Mysterium tremendum et fascinans
Recordaba Juan Pablo II[1] los dos componentes de la santidad de Dios (en hebreo ‘qadosh’, en griego ‘hagíos’), que se encuentran, por ejemplo, en la Santa Misa: «el “fascinosum” y el “tremendum”; lo fascinante (o sea, lo sumamente atractivo, lo que atrae irresistiblemente) y lo tremendo o terrible que suscita la santidad (que aleja, separa e indica la inaccesibilidad).
Como vemos en el milagro de la zarza ardiente: Moisés en el desierto, a los pies del Monte Horeb, vio una “zarza que ardía sin consumirse” (Cf. Ex 3, 2), eso le resulta sumamente atractivo: es el componente del ‘fascinosum’, y, cuando se acerca a esa zarza, oye la voz: “No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa” (Ex 3, 5). Estas palabras ponen de relieve la santidad de Dios, que desde la zarza ardiente revela a Moisés su Nombre (“Yo soy el que soy”), y con este Nombre lo envía a liberar a Israel de la tierra egipcia. Hay en esta manifestación el elemento del “tremendum”: la santidad de Dios permanece inaccesible para el hombre (“no te acerques”). Podemos decir que en el altar durante la Santa Misa se repite el hecho de la zarza ardiente, ya que obra el Espíritu Santo, y se hace sustancialmente presente el que dijo “Yo soy el que soy”.
También vemos los dos componentes de la santidad de Dios en San Pedro cuando la pesca milagrosa: “Viendo esto Simón Pedro, se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador. Pues así él como todos sus compañeros habían quedado sobrecogidos de espanto ante la pesca que habían hecho, e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón” (Lc 5, 8-10).
Con enorme fuerza aparece esto en San Agustín: Et inhorresco et inardesco: inhorresco, in quantum dissimilis ei sum; inardesco, in quantum similis ei sum («Me estremezco y me enardezco: me estremezco, por la desemejanza con él; me enardezco, por la semejanza con él»)[2]. Nuestra desemejanza con Dios es casi infinita, nuestra semejanza es solo en algún aspecto. Ese misterio de Dios es inaccesible, pero al que se puede uno acercar por la fe, la esperanza y la caridad y así Dios se hace cercano, condescendiente con nosotros.
El gran patrólogo Quasten afirma que: «San Cirilo de Jerusalén es el primer teólogo que llama a la Eucaristía sacrificio “tremendo” (es decir, terrible, digno de ser temido; digno de respeto y reverencia; muy grande y excesivo en su línea) y “que hace estremecer de respeto” (frikwde,statoj), preparando así el camino para este sentimiento religioso que se encuentra también en otras fuentes de la liturgia de Antioquía, las Constituciones apostólicas[3], San Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Narsés»[4].
Y Gerardo di Nola hace notar que: «La espiritualidad eucarística se afirma aún más con San Juan Crisóstomo, quien verdaderamente amaba la Eucaristía. Él habla de ella en numerosos textos. En particular insiste sobre el tema del “tremendum”, es decir, de la “mesa mística”, cuya participación exige de parte del sacerdote y de los fieles una conciencia grandísima del “terrible” contacto con lo divino…en el Crisóstomo la atención es dirigida a aquellas actitudes interiores que predisponen dignamente a la celebración eucarística y a la exigencias morales que se siguen: alejamiento del pecado, concordia, ayuda a los necesitados»[5].
Enseñaba San Cirilo de Jerusalén: «Después de esto el sacerdote clama: “Arriba los corazones”. Porque verdaderamente en esta hora tremenda (frikwdesta,thn) conviene levantar el corazón a Dios y no rebajarlo a la tierra y a los negocios terrenos. Es, por tanto, lo mismo que si el sacerdote mandara que todos dejasen en ese momento a un lado las preocupaciones de esta vida y los cuidados de este mundo, y que elevasen el corazón al cielo hacia el Dios misericordioso. Luego respondéis: “Lo tenemos (levantado) hacia el Señor”, con lo que asentís a la indicación por la confesión que pronunciáis. Que ninguno que esté allí, cuando dice: “Lo tenemos hacia el Señor”, tenga en su interior su mente llena de las preocupaciones de esta vida. Pues debemos hacer memoria de Dios en todo tiempo. Pero si, por la debilidad humana, se hiciere imposible, al menos en aquel momento hay que esforzarse lo más que se pueda»[6].
