Bodas

Las bodas del Cordero

Las bodas del Cordero[1]

Venerunt nuptiae Agni et uxor eius praeparavit se (Ap 19,7). Han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa está dispuesta.

Así debe sonar en el corazón de estas Hermanas que hoy hacen la profesión religiosa con votos perpetuos, y así debe resonar nueva­mente todos los días de su vida, de manera especial, cuando solem­nemente renueven sus santos votos. Palabras llenas de misterio que esconden el sentido, profundo y misterioso, de nuestra sagrada vocación. ¿Quién es el Cordero? ¿Quién es la Esposa? ¿Y de qué banquete de bodas se trata aquí?

  1. ¿Quién es el Cordero?

Vi en medio del trono y de los cuatro vivientes, y en medio de los ancianos, un Cordero, que estaba en pie como degollado… (Ap 5,6). Cuando el vidente de Patmos contempló ese rostro, aún estaba vivo en él el recuerdo inolvidable de aquel día junto al Jordán, cuando Juan el Bautista le señaló al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Entonces él había comprendido la Palabra y ahora comprendía la imagen. El que caminaba junto al Jordán y el que se le había manifestado ahora en vestiduras blancas, con ojos llameantes y con la espada de Juez, el Primero y el Último (Ap 1,18). Él había lle­vado a plenitud lo que los ritos de la Antigua Alianza representaban simbólicamente. Cuando en el más grande y sagrado día del año el Sumo Sacerdote entraba en el Santo de los Santos, en el sacratísimo lugar de la presencia de Dios, habiendo seleccionado anticipadamen­te dos machos cabríos: el uno, para cargar sobre él los pecados del pueblo para que se los llevase al desierto; el otro, para rociar con su sangre la Tienda del Tabernáculo y el Arca de la Alianza (Lv 16). Ese era el sacrificio expiatorio por el pueblo. Para sí mismo y para su casa tenía que ofrecer un becerro en sacrificio y un carnero en holocausto. También tenía que asperjar el Trono de Gracia con la sangre del bece­rro. Y cuando él, escondido a los ojos de los hombres, había orado por sí mismo y por su casa y por todo el pueblo de Israel, entonces salía fuera ante el pueblo expectante y asperjaba el altar para expiar sus pecados y los del pueblo. Luego enviaba el macho cabrío vivo al desierto, ofrecía su propio holocausto y el del pueblo, y quemaba los restos del sacrificio expiatorio fuera del campamento (más tarde, fren­te a las puertas de la ciudad). Un día santo y grande era el día de la Reconciliación. El pueblo esperaba en oración y ayuno en el Santuario. Y cuando al anochecer todo estaba cumplido, había paz y alegría en el corazón, porque Dios había quitado el peso del pecado y había regalado su gracia.

Pero, ¿qué es lo que hizo posible la Reconciliación? Ciertamente no fue ni la sangre de los animales degollados, ni el Sumo Sacerdote de la descendencia de Aarón, -así lo dejó bien claro San Pablo en la carta a los Hebreos-, sino la verdadera víctima de reconciliación, prefigurada en todas las anteriores víctimas prescritas por la ley, y el Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedek, en cuyo lugar estaban los sacerdotes de la casa de Aarón. Él era también el autén­tico Cordero Pascual, en cuyo nombre el ángel exterminador pasó de largo frente a las casas de los hebreos, cuando castigó a los egipcios. El mismo Señor les dio a entender esto a sus discípulos, cuando comía con ellos el Cordero Pascual por última vez, y se les ofreció como alimento.

