recta conciencia delante de Dios, y de hacer el bien y de hacerlo siempre. Son hombres y mujeres que tienen el honor, por ejemplo, de que nadie les pueda decir mentirosos. Son aquellos que dicen que pueden andar por la calle con la frente bien alta. Son los que dan a Dios lo que corresponde, son los que tienen Fe, Esperanza y Caridad. Son los que están dispuestos a dar a cada uno lo que corresponde.

El sacerdote en este sentido, tiene que tener siempre mucha hambre y sed de justicia, para sí y para los demás. Por eso el sacerdote, entre otras cosas, debe ser muchas veces la voz de los que no tienen voz. Tiene que ser el que ayuda a aquellos a quien nadie ayuda. Tiene que ser aquel que busca dar consuelo a quien nadie se acerca, ya que tiene que acercarse a aquellos de los cuales todos se alejan como si fuesen apestosos, y a veces porque son apestosos. Como hizo heroicamente  san Francisco de Asís, que beso la llaga purulenta de un pobre enfermo.

Entre quienes los aquí presentes habrá quienes recuerden a un famoso delincuente: ‘Mate Cocido’, lo llamaban. Estaba en una celda de alta seguridad en Sierra Chica, provincia de Buenos Aires. A quién se acercaba, se le tiraba al cuello para ahorcarlo. Cierta vez, un gran sacerdote, el p. Monterroso, fue a verlo a la cárcel. Al llegar los encargados de la seguridad le insistieron:

-Tiene que entrar con dos guardias, porque sino lo va a  matar.

-No, yo no voy a entrar con guardias, entro solo.

-Mire que a todo el que entra se le abalanza al cuello para acogotarlo.

-Yo voy a entrar solo.

Entró entonces el p. Monterroso y como era de suponer, Mate Cocido, el gran criminal, se le prendió al cuello y comenzó a acogotarlo. El p. Monterroso empezó a abrazarlo notando que poco a poco las manos que tenía al cuello dejaban de estrecharlo tan fuertemente. Escuchó entonces de labios de Mate Cocido: «¿Puede haber alguien en el mundo que todavía me quiera?». Y ahí nomás se puso a llorar. El p. Monterroso finalmente le dijo: «Ponte de rodillas que tienes que confesarte».

Así tiene que ser el sacerdote. Si tiene hambre y sed de justicia, va a ir a buscar a las ovejas más perdidas, a las más descarriadas.  Va a tratar de hacer como hizo Nuestro Señor Jesucristo, a quién inclusive le echaron en cara: «ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19). Pero no a otra cosa vino Cristo al mundo, es decir para salvar a los pecadores. Y todos somos pecadores.

V

«Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzaran misericordia» (Mt 5, 7).

El sacerdote tiene que vivir una misericordia realmente heroica. No debe importarle lo que dice la gente, pues siempre habrá quien lo critique. Si es flaco le dirán: «mira que cara de hambriento tiene, se ve que no le daban de comer en la casa». Si es gordo: «mira como come». Si es pelado: «pobre tipo». Si tiene mucho pelo: «se hace el galán». De esta clase de comentarios podríamos hacer una lista interminable. Y en los pueblos la situación empeora pues basta que corra un vientito nomás y ya muchos tienen para entretenerse.

Pero hay que ser misericordioso, hay que perdonar. A Cristo lo trataron igual. ¿Por que nosotros no lo habríamos de experimentar nosotros? Debemos aprender a perdonar de corazón.

Se cuenta del Cura Brochero, que una vez dijo algo por lo cual se sintió ofendido un dirigente de aquella época. Él no lo había dicho con intención de ofenderlo, pero esto no importaba, igual fue a verlo. «Don Fulano de tal, vengo a verlo». No lo quería recibir. «Don Fulano de tal, vengo a verlo, vengo a pedirle perdón». Ahí se asomo el Fulano de tal, y el cura Brochero entonces se arrodilló y le dijo: «le pido perdón, yo no he querido decir lo que a usted le han dicho, pero igual le pido perdón porque no quiero que usted sea enemigo mío sino que usted sea mi amigo, porque yo soy sacerdote y por todos murió Cristo». Misericordia heroica.