«Recordamos también a todos los que ya durmieron: en primer lugar, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, para que, por sus preces y su intercesión, Dios acoja nuestra oración. Después, también por los santos padres y obispos difuntos y, en general, por todos cuya vida transcurrió entre nosotros, creyendo que esto será de gran utilidad para las almas por quienes se ofrece la oración, mientras yace delante la víctima santa y que hace estremecer de respeto (frikwdesta,thj)»[7].
Narsés de Edesa escribía: «El sacerdote ahora ofrece el misterio de la redención de nuestra vida, con reverencia, con temor y gran veneración. El sacerdote tiene reverencia, gran temor y se estremece por sus ofensas y por las ofensas de los hijos de la Iglesia»[8]. «Estremecimiento y temor, para sí mismo y para el pueblo, pesa sobre el sacerdote en esta terrible hora»[9].
«En su tremendo carácter y oficio, un objeto de veneración incluso para los serafines, un hijo de la tierra se levanta con gran temor como mediador. El tremendo Rey, místicamente inmolado y sepultado, y los terribles espectadores están de pie con temor en honor de su Señor. La jerarquía de espectadores rodean el altar en esta hora, como el Crisóstomo declara haber oído de un testigo que los había visto[10]»[11]. «Con este estado de ánimo está de pie el sacerdote para celebrar, reverente, con gran temor y estremecimiento»[12].
«Grande es el Misterio que celebráis, mortales […]; he aquí que terribles Misterios son consagrados por las manos del sacerdote: que cada uno permanezca con temor y veneración mientras ellos son actuados. El sacerdote ya se ha adelantado a orar: oremos con él […]. Ora al Dios de todo en este hora llena de temor y estremecimiento»[13]. «El sacerdote invoca al Espíritu, que desciende sobre la oblación; y él adora con estremecimiento, con miedo y con agudo temor»[14]. «El heraldo de la Iglesia grita y levanta su voz: acerquémonos todos con temor al Misterio del Cuerpo y de la Sangre»[15].
En las Constituciones de los apóstoles: «Y los diáconos, después de la oración, ocúpense unos en la oblación de la Eucaristía, administrando con temor el cuerpo del Señor (tw|/ tou/ kuri,ou sw,mati meta. fo,bou)»[16]. «Mira Tú también ahora por medio de Él a este tu rebaño y redímelo de toda ignorancia y de toda mala acción, y haz que te tema con temor y con amor te ame y que tiemble en presencia de tu gloria»[17]. «En pie delante del Señor, con temor y temblor (meta. fo,bou kai. tro,mou) presentémonos a hacer la oblación»[18].
Teodoro de Mopsuestia: «A Dios […] a quien se debe ofrecer el sacrificio con gran temor»[19].
-«… no deben privarse de los misterios, sino acercarse a ellos con mayor temor (tw|/ fo,bw|), cayendo en la cuenta de la grandeza de ellos y recibiéndolos con gran esperanza»[20].
-«Necesariamente [pues] también ahora, cuando se realiza esta “liturgia” temible, “es preciso que apreciemos una cierta imagen de la liturgia de estos poderes invisibles a los que representan los diáconos”»[21].
-«Ya que ciertamente son temibles estas cosas que Cristo Nuestro Señor hizo por nosotros »[22].
-«Por medio de los diáconos, que realizan el ministerio de lo que se obra, esbozamos en nuestra inteligencia las potencias invisibles en servicio [Heb 1,14], que ofician en esta inefable liturgia; ellos son los que aportan y depositan sobre el altar temible este sacrificio…; y en la visión que se representa en nuestra inteligencia hay una realidad temible para los espectadores»[23].
-«Una vez, pues, que se ha hecho esto y que ha terminado toda la liturgia, “desde ahora nos apresuramos todos a tomar la oblación”. Y del altar temible, demasiado sublime para la palabra, recibimos un alimento inmortal y santo»[24]. -«Así, conviene que te presentes con mucho temor y gran caridad, teniendo en cuenta la grandeza de lo que se te da; Él merece el temor a causa de la grandeza de su dignidad, y el amor por la gracia»[25].
Y el gran San Juan Crisóstomo[26], Doctor de la Iglesia, llamado Doctor Eucharistiae, llama a la Eucaristía:
-«una mesa tremenda»[27],
-«una mesa tremenda y divina»[28],
-«los misterios terribles»[29],
-«los misterios divinos»[30], «los misterios inefables»[31],
-«los misterios que exigen reverencia y temblor»[32].
El vino consagrado es «el cáliz de santo temor»[33],
-«la sangre tremenda»[34] y «la sangre preciosa»[35];
-«Puesto que de aquí toman principio los sacramentos, cuando te llegues al tremendo cáliz, llégate como si bebieras del costado mismo de Cristo»[36].
