laico

Naturaleza y misión del laicado católico

4. Naturaleza y misión del laicado católico[1].

Somos Cristo por el Bautismo, y en esto se fundamenta toda vocación, sobre todo la vocación laical, pero es nuestra tarea serlo en plenitud, muriendo y viviendo, como dice San Pablo: haced de cuenta que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11), y como dice San Pe­dro: Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia… (1Pe 2,24). «Sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo, es posible delinear la figura del fiel laico»

[2].

          a) Muriendo:

-Al pecado y a las obras de la carne, ya que los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscen­cias (Gal 5,24);

-A la pena del pecado, o sea, al mundo malo y al infierno, porque: al nombre de Jesús se doble toda rodi­lla…en el infier­no (Flp 2,10);

-Al miedo a la muerte, ya que el Hijo de Dios se encarnó para librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servi­dum­bre (Heb 2,15);

-Al poder del demonio: para esto apareció (se encar­nó) el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo (1Jn 3,8);

-A la esclavitud de la vieja ley: nos redimió de la maldición de la ley (Gal 3,13).

            b) Viviendo:

La vida de la gracia en plenitud, ya que Cristo ha venido en carne para traernos vida y vida en abundancia[3]. Esa vida es la gracia de Dios que nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Es la vida sobrenatural de las virtudes teologales, de las morales infusas y de los dones del Espíritu Santo.

-La incorporación a Cristo como miembros de su cuerpo y participan­do del triple oficio de Cristo: Profeta, Sacerdote y Rey, es decir, los oficios por los que enseñó como Maestro, santificó como Sacerdote y rigió como Pastor, ya que «no sólo ha sido ungido nuestra cabeza sino también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo»[4].

                            1. –La vida profética, ya que los laicos participan «de la función profética – o magisterial- de Cristo»[5], «a su modo»[6], a ejemplo del Verbo Encarnado «el gran Profeta que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra»[7]. Concientes de que este Cristo «cum­ple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria no sólo a través de la jerarquía que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes consiguiente­mente, constituye testigos, y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra[8], para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria familiar y social»[9].

                            2. –La vida sacerdotal, ejerciendo el sacerdocio común derivado del bautismo. A los laicos Cristo también los «hace partícipes de su oficio sacerdotal, con el fin de que ejerzan el culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de las almas… Incorporados a Cristo, los bautizados están unidos a El y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades»[10]. Así el Concilio Vaticano II recuerda a los laicos que «todas sus obras, sus oraciones, iniciati­vas apostólicas, la vida conyu­gal y familiar, el trabajo cotidiano, el trabajo corporal y espiritual, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si sobrellevan pacientemente se convierten en sacrificios espirituales, que en la celebración eucarística se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santa­mente, consagran a Dios el mundo mismo»[11].

                   3.La vida del señorío o reyecía, que connota una cierta razón de dominio:

                            a) Señorío sobre sí mismo: en la medida en que el hombre triunfa sobre el pecado, domina los incentivos de la carne, y gobierna su alma y cuerpo. El fiel cristiano laico, en la medida en que somete cumplida­mente su alma a Dios, llega a una situación de indiferen­cia y desape­go a las cosas del mundo, lo cual no quiere decir impotencia sino al contrario, una voluntad dominadora y libre, capaz de dedicarse a las cosas sin dejarse dominar por ellas.

                            b) Señorío sobre los hombres: en la medida en que el terciario se entrega generosamente al servicio de Jesucristo, el único Rey que merece ser servi­do, adquiere una realeza efecti­va, aunque espiri­tual, sobre los hombres, aun sobre los que tienen poder y autori­dad, y aun sobre los que abusan de ella. Porque toman sobre sí la carga de sus pecados y sus penas, por un amor humilde y servicial que llega hasta el sacrificio de sí mismo.

                            c) Señorío sobre el mundo: de dos maneras:

                            -Una, colabo­rando con el mundo de la crea­ción por el trabajo y el mundo de la redención por el apostola­do. Se trata de consagrar al mundo, o sea, de hacerlo sagrado, relacionándolo con Dios y con el culto debido a Dios. Para que esta realeza sea efectiva será nece­sario que junto a una dedica­ción a las cosas, haya al mismo tiem­po, un des­prendimiento y desapego a las mismas: Sólo queda que los que tengan mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran como si no llorasen; los que se alegran como si no se alegrasen; los que compran como si no poseyesen, y a los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo (1Cor 7,29ss).

                            -Otra, rechazando el mundo, ya sea por lealtad al mundo mismo que debe ser tenido como medio y no como fin, ya sea por lealtad hacia Dios, resistien­do a las concupis­cencias, tentaciones y pecados del mun­do; siendo independientes frente a las máximas, burlas y persecuciones del mundo, sólo dependiendo de nuestra recta conciencia iluminada por la fe; dispuestos al martirio por lealtad a Dios, lo que consti­tuye el recha­zo pleno y total del mundo malo.

                   d) Señorío sobre el demonio: Necesitamos fieles cristianos laicos convencidos no sólo de que tienen por gracia de Dios poder para resistir al demonio, sino también para poder exorcizarlo, aunque a su modo, es decir, sa­neando toda la realidad temporal con la que están estrechamente vincu­lados, de modo tal que sin cesar se realice y progrese conforme a Cristo y sea para la gloria del Creador y Redentor.

***

                   En fin, por el Bautismo, por la práctica de las virtudes que se nos dieron en él, queremos llevar a pleni­tud las exigencias del santo Bautismo:

                   Queremos imitar lo más perfectamente posible a Jesu­cristo ya que Él nos enseña: Os he dado ejemplo (Jn 13,15) y San Pablo exhorta: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús… (Flp 2,5), de tal manera que seamos el buen olor de Cristo (2Cor 2,15), embajadores de Cristo (2Cor 5,20)… del misterio del Evangelio (Ef 6,19), carta de Cristo (2Cor 3,3), revestidos de Cristo (Gal 3,27), firmemente convencidos de que somos predesti­nados a ser conformes con la imagen de su Hijo (Rom 8,29), repro­duciéndolo[12], hacién­donos semejantes a Él[13], configu­rán­donos con Él[14], sa­bien­do que reflejamos la misma imagen (2 Cor 3,18) del Hijo Único de Dios. Quere­mos imitarlo hasta que poda­mos, de verdad, decir a los demás, Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 11,1), ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).