Misericordia heroica que de manera particular debe manifestarse en el ejercicio de ese gran sacramento de la misericordia que es la confesión, que implica horas y horas y que es muy cansador. Llega a ser en algún momento una cosa aburrida para el sacerdote que desde hace tantos años está confesando más o menos siempre las mismas cosas, con sus más y con sus menos, con algún pequeño agregado (los pecados desde la época de Adán hasta ahora son más o menos lo mismo). Hay que tener esa disposición que solamente da un corazón misericordioso. Todos los grandes santos fueron confesores, como San Juan María Vianney y San Leopoldo Mandic, entre otros. A este pueblo venía a misionar muchas veces el padre Bonifacio de Ataun. Él era un gran confesor; acostumbraba levantarse antes de las 6 de la mañana en Pompeya, Buenos Aires, y se sentaba en el confesionario donde confesaba hasta las once menos diez, porque tenía Misa de once. Predicaba, y después, terminada la Misa, hacía acción de gracias y seguía confesando hasta la una o dos de la tarde. Yo lo conocí misionando junto con él en la Quebrada. Y él me dijo:

– «¿Cuantas almas confiesa por mes?»

– «No se, nunca las conté, me parece que muchas».

– «Todos creen que son muchas, pero si las cuentan se van a dar cuenta de que no son tantas como piensan. Cuéntelas. Yo no tengo mes donde baje de 2000 penitentes… y los cuento. Cómprese un cuenta ganado, así va a ver cuantos penitentes confiesa. Cuando le da la absolución a uno, marque. Al final va a saber cuantos confesó. Porque hay muchos que creen que dan muchas horas a la confesión, y resulta que de hecho le dan pocas horas a la confesión».

Muchas veces el sacerdote está muy ocupado, pero tiene que aprender a ocuparse en las cosas principales del ministerio, no en cosas accidentales o en cosas secundarias. Las almas necesitan hablar con el sacerdote y necesitan contarle sus cosas, porque el sacerdote también es médico de las almas.

VI

«Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5, 8).

Un sacerdote que no tiene problemas personales, un sacerdote que es limpio de corazón y que sola y totalmente se entrega a Dios, es un sacerdote que dispuesto a darse a los demás. En cambio un sacerdote que siempre anda con problemas personales, y vive centrado en ellos, trata -muchas veces- mal al prójimo, no tiene ningún plan, no tiene ningún deseo de hacer un trabajo en serio, fácilmente le va a echar la culpa a los feligreses. Pero resulta que es él el que no silba, entonces las ovejas no vienen.

«Bienaventurados los limpios de corazón». Y en este tema, nosotros los sacerdotes tenemos que ser extremadamente cuidadosos, de manera especial con el uso de los medios de comunicación social, como el internet, la televisión, los videos, el cine. Todo eso está lleno de cosas que no son Dios y que ensucian el corazón, cosas que nos impiden ver a Dios. En el mundo que nos toca vivir -pansexualizado, como dicen algunos- hay que extremar la prudencia.

VII

«Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).

Los pacíficos son los que buscan la paz y el sacerdote siempre tiene que buscar la paz con todos. Porque tiene que pacificar a todos con Dios y tiene que vivir en paz él consigo mismo y, como dice San Pablo, con los demás, en lo posible (Rm 12, 18). Aunque a uno le hagan la vida imposible debemos esforzarnos por vivir en paz, tiene que ser pacífico y responder de manera pacífica.

VIII

Encontramos finalmente aquella que es la confirmación de todas las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira -como calumnian los diarios o la televisión o la radio- digan contra vosotros todo género de mal por mí. Alegraos y regocijaos porque grande será en los cielos vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros. La Iglesia como dice Blas Pascal «está en agonía hasta el fin de los tiempos».

Siempre el sacerdote -también el cristiano pero con mayor razón el sacerdote- será signo de contradicción. Entonces por ser signo de contradicción siempre sufrirá persecución como sufre persecución la Iglesia en tantas partes. En estos mismos momentos siguen encarcelando hermanos nuestros en China Continental, siguen matándolos en Indonesia. En Timor Oriental siguen matando cientos de católicos. Matan misioneros también acá en América. No hace mucho mataron al Cardenal de Guadalajara, México. Persecución siempre habrá porque la Iglesia finalmente peregrina «entre los consuelos de Dios y las persecuciones de los hombres»[2].

Pidámosle a la Santísima Virgen, -a quién en este día de manera particular la llamamos bienaventurada, feliz; porque mereció subir al cielo en cuerpo y alma- le conceda a estos jóvenes sacerdotes la gracia de vivir las bienaventuranzas cada día de su ministerio sacerdotal. Que así sea.


[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium», 31.

[2] San Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51, 2.