Además, la Eucaristía
-es un «sacrificio tremendo y terrible»[37],
-«un sacrificio terrible y santo»[38],
-«el sacrificio más tremendo»[39].
Señalando el altar, dice: -«Allí yace Cristo inmolado»[40];
-«Su cuerpo ahora delante de nosotros»[41].
-«Lo que está en el cáliz es aquello que manó del costado… ¿Qué es el pan? El cuerpo de Cristo»[42]. «Reflexiona, ¡oh hombre!, qué sacrificio vas a tocar, a qué mesa te vas a acercar. Piensa que, aunque seas tierra y ceniza, recibes la sangre y el cuerpo de Cristo»[43].
Algunas expresiones suyas son todavía más fuertes. No duda en decir: -«No nos concedió solamente el verle, sino tocarle también, y comerle, e hincar los dientes en su carne y unirnos a Él de la manera más íntima»[44].
-«Lo que no toleró en la cruz [es decir, que le quebrantaran las piernas], lo tolera ahora en el sacrificio por tu amor; y permite que le fraccionen para saciar a todos»[45]. (Aplica aquí a la substancia del cuerpo y de la sangre de Cristo lo que, estrictamente hablando, es verdad sólo de los accidentes de pan y vino, para poner lo más claro posible la verdad de la presencia real y la identidad del sacrificio eucarístico con el sacrificio de la cruz[46]). Lo que se ofrece todos los días es un sacrificio real; pero no es que un día sea una víctima y otro día otra, sino que siempre es la misma. Por eso el sacrificio es único.
«En todas partes es uno el Cristo, que está entero aquí, y entero allí, un solo cuerpo. Como, pues, Cristo, que se ofrece en muchas partes de la tierra, es un solo cuerpo y no muchos cuerpos, así también es uno el sacrificio… Y ahora ofrecemos también la misma hostia que entonces fue ofrecida y que jamás se consumirá… No hacemos otro sacrificio, como lo hacía entonces el pontífice, sino que siempre ofrecemos el mismo…»[47].
El sacerdote que sacrifica es el mismo Cristo, y la consagración tiene lugar en el momento en que se pronuncian las palabras de la institución:
«Creed que también ahora se celebra aquel banquete en el que se sentó Cristo a la mesa. En efecto, en nada se diferencia este banquete de aquél, ya que no es un hombre el que realiza éste; en cambio, aquél el mismo Cristo; sino éste mismo los dos»[48]. «Porque también hoy es el mismo [Señor] el que lo realiza y todo lo ofrece»[49]. «Nosotros pertenecemos al orden de sus ministros: el que los santifica y transforma es Él (o` de. a`gia,zwn avuta. kai. metaskeua,zwn avuto,j)»[50]. «No es el hombre el que hace que las ofrendas lleguen a ser el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo, crucificado por nosotros. El sacerdote asiste llenando la figura de Cristo, pronunciando aquellas palabras; pero la virtud y la gracia es de Dios. “Este es mi cuerpo,” dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas; como aquella palabra: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1,28), aunque se dijo una sola vez, llena nuestra naturaleza de fuerza para procrear hijos, así esta palabra, habiendo sido dicha una sola vez, desde aquel tiempo hasta hoy y hasta la venida del Señor, obra en cada mesa en las iglesias el sacrificio perfecto»[51].
Hemos tenido ocasión de ver como la Iglesia católica oriental entiende que la Eucaristía es algo tremendo, pero también lo es en la Iglesia romana, por ejemplo, como lo hemos visto en Juan Pablo II, pero también en el Concilio de Trento: «Teniendo presentes el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, los varios y monstruosos errores que por los malignos artificios del demonio se esparcen en diversos lugares acerca del tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía, por los que parece que en algunas provincias se han apartado muchos de la fe y obediencia de la Iglesia católica; ha tenido por conveniente exponer en este lugar la doctrina respectiva a la comunión en ambas especies, y a la de los párvulos. Con este fin prohíbe a todos los fieles cristianos que ninguno en adelante se atreva a creer, o enseñar, o predicar acerca de ella, de otro modo que del que se explica y define en los presentes decretos… necesariamente confesamos que ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre»[52].
Y en San Alfonso María de Ligorio: «Nunca podrá el sacerdote celebrar la misa con la devoción requerida por tan augusto sacrificio. Cierto que no puede el hombre llevar a cabo acción más sublime ni más santa. “No dudemos confesar, dice el sagrado Concilio de Trento, que a los fieles siervos de Cristo es imposible que puedan ejecutar obra tan santa y divina como este tremendo misterio (quam hoc tremendum mysterium)”. Ni aún el mismo Dios puede hacer que haya en el mundo acción más grande que la celebración de una misa»[53].