En una palabra «somos hijos de Dios y, por tanto herederos» (Cfr. Ga 4,7). Se da en cada bautizado el misterio trascendente de la filiación divina y de la herencia del Cielo.

 El hecho de haber asumido el Verbo una naturaleza huma­na, debe mover a todos los bautizados a la práctica de las virtudes del anonadarse: humildad, pobreza, dolor, obediencia, renuncia a sí mismo, mise­ricordia y amor a todos los hombres.

  1. Del mismo hecho de hacerse hombre sin dejar de ser Dios, debemos aprender a estar en el mundo[15], “sin ser del mun­do”[16]. Debe­mos ir al mundo para convertirlo y no mi­me­ti­zar­nos en él. Debemos ir a la cultura y a las cultu­ras del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y elevarlas con la fuerza del Evangelio, haciendo, análogamente, lo que hizo Cristo: “Suprimió lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divi­no”[17].

    b) Al igual que Cristo que se hizo semejante a nosotros en todo excepto en el pecado (Heb 4,15), son inasumibles el pecado, el error, y todos sus derivados. Antes de bautizar hay que exorci­zar; sin conversión es imposible la reconcilia­ción; sin renunciar al mal no existe redención. No puede haber unidad a costa de la verdad. No hay santidad sin limpie­za de alma: “santidad, limpieza quiere decir”[18].

    c) Sólo puede asumirse lo que tiene dignidad o necesidad. No puede asumirse ni lo inhumano, ni lo antihumano, ni lo infra­huma­no. Son inasumibles lo irracio­nal, lo absurdo y todos sus deriva­dos.

    d) Pero, nada de lo auténticamente humano debe ser recha­za­do, ya que Cristo asumió una naturaleza humana íntegra. Debemos asu­mir todo lo humano ya que “lo que no fue tomado tampoco fue redimi­do”[19], y lo humano que no es asumido “se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja”[20].

    e) Y ese asumir lo humano no debe ser sólo aparente, sino real. Esa asunción sólo es real cuando de verdad transforma lo humano en Cristo, eleván­dolo, dignificándolo, perfeccionándo­lo. Lo que se deja sólo al nivel humano, sólo aparentemente se lo ha asumi­do.

    f) De manera particular, vale lo dicho para la evangeliza­ción de la cultura, que exige de nosotros una espiritualidad con mati­ces peculiares: “ello pide un modo nuevo de acercarse a las cul­turas, actitudes y com­portamientos para dialogar con profun­di­dad con los ambientes culturales y hacer fecundo su encuen­tro con el mensaje de Cristo. Y de parte de los cristianos responsa­bles, esta obra exige una fe esclarecida por la reflexión continua que se confronta con las fuentes del mensaje de la Iglesia y un dis­cernimiento espiritual constante procura­do en la ora­ción”[21], no olvidando nunca que “la verdadera incultura­ción es desde dentro: consiste, en último término, en una renovación de la vida bajo la influencia de la gracia”[22].

    g) Además debemos prestar nuestra colaboración con los sacerdotes y religiosos que son los que de modo más elocuente manifiestan el misterio del Verbo Encarnado, ya que son quienes al practicar los conse­jos evangélicos viven más plenamente la imitación de Cristo.

    h) Además debemos ayudar a las religiosas, por la misma dignidad de su consagración, que las hace ser “esposas del Verbo”. En cierto modo, las religio­sas se aseme­jan a la natu­raleza humana de Cristo, que:

– está despojada totalmente de sí misma, sin tener, ni siquiera, perso­nali­dad humana propia;

– está unida al Verbo con una unión íntima y perfectí­sima;

– es instrumento docilísimo del Verbo;

– toda su riqueza consiste en darse al Verbo.

La Iglesia.

La Iglesia es una sociedad de salvación para todos los hombres, cuya estructura ha sido fijada por el propio Cristo, su fundador. La Iglesia santifica al hombre poniéndole en comunicación efectiva con la misma Trinidad. Pero la Iglesia, por voluntad de Cristo, es una Sociedad visible y jerárquica. Hay sectas protestantes que rechazan la distinción de clérigos y de laicos dentro de la Iglesia, reclamando total paridad entre ellos. Cristo, dicen, no habría establecido un sacerdocio distinto y visible: Todos los fieles son ya sacerdotes, en virtud del bautismo recibido. Pueden predicar, consagrar, administrar los sacramentos. Sólo que no podrían ejercer estos poderes sino en virtud de la delegación popular, indispensable para el ejercicio de la jurisdicción como para su elección. El sistema democrático estaría en vigor en la Iglesia.

No hay que detenerse en refutar este error. Es una verdad claramente establecida en el Nuevo Testamento que Cristo instituyó su Iglesia sobre una base jerárquica. Por eso eligió a los Apóstoles, separándolos de los demás discípulos, y les dio orden de predicar y administrar los sacramentos. Asimismo confirió a Pedro el Primado de jurisdicción sobre todos los pastores y fieles de la Iglesia. San Pedro proclama a su vez que ha recibido misión de instruir al pueblo: “Y nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido instituido juez de vivos y muertos” (He 10, 42). San Pablo explica la diferencia entre apóstoles y pueblo por la comparación de los miembros del cuerpo humano, entre los cuales existe una subordinación perfecta para bien de todo el organismo (Cfr. 1 Cor 22,12-30).

Históricamente la distinción de clérigos y laicos data desde muy antiguo. Orígenes (+253) opone los clérigos a los laicos en el sentido actual de estas palabras (PG., t. XIII, col. 369). El nombre de “laicos” es empleado ya antes por San Clemente de Roma (I Cor 11,5), para designar a los simples fieles y distinguirlos de los diversos miembros de la jerarquía.

