ministro

Maestro, Ministro y Guía

Consideraremos, a muy grandes rasgos la Carta Circular de la Congregación para el Clero sobre «El presbítero, maestro de la palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad, ante el tercer milenio cristiano» del 19 de marzo de 1999. Nadie se sienta eximido de leer esta carta por entero.

Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación (Mc 16, 15).

1. Los presbíteros, maestros de la Palabra «nomine Christi et nomine Ecclesiae»

La Palabra revelada, al ser presentada y actualizada «en» y «por medio» de la Iglesia, es un instrumento mediante el cual Cristo actúa en nosotros con su Espíritu. La Palabra es, al mismo tiempo, juicio y gracia. Al escucharla, el contacto con Dios mismo, interpela los corazones de los hombres y pide una decisión que no se resuelve en un simple conocimiento intelectual, sino que exige la conversión del corazón.

«Los presbíteros, como cooperadores de los Obispos, tienen como primer cometido predicar el Evangelio de Dios a todos; para… constituir e incrementar el Pueblo de Dios».[1] Precisamente porque la predicación de la Palabra no es la mera transmisión intelectual de un mensaje, sino «poder de Dios para la salvación de todo el que cree» (Ro 1, 16). Realizada de una vez para siempre en Cristo, su anuncio en la Iglesia exige, en quienes anuncian, un fundamento sobrenatural que garantice su autenticidad y su eficacia. La predicación de la Palabra, por parte de los ministros sagrados participa, en cierto sentido, del carácter salvífico de la Palabra misma, y ello no por el simple hecho de que hablen de Cristo, sino porque anuncian a sus oyentes el Evangelio con el poder de interpelar que procede de su participación en la consagración y misión del mismo Verbo de Dios encarnado. En los oídos de los ministros resuenan siempre aquellas palabras del Señor: Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia (Lc 10, 16), y pueden decir con Pablo: nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino con palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con palabras espirituales (1Cor 2, 12-13). La predicación queda así configurada como un ministerio que surge del sacramento del Orden y que se ejercita con la autoridad de Cristo.

Si bien el entero munus pastorale debe estar impregnado de sentido de servicio, tal cualidad resulta especialmente necesaria en el ministerio de la predicación, pues cuanto más siervo de la Palabra -y no su dueño- es el ministro, tanto más la Palabra puede comunicar su eficacia salvífica.

Este servicio exige la entrega personal del ministro a la Palabra predicada, una entrega que, en último término, mira a Dios mismo, al Dios, a quien sirvo con todo mi espíritu en la predicación del Evangelio de su Hijo (Ro 1, 9). El ministro no debe ponerle obstáculos, ni persiguiendo fines ajenos a su misión, ni apoyándose en sabiduría humana o en experiencias subjetivas que podrían oscurecer el mismo Evangelio. ¡La Palabra de Dios no puede ser instrumentalizada! Antes al contrario, el predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios…, debe ser el primer “creyente” de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son “suyas”, sino de Aquel que lo ha enviado».[2]

Para ser eficaz, la predicación de los ministros requiere estar firmemente fundada sobre su espíritu de oración filial: «que sea hombre de oración, antes que orador».[3]

Convertida en convicción personal, se traduce en una predicación persuasiva, coherente y convincente.

2. Para un anuncio eficaz de la Palabra

La nueva evangelización pide un ardiente ministerio de la Palabra, integral y bien fundado, con un claro contenido teológico, espiritual, litúrgico y moral, atento a satisfacer las concretas necesidades de los hombres. No se trata, evidentemente, de caer en la tentación del intelectualismo que, más que iluminar, podría llegar a oscurecer las conciencias cristianas; sino de desarrollar una verdadera «caridad intelectual» mediante una permanente y paciente catequesis sobre las verdades fundamentales de la fe y la moral católicas y su influjo en la vida espiritual. Entre las obras de misericordia espirituales destaca la instrucción cristiana, pues la salvación tiene lugar en el conocimiento de Cristo, ya que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (He 4, 12).

La nueva evangelización se llevará a cabo en la medida en que, no sólo la Iglesia en su conjunto y cada una de sus instituciones, sino también cada cristiano, sean puestos en condiciones de vivir la fe y de hacer de la propia existencia un motivo viviente de credibilidad y una creíble apología de la fe.

Evangelizar significa, en efecto, anunciar y propagar, con todos los medios honestos y adecuados disponibles, los contenidos de la verdades reveladas (la fe Trinitaria y Cristológica; el sentido del dogma de la creación; las verdades escatológicas; la doctrina sobre la Iglesia, sobre el hombre; la enseñanza de fe sobre los sacramentos y los demás medios de salvación; etc.). Y significa también, al mismo tiempo, enseñar a traducir esas verdades en vida concreta, en testimonio y compromiso misionero.