¿Puede ser que el sacerdote se olvide que está haciendo un “terrible misterio”? ¿Algo que lo supera por todos lados? ¿Qué es el mismo Dios infinito en toda perfección, Creador, Redentor, Santificador, Providente, que gobierna el mundo el que se hace presente? Lamentablemente muchos no viven la Misa que el sacrificio terrible, porque han perdido el sentido del misterio de Dios.
En esta 1ra Misa del Padre Tomás Beroch debemos pedir que retorne a nuestros pueblos el sentido del misterio de Dios, para que no nos olvidemos que la Eucaristía es tremenda y, al mismo tiempo, fascinante, para que así puedan formarse grandes sacerdotes y grandes laicos. He tenido muy presente al Teniente 1ro Alonso, fallecido en acto de servicio, ya que su padre está aquí presente.
¡Ojala retorne a nuestras tierras el espíritu de los grandes! El espíritu de los Reyes Católicos, de Colón, del Cardenal Cisneros, del Coronel Moscardó… El espíritu de los que hicieron nuestra Patria, el de San Martín, Belgrano, Güemes, o el del Capitán Estévez. ¡Que retorne el Quijote! Sí, que retorne a su sueño de “enderezar entuertos”, asentar el bien en la tierra, de guerrear contra molinos de viento, de defender el honor de las doncellas, que el triunfo está en osar y no en tener éxito, dijo de sí “yo se quién soy” y también “yo valgo por ciento”, socorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos,…¡que retorne el Quijote!:
“a su locura de enhebrar estrellas,
de estrellar rufianes con su lanza
y de batir monstruos, castillos y rebaños,
por el honor de una dama: Nuestra Señora”.
¡Que retorne el Cid Campeador!:
“No cierres jamás buen castellano las tumbas de aquellos paladines. Un día, nuestro señor Don Rodrigo, que sabe ganar batallas después de muerto, despertará en la huesa, y limpiando el orín de la Tizona, montará en su brioso corcel; y rasgará los velos de los sepulcros y de las cunas; y jurará por la cruz de su espada purgar a nuestros pueblos de renegados y felones” (Ricardo León).
Que así se despide de la Virgen de Burgos hacia su destierro:
«¡Vuestra vertud me vala, gloriosa, en mi exida e me ayude,
El la me acorra de noch e de día!
Si vos assí lo fiziéredes e la ventura me fuere complida,
mando al vuestro altar buenas donas e ricas;
esto e yo en debdo que faga i cantar mill missas»[54].
¡Que retorne Martín Fierro!
“Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre,
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar”. (Porque en la plenitud del heroísmo brota el canto[55]).
Esto es lo que hoy se necesita, no buenistas sino ¡santos que le mojen la oreja al Anticristo! ¡Qué nunca merezcamos escuchar los apóstrofes de Laurencia de Fuente Ovejuna:
“¿Vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois…
Dadme unas armas a mí,
pues sois piedras, pues sois bronces,
pues sois jaspes, pues sois tigres…
-Tigres no, porque feroces
siguen a quien roba sus hijos…
Liebres cobardes nacisteis;
gallinas… os han de tirar piedras,
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes,
… medio-hombres…”[56].
Quiera la Virgen formar muchos hombres y mujeres según el Corazón de Jesús y de Ella.
[1] Juan Pablo II, Catequesis (11/12/1985) 4-5.
[2] San Agustín, Confesiones XI,9,11.
[3] Cf. J. Quasten, Patrologia I (Madrid 1961) 473.
[4] J. Quasten, Patrologia II. La edad de oro de la literatura patrística griega (Madrid 1962) 394.
[5] Cf. G. di Nola, Monumenta Eucharistica I. La testimonianza dei padri della Chiesa (Roma 1994) 47-48.
[6] San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógicas, V,4.
[7] San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógicas, V,9.
[8] Cf. R.H. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai (Texts and Studies 8; Cambridge 1909) 7.
[9] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 7.
[10] «En este momento [cuando se celebra la Santa Misa], los ángeles están asistiendo al sacerdote, y todo el estrado y el presbiterio se llenan de Potestades celestes […]. Oí a uno contar que un anciano, hombre admirable y acostumbrado a tener revelaciones, le dijo que había sido considerado digno de una visión de este tipo, esto es, que al tiempo del tremendo sacrificio, de pronto había visto y en cuanto es permitido a la naturaleza humana, una multitud de ángeles, vestidos de túnicas brillantes, que rodeaban el altar y estaban en pie con el rostro inclinado, como se ven estar los soldados en presencia del rey. Y yo lo creo», cf. San Juan Crisóstomo, Diálogo sobre el Sacerdocio (Madrid 2002) 152.