  1. Igualdad esencial de clérigos y laicos en la obra salvífica de la Iglesia.

Los protestantes no tienen razón cuando desconocen el carácter jerárquico de la Iglesia. Es cierto, como se ha explicado en el capítulo anterior, que todos los fieles cristianos, incluidos los laicos, están investidos, por la unción del bautismo y de la confirmación, del sacerdocio, de la realeza y del profetismo de Cristo. Pero Cristo ha establecido ministerios jerárquicos en su Iglesia, lo que determina desigualdades que hacen al gobierno de la misma y a la dispensación de su gracia. De aquí que adviertan los teólogos[23] cómo en la Iglesia hay un orden de institución y de medio de gracia y otro orden como vida y comunión. En la Iglesia hay lo que viene de arriba, de Cristo, que ha instituido la Iglesia con magisterio, con sus medios de santificación, con su gobierno, pero hay también lo que viene de abajo, lo que traen los fieles consigo para participar de la verdad y de la gracia. Y en esta participación de la salud que trae la Iglesia, los de abajo pueden participar con mayor abundancia y fervor que los de arriba. Si es conveniente reaccionar contra los errores protestantes que ponen en cuestión la estructura de la Iglesia, también se hace necesario reaccionar contra una concepción de la Iglesia excesivamente estructural e institucional, como si los laicos no constituyeran, en calidad de miembros, la Iglesia misma.

Para tener una idea cabal de este problema, hay que distinguir dos mociones por las cuales el Espíritu Santo y Cristo engendran y conservan la Iglesia en el mundo: la moción ministerial y la moción santificante.

La moción ministerial está ordenada inmediatamente, no a santificar a aquel que la ejerce, sino a permitirle dispensar un servicio. Su función es hacer primero en acto los poderes jerárquicos de orden y de jurisdicción y así comunicar mediatamente a los fieles la gracia sacramental.

La moción santificante, en cambio, es para aquellos a quienes toca inmediatamente y prepara en ellos la venida de la gracia sacramental y se la aplica de modo vital.

Tanto la moción ministerial de los ministros jerárquicos como la moción santificante de todo el pueblo cristiano dependen de la Iglesia, que tiene una existencia anterior a cada uno de los miembros. La Iglesia sale del costado de Cristo en la Cruz. Ella comunica el movimiento que administra la gracia. Ella está detrás de las mociones ministeriales por las cuales se aplican y actualizan los poderes de la jerarquía y detrás de las mociones santificantes que tienen por fin unir íntimamente la Iglesia con Cristo y configurar su itinerario histórico al de Cristo, y arrastrarla en corriente de un dinamismo irresistible que va de la primera venida del Señor a su parusía. «De modo que cada cristiano está envuelto, levantado, arrebatado por el movimiento de la Fe, de la Santidad, de la esperanza de toda la Iglesia. Él sabe que está hecho por la Iglesia hasta en las profundidades más reservadas de su ser; que está hecho por ella incomparablemente más de lo que él no la hace. Sabe que los cristianos de un siglo están hechos por el impulso de la Iglesia de todos los siglos mucho más de lo que ellos contribuyen a hacerla. Sabe que, exceptuada la Virgen, por el hecho de que Ella emana de Cristo, es siempre anterior a todos sus miembros. El simple fiel siente todo esto confusamente, en los grandes momentos de la vida de su fe. Los santos lo experimentan intensamente y esto es lo que crea en el corazón de su ser un amor absoluto de la Iglesia; sólo Ella les hace encontrar al verdadero Cristo: -No soy yo que vivo, es Cristo que vive en mí; lo que vivo ahora es la carne, lo vivo en la Fe del Hijo de Dios que me ha amado, y que se ha entregado por mí-” (Ga 2,20)[24]».

  1. El estado de vida de los clérigos y de los laicos.

Los laicos, como los clérigos, están llamados a la santidad y por ello se incorporan a la Iglesia. Ningún bien tan alto como este de la santidad les puede comunicar la Iglesia.

Por ello, entre clérigos y laicos hay una igualdad fundamental que supera cualquier diferencia o jerarquía que puede establecerse por razones de ministerio. Sin embargo, estas diferencias existen y deben ser reconocidas y afirmadas.

El cristiano, cualquiera sea su jerarquía dentro de la Iglesia, debe cumplir todas sus actividades para dar gloria a Dios y a Cristo. El Apóstol enseña: “Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. De aquí que todas las actividades del cristiano –clérigo y laico- deban ser santas y cristianas. Pero una vez reconocido esto, nada impide que distingamos en las actividades unas que, en razón del fin, se dirigen inmediatamente a Dios, y son actividades religiosas; por ejemplo, celebrar u oír misa, y otras que, en razón del fin, se dirigen inmediatamente a usos profanos; por ejemplo, comerciar, tener hijos, comer, dormir, y estas son actividades profanas.

Las actividades por su naturaleza religiosa pueden ser unas, actividades religiosas jerárquicas, es decir, las que se realizan como actividades oficiales de la Iglesia misma, y otras actividades religiosas no jerárquicas, las que se realizan a título privado por los fieles. Pues bien, por aquí podemos definir a clérigos y laicos.

Los clérigos son los fieles que, encargados de funciones religiosas jerárquicas, están, en consecuencia, consagrados a actividades santificantes con un título nuevo sobreañadido, y exonerados en la mayor medida posible de actividades temporales.

Los laicos son los fieles que, exonerados de funciones jerárquicas, están en consecuencia entregados sólo a activi­dades religiosas privadas, y pueden operar en todas las ac­tividades profanas o temporales[25].