Pero, ¿por qué había elegido el Cordero como símbolo privile­giado? ¿Por qué se mostró incluso de ese modo en el Trono de la Eterna Gloria? Porque él estaba libre de pecado y era humilde como un cordero; y porque él había venido para dejarse llevar como cor­dero al matadero (Is 53,7). Todo esto también lo presenció Juan cuando el Señor se dejó atar en el Monte de los Olivos y cuando se dejó clavar en el Gólgota. Allí, en el Gólgota, fue llevado a cumpli­miento el auténtico sacrificio de Reconciliación. A partir de enton­ces los antiguos sacrificios perdieron su eficacia; y pronto desapare­cerían del todo, igual que el antiguo sacerdocio, cuando el templo fue destruido. Todo esto vivió Juan de cerca. Por eso no le asombra­ba ver al Cordero en el Trono. Y por haberle sido un fiel testigo, le fue mostrada también la Esposa del Cordero.

  1. ¿Quién es la Esposa?

Él vio la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Ap 21,2.9 ss). Así como el mismo Cristo descendió del cielo a la tierra, así también su esposa, la Santa Iglesia, tiene su origen en el cielo: ha nacido de la gracia de Dios y con el Hijo de Dios ha descendido del cielo, de modo que está unida a Él indisolu­blemente. Ha sido construida con piedras vivas; su piedra angular fue colocada cuando la Palabra de Dios asumió la naturaleza huma­na en el seno de la Virgen. En ese momento, entre el alma del Niño Divino y de la Virgen Madre se realizó el vínculo de la más íntima unión, conocido con el nombre de desposorio.

Escondida para el mundo había aparecido la Jerusalén Celeste en la tierra. De esa primera unión esponsal tenía que nacer toda piedra viva que quisiera formar parte de la poderosa construcción, es decir, toda alma despertada a la vida por la gracia. La Madre-Esposa llega­ría a ser la Madre de todos los redimidos, como la célula germinal de la cual surgen siempre nuevas células; ella construiría la ciudad viviente de Dios. Este misterio escondido le fue revelado a San Juan cuando estaba con la Virgen Madre al pie de la Cruz y fue entregado a ella como hijo. Allí comenzó la existencia visible de la Iglesia: había llegado su hora, pero aún no su perfección. Ella vive, ella está despo­sada con el Cordero, pero la hora del festivo banquete nupcial llegará solamente cuando el dragón sea definitivamente vencido y los últimos de los redimidos hayan llevado su combate hasta el final.

Igual que el Cordero tuvo que ser matado para ser elevado sobre el Trono de la gloria, así el camino hacia la gloria conduce a todos los elegidos para el banquete de bodas a través del sufrimiento y de la Cruz. El que quiera desposar al Cordero tiene que dejarse clavar con él en la Cruz. Para esto están llamados todos los que están mar­cados con la Sangre del Cordero, y éstos son todos los bautizados. Pero no todos entienden esta llamada y la siguen. Existe una llama­da para un seguimiento más estrecho, que suena más penetrante en el interior del alma y que exige una respuesta clara. Es la llamada a la vida religiosa, y la respuesta son los santos votos.

  1. ¿Y de qué banquete de bodas se trata aquí?

A quien el Señor llama a dejar los vínculos naturales (familia, pueblo, cultura, lengua, amigos, ambiente), para entregarse sola­mente a Él, en este se destaca el vínculo nupcial con el Señor con mayor fuerza que en la multitud de los redimidos. Por toda la eter­nidad tienen que pertenecer de manera preferida al Cordero, seguir­le a donde Él vaya y cantar el himno de las vírgenes que ningún otro puede cantar (Ap 14,1-5).

Si se despierta en el alma el deseo de la vida religiosa es como si el Señor la cortejara. Y si ella se consagra a él a través de los san­tos votos y acoge el Veni, sponsa Christi[2], es como si se anticipase la fiesta de las bodas celestiales. Pero aquí se trata sólo de la expec­tativa por el alegre banquete eterno. El gozo nupcial del alma con­sagrada a Dios y su fidelidad tienen que acreditarse en medio de combates abiertos y escondidos, y en lo cotidiano de la vida religio­sa. El esposo elegido por ella es el Cordero que fue puesto a muerte. Si ella quiere entrar con Él en la gloria celestial, tiene que dejarse clavar ella misma en su Cruz. Los tres votos son los clavos. Cuanto con mayor disposición se extienda sobre la Cruz y pacientemente soporte los golpes del martillo, tanto más profundamente experi­mentará la realidad de estar unida con el Crucificado. Así el estar crucificada significará para ella la fiesta de las bodas.