[11] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 7.
[12] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 7.
[13] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 10-11.
[14] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 22.
[15] Cf. Connolly, The Liturgical Homilies of Narsai, 24.
[16] Constituciones de los apóstoles 2,57,15.
[17] Constituciones de los apóstoles 8,11,3.
[18] Constituciones de los apóstoles 8,12,2.
[19] Teodoro de Mopsuestia, Comentario a Malaquías, 3,2ss: PG 66,621ss.
[20] Teodoro de Mopsuestia, Comentario a la primera carta a los Corintios, 11,34ss: PG 66,888ss.
[21] Teodoro de Mopsuestia, Homilía 15, primera sobre la Misa, 21.
[22] Teodoro de Mopsuestia, Homilía 15, primera sobre la Misa, 24.
[23] Teodoro de Mopsuestia, Homilía 15, primera sobre la Misa, 24.
[24] Teodoro de Mopsuestia, Homilía 16, segunda sobre la Misa, 24.
[25] Teodoro de Mopsuestia, Homilía 16, segunda sobre la Misa, 28.
[26] Cf. J. Quasten, Patrologia II, 502-504.
[27] San Juan Crisóstomo, Hom. de bapt. Christi: PG 49,370.
[28] San Juan Crisóstomo, Hom. in natal. Dom.: PG 49,360.
[29] San Juan Crisóstomo, Hom. 25 in Matth.: PG 57,331; Hom. 46 in Ioh: PG 49,261; Hom. 24 in I Cor.: PG 61,919.
[30] San Juan Crisóstomo, Hom. in s. Pascha: PG 52,769.
[31] San Juan Crisóstomo, Hom. 34 in I Cor.: PG 49,288.
[32] San Juan Crisóstomo, Hom. in nat. Dom.: PG 49,392.
[33] San Juan Crisóstomo, Cat. 1 ad illum.: PG 49,223.
[34] San Juan Crisóstomo, Hom. 82 in Matth.: PG 58,746.
[35] San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 3.4.: PG 48,642; Hom. 16 in Hebr.: PG 63,124.
[36] San Juan Crisóstomo, In Ioann. Hom. 85: PG 59,463.
[37] San Juan Crisóstomo, Hom. 24 in I Cor.: PG 61,203.
[38] San Juan Crisóstomo, Hom. 24 de prod. Iudae: PG 49,390.
[39] San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 6,3: PG 48,681.
[40] San Juan Crisóstomo, Hom 1 y 2 De prod. Iudae: PC 49,381 y 390.
[41] San Juan Crisóstomo, Hom. 50 in Matth. n.2: 58,507.
[42] San Juan Crisóstomo, Hom. 24 in I Cor. n.1,2: PG 61,200.
[43] San Juan Crisóstomo, Hom. in nat. Dom. n.7: PG 49,361.
[44] San Juan Crisóstomo, Hom. 46 in Ioh. n.3: PG 59,260.
[45] San Juan Crisóstomo, Hom. 24 in I Cor. n.2: PG 61,200.
[46] EP 1180. 1195.1222.
[47] San Juan Crisóstomo, Hom. 17 in Hebr. 3: BAC 88,654, trad. J. Solano.
[48] San Juan Crisóstomo, Hom. 50 in Matth. n.3: PG 58,507.
[49] San Juan Crisóstomo, Hom. 27 in I Cor. n.4: PG 61,229.
[50] San Juan Crisóstomo, Hom. 82 in Matth. 5: PG 58,744.
[51] San Juan Crisóstomo, Hom. 1,6: BAC 88,480-1, trad. J. Solano; casi idéntico en Hom. 2 de prodit. Iudae n.6: PG 49,380-9.
[52] DH 1725 y sesión XXII.
[53] San Alfonso M. de Ligorio, Obras Ascéticas, Ed. BAC, Madrid 1954, 400.
[54] «¡Vuestro socorro me ampare, Gloriosa, en mi destierro.
Y me ayude y me socorra de noche y de día!
Si vos así lo hacéis y la suerte me acompaña,
ofrezco para vuestro altar hermosos y ricos dones;
y esto prometo yo, que en él haré decir mil misas», Cantar de Mío Cid. Las mocedades del Cid (Madrid 2008) 36-37.
[55] Cfr. Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid 2005, 230.
[56] Lope de Vega, o.c., Cía. Ibero-americana public., Madrid, pág. 230/1.