El apartamiento y la legislación de privilegio que por el Vaticano II la Iglesia hace para los clérigos se fundan sobre todo en el hecho de que están consagrados a funciones je­rárquicas. Por ello los “consagra a los divinos misterios con la prima tonsura, como dice el canon 108[26], los adscribe a alguna diócesis o a alguna congregación religiosa, de suerte que no se admitan los clérigos vagos, de acuerdo con el canon 111, les da sólo a ellos capacidad para detentar poderes de orden o jurisdicción eclesiástico, según el canon 118, les exige ciertos estudios eclesiásticos, como prescribe el canon 129, y les impone el rezo diario de horas canónicas, según el canon 135.

Esta consagración que se hace de los clérigos para los oficios y servicios divinos determina asimismo “una vida in­terior y exterior más santas que las de los seglares, y un sobresalir como modelos de virtud y buenas obras”, de acuerdo al canon 124.

De aquí que los clérigos sean especialmente exhortados a purificar la conciencia en el sacramento de la Penitencia, a dedicar algún tiempo a la oración mental, a visitar el Santísimo Sacramento, rezar el Santo Rosario a la Virgen, Madre de Dios, a hacer examen de conciencia, a hacer cada tres años al menos ejercicios espirituales, según los cánones 125 y 126. Además se les exige la obligación del celibato bajo pena de sacrilegio (canon 132), a vestir el traje eclesiástico decente según las costumbres admitidas en el país y las prescripciones del ordinario local (canon 136), a abstenerse en absoluto de todas aquellas cosas que desdicen de su estado, a no ejercer profesiones indecorosas, a no practicar juegos de azar en que se arriesga dinero, a no llevar armas, si no existe fundada razón de temer, como prescribe el canon 138. A “no asistir a espectáculos, bailes y fiestas que desdicen de su condición”, como reza el canon 140.

Finalmente, ya que se ha de dedicar a las actividades religiosas jerárquicas, no sólo se le impone un tenor de vida interior y exterior más santo sino que se le prohíbe el ejerci­cio de profesiones y actividades profanas. No pueden ejercer la medicina, ni hacer de escribanos u notarios, ni admitir car­gos públicos que lleven consigo ejercicio de jurisdicción o ad­ministración laical, ni oficio o cargo de senadores o diputados, y todo ello según el canon 139; por el canon 142, se prohíbe a los clérigos ejercer la negociación o el comercio por sí o por otro, sea para utilidad propia o ajena; y por el canon 121 se le exime del servicio militar y de los cargos y oficios públicos civiles ajenos al estado clerical.

Nos hemos detenido en fijar las características y obliga­ciones del estado clerical para que, por contraste, resalte más fuertemente el estado de los laicos.

El Vaticano II, en el capítulo IV de la Constitución Lu­men gentium”, se pregunta qué ha de entenderse por laicos, y contesta: “Por laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, excepto de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso reconocido por la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos… Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios, ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia”[27].

De acuerdo con esto podemos definir a los laicos como aquellos cristianos que deben santificarse en el mundo y a los clérigos y religiosos como aquellos cristianos que deben santificarse apartados del mundo. Los clérigos, como hemos explicado, en virtud de su consagración a los ministerios jerárquicos de la Iglesia; los religiosos, en virtud de su estado reconocido por la Iglesia, que es un estado de práctica efectiva de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Pero los laicos constituyen la Iglesia con el mismo título que la constituye el Papa, los obispos, los clérigos y religiosos. Sólo que su estado les pide otra actuación dentro de la Iglesia. Cuál sea ésta lo vamos a determinar en los siguientes puntos que luego desarrollaremos:

  1. La misión de los laicos.

1º Los laicos no ejercen actividades religiosas jerárquicas, pero participan activamente en la liturgia de la Iglesia.

2º Con su santificación imprimen carácter cristiano a todas las actividades de su vida.

3º Pueden y deben ejercer el apostolado común de la Iglesia.

4º Pueden ejercer el apostolado mandatado de la Acción Católica.

5º Deben santificar o cristianizar de modo inmediato y directo, la vida matrimonial y familiar.

6º Deben santificar y cristianizar de modo directo e inmediato, la vida económica en sus aspectos diversos de:

  • uso de la propiedad privada;
  • sentido del trabajo;
  • manejo de las empresas;
  • ejercicio de las diversas profesiones.

7º Deben santificar y cristianizar, de modo directo e inmediato, las distintas manifestaciones de la cultura en:

  • letras;
  • educación;
  • arte;
  • ciencias experimentales;
  • técnica;
  • ciencias del espíritu;
  • filosofía.

8º Deben santificar y cristianizar, de modo directo e inmediato, las actividades cívicas y políticas, en el plano edilicio, cívico, nacional e internacional.

9º Los laicos deben tener como misión directa e inmediata de su estado laical la Consagración del mundo a Jesucristo.

——

Los laicos participan directamente en la liturgia de la Iglesia, pero no ejercen actividades religiosas jerárquicas.            

           La primera parte de esta proposición es por sí misma clara y resume todo lo que vamos diciendo. Precisamente, lo que caracteriza al laicado en contraposición al clérigo dentro de la Iglesia, es que éste recibe poderes que lo habilitan para ejercer ministerios jerárquicos. Como hemos explicado, esta diputación para los ministerios jerárquicos determina un especial título para la santidad que es el que hace que la vida del clérigo esté, en lo posible, apartada de las ocupaciones del mundo, propias de los laicos.

Sin embargo, los laicos están llamados a participar de modo activo y directo en la liturgia –la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia-, y, en especial, en el acto central de toda la Liturgia Católica que es la Santa Misa. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia, aprobada en Vaticano II señala la necesidad de esta participación de los laicos en las celebraciones litúrgicas.  Dice allí: “La Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1 Pe 2,9; 2,4-5)[28].