  1. El voto de pobreza

El voto de pobreza abre las manos para dejar caer todo lo que las mantiene atadas. Las sujeta de tal modo que ya no puedan tender hacia las cosas de este mundo. Encadena además las manos del espí­ritu y del alma: los apetitos que siempre se inclinan a los placeres y los bienes materiales; las preocupaciones que pretenden asegurar la vida terrena en todas sus dimensiones; el activismo que se ocupa en muchas cosas, poniendo así en peligro lo único necesario. Una vida en la abundancia y la comodidad burguesa contradice el espíritu de la santa pobreza y aleja del pobre Crucificado. Las carmelitas de los pri­meros años de la Reforma[3] se sentían felices cuando les faltaba lo necesario; cuando las dificultades habían sido superadas y poseían de todo en abundancia, temían que el Señor se hubiera apartado de ellas. Algo no va bien en una comunidad conventual si las preocupaciones externas toman tanto tiempo y fuerzas para sí resintiéndose la vida interior. Y algo no está del todo en orden en el alma de cada religiosa en particular, si comienza a ocuparse de sí misma y a preocuparse de satisfacer sus deseos e inclinaciones, en vez de abandonarse a la Divina Providencia y aceptar agradecida lo que ella envía por mano de las hermanas responsables. Naturalmente, con eso no se excluye que se haga notar a los superiores sobre aquello que exige la obliga­toria consideración de la salud. Pero una vez que esto se ha hecho hay que liberarse de toda otra preocupación. El voto de pobreza pretende darnos la despreocupación de los gorriones y de los lirios, para que el espíritu y el corazón estén libres para Dios.

  1. El voto de obediencia

La santa obediencia sujeta nuestros pies para que no anden ya más por sus propios caminos, sino por los caminos de Dios. Los hijos del mundo llaman libertad al no estar sometidos a ninguna voluntad ajena y a que nadie les impida satisfacer sus deseos e inclinaciones. Por ese espacio de libertad se lanzan a sangrientos combates y sacri­fican todos los bienes y la vida. Los hijos de Dios entienden por libertad algo diverso: quieren seguir sin estorbos al Espíritu de Dios; y saben que los obstáculos más grandes no vienen de fuera, sino que habitan en nosotros mismos. La razón y la voluntad del hombre, que gustosamente quieren ser su propio señor, no se dan cuenta de que fácilmente se dejan seducir por los apetitos naturales y se convierten en sus esclavos. No hay mejor camino para liberarnos de esa escla­vitud y hacernos dóciles a la dirección del Espíritu Santo que el camino de la santa obediencia. «En la obediencia es donde mi alma se siente realmente libre», así hace decir Goethe a la heroína de uno de sus poemas, que en su gran mayoría están invadidos por un espí­ritu cristiano. La auténtica obediencia no consiste solamente en la no trasgresión externa de las prescripciones de la Santa Regla y Constituciones, o de los mandatos de los superiores. Donde realmen­te tiene que empeñarse es en la renuncia de la propia voluntad. Por eso, el que obedece no estudia la Regla y las Constituciones para des­cubrir sutilmente cuántas de las así llamadas «libertades» se le per­miten todavía, sino para descubrir cada vez mejor cuantos pequeños sacrificios y oportunidades se le ofrecen cada día y cada hora para progresar en la renuncia de sí. El que obedece toma todo esto sobre sí como un yugo suave y una carga ligera, pues se siente, por este medio, más cercana y profundamente unido con el Señor, que fue obediente hasta la muerte de Cruz. Los hijos de este mundo conside­ran este modo de obrar inútil, irracional y mezquino. El Salvador, que edificó durante treinta años su trabajo cotidiano en base a tales pequeños sacrificios, juzga y juzgará de otro modo.