Es necesario, pues, que el ejercicio del ministerio de la Palabra y quienes lo realizan, estén a la altura de las circunstancias. Su eficacia, basada antes que nada en la ayuda divina, dependerá de que se lleve a cabo también con la máxima perfección humana posible. Un anuncio doctrinal, teológico y espiritual renovado del mensaje cristiano -anuncio que debe encender y purificar en primer lugar las conciencias de los bautizados- no puede ser improvisado perezosa o irresponsable-mente. Ni puede tampoco decaer entre los presbíteros la responsabilidad de asumir en primera persona esa tarea de anunciar, especialmente en lo que se refiere al ministerio homilético, que no puede ser confiado a quien no haya sido ordenado,[4] ni fácilmente delegado en quien no esté bien preparado.

La sensibilidad pastoral de los predicadores debe estar continuamente pendiente en individuar los problemas que preocupan a los hombres y sus posibles soluciones.

La fuente principal de la predicación debe ser, lógicamente, la Sagrada Escritura, profundamente meditada en la oración personal y conocida a través del estudio y la lectura de libros adecuados.[5] La experiencia pastoral pone de manifiesto que la fuerza y la elocuencia del Texto Sagrado mueven profundamente a los oyentes. Así mismo, los escritos de los Padres de la Iglesia y de otros grandes autores de la Tradición enseñan a penetrar y a hacer comprender a otros el sentido de la Palabra revelada,[6] lejos de cualquier forma de «fundamentalismo bíblico» o de mutilación del mensaje divino.

Junto al saber aprovechar con competencia y espíritu apostólico los «nuevos púlpitos» que son los medios de comunicación, el sacerdote debe, sobre todo, cuidar que su mensaje esté a la altura de la Palabra que predica.

La predicación sacerdotal debe ser llevada a cabo, como la de Jesucristo, de modo positivo y estimulante, que arrastre a los hombres hacia la Bondad, la Belleza y la Verdad de Dios. Los cristianos deben hacer irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo (2Cor 4, 6), y deben presentar la verdad recibida de modo interesante. ¿Cómo no encontrar en la Iglesia el atractivo de la exigencia, fuerte y serena a la vez, de la existencia cristiana? No hay nada que temer. «Desde que (la Iglesia) ha recibido como don, en el Misterio Pascual, la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad».[7]

El «secreto» humano de una fructuosa predicación de la Palabra consiste, en buena medida, en la «profesionalidad» del predicador, que sabe lo que quiere decir y cómo decirlo, y ha realizado una seria preparación próxima y remota, sin improvisaciones de aficionado. Sería un dañoso irenismo ocultar la fuerza de la plena verdad. Debe, pues, cuidarse con atención el contenido de las palabras, el estilo y la dicción; debe ser bien pensado lo que se quiere acentuar con mayor fuerza y, en la medida de lo posible, sin caer en exagerada ostentación, ha de ser cuidado el tono mismo de la voz. Hay que saber dónde se quiere llegar y conocer bien la realidad existencial y cultural de los oyentes habituales; de este modo, conociendo la propia grey, no se incurre en teorías o generalizaciones abstractas. Conviene usar un estilo amable, positivo, que sabe no herir a las personas aun «hiriendo» las conciencias…, sin tener miedo de llamar a las cosas por su nombre.


[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros «Presbyterorum Ordinis», 4.

[2] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores Dabo Vobis» (25 de marzo de 1992) 26.

[3] S. Agustín, De doctr. christ., 4, 15, 32: PL 34, 100: «sit orator, antequam dictor».

[4] Cfr. Congregación para el clero; Pontificio consejo para los laicos; Congregación para la doctrina de la fe – Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos – Congregación para los obispos – Congregación para la evangelización de los pueblos – Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica – Pontificio consejo para la interpretación de los textos legislativos, Instrucción Interdicasterial sobre algunas cuestiones a cerca de la colaboración de los fieles laicos al ministerio de los sacerdotes «Ecclesiae de Mysterio», 3.

[5] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores Dabo Vobis» (25 de marzo de 1992) 26.47; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros «Tota Ecclesia», 46.

[6] Cfr. Congregación para la Educación Católica, de los Seminarios y de los Institutos de Estudio, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal 26-27.

[7] Juan Pablo II, Carta encíclica «Fides et Ratio» (14 de septiembre de 1998) 2.