Y añade a continuación una razón pastoral que justifica esta participación para que luego pueda el laico santificar toda su vida. Dice así: “…al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, ya que ésta es la primera y más necesaria fuente en la que los fieles beben el espíritu verdaderamente cris­tiano, y, por lo mismo, en toda su acción pastoral los pastores de almas deben aspirar a ella diligentemente mediante la debida formación”.[29]

Para entender en qué consiste la razón de esta partici­pación activa, hay que tener presente que en el Culto público de la Iglesia, que se centra alrededor del Sacrificio eucarísti­co, hay un culto que es el de Cristo mismo, culto de arriba, de la reconciliación que Dios acuerda a los hombres en vista del sacrificio de Cristo; y un culto, el de la Iglesia, que viene de abajo, de la humanidad reconciliada. El sacerdote que celebra asume, por una parte, la representación de Cristo en este culto que Él rinde al Padre, y, por otra, la representación del culto que la Iglesia con todos sus fieles rinde tam­bién al Padre. De aquí que Santo Tomás, en la Summa[30], distinga la operación propiamente sacramental que se cumple “in persona Christi” y la obra de alabanza que eleva la Iglesia, “in persona Ecclesiae”. Por ello, el sacerdote que celebra como instrumento y ministro de Cristo, celebra tam­bién como representante de la comunidad eclesial. Sería, sin embargo, equivocado separar ambas acciones, ya que la ope­ración de Cristo, cabeza, y la de la Iglesia, cuerpo, se unen misteriosa, pero realmente en el Cristo total. Sería también erróneo desconocer la superioridad y anterioridad de la ac­ción de Cristo sobre la de su esposa, la Iglesia[31].

2º Los laicos con su santificación imprimen carácter cristiano a todas las actividades de su vida.

El ministerio del culto, en el cual toman parte activa los laicos, está ordenado a la santificación de toda su vida. Por aquí los laicos cristia­nizan toda su vida y, en consecuencia, pueden y deben cristianizar también toda una civilización.

Para comprender esto hay que partir del principio de que todo hombre en sus actividades ha de proceder y moverse por un fin y un fin último[32]. No solamente la vida humana, sino cada una de las acciones responsables de la vida se cumplen y no pueden dejar de cumplirse por un fin. Este fin será el deseo de sobresalir, o el de tener poder, o riquezas, o el puro goce de la vida, o servir a Dios. Pero un fin, y últi­mo, ha de tener que oriente y dé sentido a toda la vida hu­mana. En el cristiano este fin último, presente y actuante en todas las actividades, ya sea de modo explícito o implícito, no puede ser otro que Dios. Y Dios reconocido y amado so­brenaturalmente. De aquí que el cristiano haya de coronar y orientar toda su vida por aquellas virtudes que regulan este ordenamiento al fin último de toda su vida. Son estas las virtudes de fe, esperanza y caridad. La fe como ordenadora del entendimiento que nos hace conocer a Dios, la es­peranza por la que confiamos alcanzar a Dios, y, de modo particular, la caridad, como ordenadoras de la voluntad, por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y, en virtud del amor de Dios, a nosotros mismos y a nuestro prójimo, hechuras de Dios.

El cristiano que vive de fe, esperanza y caridad, al or­denar al último fin su vida, pone en movimiento al mismo tiempo, y en virtud de ese acto de caridad que impera todo su obrar, todas las otras virtudes que regulan el recto obrar de la vida humana. Todo el orden de la moralidad queda suspendido y dependiente de las virtudes teologales. Y el orden de la moral comprende no sólo las virtudes del comportamiento individual, sino también las del comportamiento familiar, social y político. Y por aquí, por el lado virtuoso, son alcanzadas las actividades de la vida privada puramente personal, de la vida familiar, de la vida cultural, económica y política. Y por consiguiente también las técnicas que ayudan al desarrollo y eficiencia de esas actividades. El progreso del hombre, con todas las manifestaciones de la vida, se desarrolla entonces para bien del hombre en su aspiración más alta. El hombre construye una ciudad humana —una civi­lización—, que, en definitiva, se orienta hacia el servicio de Dios, Fin último, que por ser último en la intención, mueve todo el obrar humano. Por intentar, como primera preocupa­ción de su vida, servir a Dios, el hombre realiza también una ciudad humana sin egoísmo, en la que se logra, dentro de la imperfección de la vida presente, la ciudad del hombre.

Quizás parezcan éstas elucubraciones de la fantasía. Son verdades elementales del Evangelio. El Evangelio que dice a todos, clérigos y laicos, que la ley de Dios consiste en el cumplimiento del Amor de Dios y del amor del prójimo. Y que dice: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”[33]. Lo cual, dicho de otra manera, significa que quien busca primero y como fin último, la añadidura, o sea el bienestar terreno, no consi­gue ni la paz aquí en la tierra ni la paz en el cielo. Una ciudad puramente terrestre y materialista no puede ser hu­mana.

El cristiano laico, pues, si santifica su vida como se lo exige la pertenencia a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, santifica también todas las actividades de su vida y simplemente la vida, privada y pública[34].

Los laicos, en virtud del laicado, pueden y deben ejercer el apostolado común.

 El laico católico debe guiar todas las actividades de su vida por el amor de Dios y del prójimo. Pero el amor de Dios implica la dilatación en la tierra de la misión salvífica que el mismo Dios ha propuesto en bien del hombre. Y el amor del prójimo supone procurar a aquellos a quienes las diversas circunstancias de la vida nos ponen a nuestro lado, la gracia de la salvación que da razón a la exis­tencia misma de la Iglesia. Luego el laico debe ejercer el apostolado en virtud del mandamiento del amor. El Vaticano II lo afirma claramente en el apartado que dedica al apostolado de los laicos. Allí dice: “El apostolado de los laicos es una participación en la misión salvadora misma de la Iglesia. Todos están destinados a este apostolado por el Señor mismo, a través del bautismo y de la confirmación. Los sacramentos, y sobre todo la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado”[35].