  1. El voto de castidad

El voto de castidad trata de liberar al hombre de todos los víncu­los naturales, para sujetarlo a la cruz por encima de toda agitación y liberar su corazón para la unión con el Crucificado. Un sacrificio tal no se lleva a cabo de una sola vez. Muy bien se puede estar exterior- mente apartado de las ocasiones que externamente llevan a la tenta­ción, sin embargo en la memoria y en la fantasía permanecen toda­vía muchas cosas que pueden perturbar el espíritu y quitar la libertad al corazón. Además, existe el peligro de que en el interior de los pro­tegidos muros del convento surjan nuevos ligámenes que impidan la total unión con el Corazón divino. Con el ingreso en la vida religiosa nos convertimos de nuevo en miembros de una familia. Debemos ver y honrar a nuestras superioras y hermanas como cabeza y miem­bros del cuerpo místico de Cristo. Sin embargo, somos humanos y es posible que se mezcle con un amor santo, infantil y fraternal, algo demasiado humano. Nosotras creemos ver en los hombres a Cristo, y no nos damos cuenta que nos apegamos humanamente a ellos y que corremos el peligro de perder de vista a Cristo. Pero no sólo la inclinación humana enturbia la pureza del corazón. Aún peor que un demasiado amor humano es un demasiado poco amor al Corazón divino. Cada aversión, cada enojo o cada rencor que tole­ramos a nuestro corazón cierra las puertas al Salvador. Las emocio­nes involuntarias se presentan, naturalmente, sin culpa nuestra; pero tan pronto como las consentimos tenemos que tomar inexorable­mente partido contra ellas; de lo contrario nos ponemos en contra de Dios, que es Amor, y trabajamos en provecho del adversario. El himno que cantan las vírgenes en el séquito del Cordero es, con seguridad, un canto del más puro amor.

  1. La Cruz

La Cruz se eleva de nuevo ante nosotros. Ella es signo de contra­dicción. El Crucificado nos contempla desde allí: ¿También voso­tras queréis abandonarme? El día de la profesión perpetua -al igual que el de la renovación de los votos- tiene que ser siempre un día de un serio examen personal. ¿Hemos sido consecuentes con lo que una vez profesamos con fervor? ¿Hemos vivido como conviene a las esposas del Crucificado, del Cordero inmolado? […]. El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre vuestro corazón, tendréis también vosotras poder ilimitado sobre el suyo. Si tenemos esto presente, nunca tendremos el valor de condenar a hombre alguno. Sin embar­go, tampoco deben desanimarse si después de mucho tiempo de vida religiosa tienen que decirse a ustedes mismas que todavía son apren­dices e inexpertas. El manantial del corazón del Cordero no se ha agotado. Todavía hoy podemos lavar allí nuestras vestiduras como lo hizo un día uno de los ladrones en el Gólgota.

Confiados en la fuerza reparadora de este sagrado manantial nos postramos ante el Trono del Cordero y respondemos a su pregunta: Señor, ¿adónde iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Déjanos achicar agua de las fuentes de la salvación para noso­tros y para todo este mundo sediento. Concédenos la gracia de poder pronunciar con un corazón puro las palabras de la esposa: ¡Ven! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven pronto!

[1] Seguimos la meditación del 14 de septiembre de 1940 de Santa Edith Stein, Obras Selectas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 19982, 225-233.

[2] «Ven, esposa de Cristo» (N.d.t.).

[3] Aquí se está refiriendo a la Reforma de la Orden del Carmen llevada a cabo por Santa Teresa de Jesús: el Carmelo Teresiano (N.d.t.).