Es claro que la Jerarquía eclesiástica y el clérigo en general están llamados de un modo especial a ejercer el apos­tolado. Es la razón misma de ser de la Iglesia. Pero los laicos también pertenecen a la Iglesia. De modo que también a ellos les incumbe el apostolado. El apostolado, en efecto, es la profesión pública de la fe cristiana, la que se debe hacer incluso ante los enemigos. Por ello Santo Tomás explica cómo en la confirmación se le da al confirmado la unción en la frente porque recibe el Espíritu Santo para fortalecerle en la lucha espiritual, a fin de que confiese fuerte la fe de Cristo contra los enemigos de la fe. “De donde, dice, se le hace la señal de la cruz en la frente, por dos razones. La primera, porque es signado por la señal de la cruz como el soldado con la señal del jefe, lo que debe hacerse de modo evidente y manifiesto. Ahora bien, entre todos los lugares del cuerpo humano, lo mayormente manifiesto es la frente, la que casi nunca se oculta. Y por esto, el confirmado es ungido con el crisma en la frente, para manifestar en público que es cristiano, así como los apóstoles, después de recibir el Espíritu Santo, se mostraron en público, cuando antes se ocul­taban en el cenáculo (He 1,13). En segundo lugar, porque alguien es impedido de la confesión del nombre de Cristo a causa de dos motivos, por el temor y la vergüenza. Y la señal de uno y otro motivo se hace sobre todo manifiesta en la frente… Y por esto es signado con crisma en la frente, para que ni por temor ni por vergüenza deje de confesar el nombre de Cristo”.

El apostolado de los laicos es un hecho normal y corriente en la Iglesia en todos los tiempos de su historia, y en especial en los apostólicos. Famoso el texto de San Pablo a los Filipenses, en el que el apóstol habla de dos mujeres, Evodia y Sintique, “que han combatido por el Evangelio conmigo, con Clemente y con mis otros colaboradores”[36].

En su discurso sobre “los laicos en la crisis del mundo moderno”, Pío XII advierte que “siempre hubo en la Iglesia de Cristo un apostolado de los laicos. Santos, como el Emperador Enrique II, Esteban, el creador de Hungría católica, Luis IX de Francia, eran apóstoles laicos, aun cuando, en los comienzos, no se haya tenido conciencia de ello, y no obstante que el término de apóstol laico no existiera aún en aquella época. También mujeres, como Santa Pulquería, hermana del Emperador Teodosio II, o Mary Ward, eran apóstoles laicos”. Y en el siglo XIX se han hecho famosos los laicos ilustres que tomaron sobre sí la defensa del catolicismo. Un Chateaubriand, un De Maistre, un Goerres, un Donoso Cortés, un Augusto Nicolás, un Luis Veuillot, se han hecho célebres por su intrepidez en la defensa de la Iglesia.

El apostolado de los laicos encierra una particularidad que es expresamente señalada por la Constitución Lumen gentium del Vaticano II.  Dice así: “Los laicos tienen como vocación especial el hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias donde ella no puede llegar a ser sal de la tierra sino a través de ellos[37]. Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento de la misión de la Iglesia misma según la medida del don de Cristo (Ef 4,7)”[38]. Este punto es de una evidencia tan manifiesta que huelga toda explicación. Si el clérigo, en virtud de sus poderes y actividades jerárquicas, ha de apartarse de lo profano y mundano, es claro que no puede ejercer un apostolado de presencia plena en ese campo de actividad. Allí es el laico quien debe actuar como apóstol…

4º Los laicos, en virtud del apostolado, pueden ejercer el apostolado mandatado de la Acción Católica.

Hasta aquí nos hemos referido al apostolado común que puede y que debe ejercer el laico para la dilatación del Reino de Cristo y para la santificación de las almas. Este apostolado lo realiza el laico por su iniciativa y bajo su exclusiva responsabilidad. Su acierto y eficacia no compromete sino únicamente al que lo realiza. Es claro que este apostolado ayuda grandemente a la Iglesia. Pero hay otro apostolado de los laicos, apostolado mandatado diríamos, y a él se refiere especialmente el Vaticano II cuando dice: “Además de este apostolado, que es tarea de todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversas maneras a cooperar más directamente con el apostolado de la Jerarquía[39]; como lo fueron aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en el anuncio del Evangelio, trabajando mucho en el Señor (Cf. Flp 4,3; Ro 16,3ss). Además, poseen aptitudes para que la Jerarquía los escoja para ciertas funciones eclesiásticas, orientadas a un fin espiritual”[40].

Entre estos apostolados mandatados se distingue de un modo especial la Acción Católica, que es una organización permanente en la Iglesia actual, reservada para laicos, de colaboración con la jerarquía en el apostolado. Aquí el apostolado se hace en forma organizada y por encargo y bajo la responsabilidad de la jerarquía, es decir, de la Iglesia misma. Pero es apostolado puramente laical, y en este sentido no jerárquico ni sacerdotal.

Pero sería un error pensar que por ello el laico se convierte de alguna manera en miembro de la Jerarquía o adquiere poderes de orden jerárquico. El laico, aunque sea mandatario, sigue siendo laico, y su apostolado es puramente laical. Este punto lo ha dejado perfectamente aclarado Pío XII[41]: “Es claro que el simple fiel puede proponerse -y es sumamente deseable que se lo proponga- colaborar de una más organizada manera con las autoridades eclesiásticas, ayudarlas más eficazmente en su labor apostólica. Se pondrá entonces más estrechamente en dependencia de la jerarquía, la única responsable ante Dios del gobierno de la Iglesia. La aceptación por el laico de una misión particular, de un mandato de la Jerarquía, si le asocia más de cerca a la conquista espiritual del mundo, que despliega la Iglesia bajo la dirección de sus Pastores, no basta para convertirle en un miembro de la Jerarquía, para darle los poderes de orden y de jurisdicción en sus diversos grados”.

Los laicos deben santificar y cristianizar, de modo inmediato y directo, la vida matrimonial y familiar.

 Los laicos, dice Vaticano II, están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos[42]. Y aquí viene una serie de puntos, aquellos que se refieren precisamente a lugares y condiciones donde la Iglesia jerárquica no puede hacerse presente por sí misma y donde debe hacerse precisamente por medio de los laicos. Cristianización directa de la familia, economía, cultura, política, es decir, consagración cristiana del Mundo. Por ello, Vaticano II apunta expresamente: “Los laicos corresponde, por propia vocación el buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y del Redentor”[43].

Entre las cosas grandes reservadas a los laicos está la unión matrimonial y la vida familiar. No hay duda que para la Iglesia la virginidad es superior al matrimonio. Pero el matrimonio es grande como acto natural y es más grande todavía como acto sobrenatural y sacramental.

La unión matrimonial del hombre con la mujer -unión inseparable- es la primera institución humana, salida de la mano del Creador y la única que, a pesar del castigo del pecado original y del diluvio, conserva la bendición de Dios Creador. Así lo manifiesta la Iglesia en la oración litúrgica de la Bendición nupcial. El contrato matrimonial, por el que los contrayentes se entregan recíprocamente el dominio del propio cuerpo, es al mismo tiempo manifestación del sacer­docio natural que ejercen. El sacramento cristiano no hace sino significar y elevar esa institución natural. Por eso, para la Iglesia los esposos son los celebrantes y sacerdotes de la unión matrimonial. Y en la Iglesia la unión entre los esposos es tan estrecha y tan excelsa como la que existe entre Cristo y la Iglesia… “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia”[44].

La familia es, como se sabe, la célula germinativa de la historia humana. Los laicos, que tienen una responsabilidad directa y exclusiva sobre este recinto, se hallan en condicio­nes de modelar al hombre en la raíz de la vida. Los padres de familia “cumplen allí, en palabras de San Agustín[45], en la casa, un oficio eclesiástico y en cierto modo episcopal”. El hogar debe ser como un templo donde se rinde el culto estrictamente familiar. Las oraciones en común, la inicia­ción de los niños en la oración, en la lectura del Evangelio, de las vidas de los santos, la práctica del sacrificio en los esposos y en los hijos contribuye a formar hombres de for­taleza cristiana, que puedan ser forjadores de una sociedad también fuertemente cristiana. El Vaticano II señala cómo el testimonio de los laicos – el testimonio de Cristo-, es de gran valor en aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, cual es la vida matrimonial y familiar. “En esta tarea tiene gran valor aquel estado de vida que está santificado con un sacramento especial: la vida matrimonial y familiar. Los laicos tienen ahí un ejercicio y una escuela magnífica para su apostolado cuando la religión cristiana penetra todo el plan de vida y lo transforma cada vez más. Los esposos tienen ahí su vocación propia para ser testigos el uno para el otro y ambos para sus hijos, de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz alta tanto los valores del Reino de Dios ya presentes como la esperanza de la vida eterna. Así, con su ejemplo y testimonio, denuncia el pecado del mundo e ilumina a los que buscan la verdad.”[46].

6º Los laicos deben santificar y cristianizar, de modo directo e inmediato, la vida económica en sus diversos aspec­tos de:

a) uso de la propiedad privada;

b) manejo de las pequeñas, medianas y grandes empresas en el sector agrope­cuario, comercial e industrial;

c) eficiencia y sentido del tra­bajo;

d) ejercicio de las diversas profesiones.

El Vaticano II señala con fuerza la necesidad de que el laico asuma plenamente su responsabilidad de bautizado, vale decir, de su con­dición de participe “de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo”, para que así como por medio de Jesucristo, Profeta grande, se proclamó el Reino del Padre, así, “por medio de los laicos”, “la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social”[47].

Hemos visto la importancia grande de la vida familiar, en cuyo recinto tiene el laico una misión directa y exclusiva adonde no puede llegar el sacerdote. Lo mismo debe decirse de la vida social, en el aspecto económico, cultural, civil y político. No es necesario destacar la tarea que le corresponde exclusivamente al laicado en el aspecto económico, en los distintos sectores en que éste se desenvuelve. Y esta tarea no implica sólo la responsabilidad de cada uno en el sector particular en que su actividad se desenvuelve, sino en la totalidad de la vida económica. No puede ordenarse el tra­bajo sin un ordenamiento de las empresas, ni éstas sin un ordenamiento del trabajo; no puede ordenarse el campo sin un ordenamiento de la industria, del comercio y de los orga­nismos financieros, y recíprocamente. Ello quiere decir que la economía no puede tener arreglo, al menos dentro de un ámbito nacional sino tomando como punto de mira precisamente el bien común nacional, el cual, como es obvio, ha de contemplar un justo equilibrio entre todos los sectores del organismo económico. Este es el sentido del “régimen corpo­rativo” como pieza maestra del ordenamiento económico que propone la Iglesia. Porque sólo el “régimen corporativo”, vale decir el considerar las diversas partes de la economía, capi­tal-trabajo, ciudad-campo, como partes de un cuerpo que in­terdependen entre sí y cuya salud no puede considerarse ni lograrse aisladamente, pone remedio, en el punto álgido, al desorden económico actual; que es un desorden producido por la lucha de cada parte contra la otra parte y de cada parte contra el todo; la lucha de clases, que constituye la esencia misma del liberalismo, del socialismo y del comu­nismo.

Por ello, el desorden de la economía actual, desor­den que envuelve injusticia, no puede solucionarse sino con un régimen institucional económico que contraríe fundamen­talmente el espíritu de lucha. Digo con un régimen institu­cional. Porque una cosa es que los agentes que operan en los distintos sectores de la vida económica experimenten sentimientos facciosos —y ello será hasta cierto punto inevita­ble, dada la imperfección humana—, y otra cosa que tal funcionamiento de lo económico tenga como motor la lucha de clases, como lo exige el liberalismo, el socialismo y el co­munismo.

Es claro que el laicado católico ha de buscar solución al desorden económico modificando los sentimientos personales y trocándolos de egoístas en nobles y caritativos, pero ade­más de esto ha de buscar la solución institucional que no puede ser otra que la apuntada. Pío XI, en la “Quadragesimo Anno”, después de explicar largamente cómo el régimen cor­porativo es la solución fundamental al desorden e injusticia de la economía contemporánea, advierte cómo este orden -que es expresión de la caridad en lo institucional- ha de aplicarse también con espíritu de caridad. Y así escribe: “La verdadera unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia, un solo cuerpo en Cristo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros (Ro 12,5); por donde si un miembro padece, todos los demás miembros se compadecen (1 Cor 12,26). Entonces, prosigue, los ricos y demás directores cam­biarán su indiferencia habitual hacia los humanos más pobres en un amor solicito y activo, recibirán con corazón abierto sus peticiones justas, y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte, los obreros depondrán since­ramente sus sentimientos de odio y envidia, de que tan hábilmente abusan los propagadores de la lucha social, y aceptarán sin molestia la parte que les ha señalado la Divina Providen­cia en la sociedad humana”.

Toda esta doctrina del régimen corporativo como solu­ción básica institucional de la economía, como la del espíritu de colaboración que ha de existir entre los diversos agentes de la economía, se halla asimismo confirmada por el magis­terio de la “Mater et Magistra”, en su parte final, cuando el Pontífice recuerda a los católicos “un capítulo sumamente trascendental y verdadero de la doctrina católica, por el cual se nos enseña que somos miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia”.

7º Los laicos deben santificar y cristianizar, de modo directo e inmediato, las distintas manifestaciones de la cultu­ra en:

a) letras;

b) educación;

c) artes;

d) ciencias experi­mentales;

e) técnicas;

f) ciencias del espíritu;

g) filosofía.

La actividad del hombre se desenvuelve en gran parte en la actividad económica, pero evidentemente ésta no puede constituir lo más elevado de su vida. Es un medio o un instru­mento necesario, indispensable, que se ha de poner al servicio de la formación cultural, a que tiene derecho y obliga­ción todo hombre, de acuerdo con sus posibilidades.

La vida cultural, a su vez, es un bien y un fin en sí que el hombre puede buscar por sí misma, ya que, si es humana, dignifica por sí misma a quien la posee.

La cultura puede atender de un modo particular al en­tendimiento, a los sentimientos, a la voluntad, a la destreza de las manos o de la voz, al propio desarrollo muscular; puede ser de alto nivel, como la científica, o de nivel co­rriente, como la popular, pero para que se considere tal debe incluir siempre cierto desarrollo de las facultades superiores del hombre. Porque si es cultura, debe ser cultura del hombre, y el hombre no puede considerarse cultivado si no lo es en lo que respecta a las facultades que le son distintivas, y en esto sobresale el entendimiento. De aquí se hace necesario que el laico que quiere ejercer una influencia deba poseer una cultura de cierto nivel que le acredite méritos ante la sociedad. Y de un modo u otro, esta cultura supone una perspectiva amplia de saber, lo cual requiere una visión filosófica del mundo, del hombre y de Dios. Y como la filosofía pura no puede resolver los problemas concretos en que la Providencia actual ha colocado históricamente al hombre, una cultura de cierto nivel requiere asimismo un saber teológico. La cultura debe ser teológica porque el hombre está hecho para Dios. Y como el hombre no llega a Dios sino por Cristo, la cultura debe ser cristiana. Cierto que la teología es una ciencia propia de los clérigos, pero no exclusiva de ellos.

 Los laicos necesitan hoy una cultura teológica tanto más importante cuanto mayor sea la influencia cultural que hayan de ejercer sobre la sociedad. Una buena teología no es hoy posible, a la vez, sin una sana filosofía. La filosofía es la cumbre del saber humano y a su vez fundamento negativo –preambula fidei– del saber divino. En la razón, y la filosofía es el más alto cultivo de la razón, se inserta el saber teológico. Si la filosofía es mala o deficiente, también ha de ser mala o deficiente la teolo­gía. Si la filosofía es sana, todos los saberes inferiores se rectifican y se orientan hacia la plenitud de la sabiduría humana que la filosofía proporciona en la Metafísica. Todo el saber humano se orienta a la Metafísica. Y la Metafísica es la ciencia del “ser”. Y el “ser” culmina en el “acto de existir”, el cual, a su vez, termina en la plenitud de Existir que sólo se da en el Ser Subsistente que existe por sí mismo, o que es la Existencia subsistente.

Para ser digna del hombre, la cultura exige que todos los saberes inferiores estén orientados hacia una buena filosofía; la filosofía culmina en la metafísica, la cual, a su vez, nos lleva a Dios, y a Dios le conocemos en sus misterios íntimos por la teología.

Todo esto va implícito en el Vaticano II cuando dice: “Los fieles deben conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la alabanza de Dios. Deben también ayudarse entre sí a crecer en santidad a través de las actividades, incluso de las profanas, de tal manera que el mundo se impregne del Espíritu de Cristo y consiga más eficazmente su fin en la justicia, en el amor y en la paz. En la realización de esta universal tarea, los laicos ocupan el puesto principal. Gracias a su competencia en materias profanas y a su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, deben pues, dedicarse con empeño a que los bienes creados por el trabajo humano, por la técnica y por la civilización se desarrollen según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo al servicio de todos los hombres sin excepción, se distribuyan entre ellos de una manera más adecuada y lleven a su manera al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, por medio de los miembros de la Iglesia, iluminará cada vez más a toda la sociedad humana con su luz salvadora”[48].

En esta enseñanza referente a los laicos del Vaticano II hay elementos que se refieren al punto que comentamos, al de la cultura propiamente dicha, otros que se refieren al anterior de las actividades económicas, y finalmente otros que están incluidos en el próximo punto, en el de las actividades políticas.

Lo mismo acaece en lo que el Vaticano II añade a conti­nuación de lo últimamente citado. Allí dice: “Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes a las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas. De esta manera se prepara mejor el campo del mundo para siembra de la palabra de Dios y al mismo tiempo se abren de par en par las puertas a la Iglesia para que entre en el mundo el mensaje de la paz”[49].

8º Los laicos deben santificar y cristianizar, de modo directo e inmediato, las actividades cívicas y políticas, en el plano edilicio, cívico, nacional e internacional.

No faltan católicos, aún teólogos, que hablan de santificar la vida privada, pero que cuando se trata de la vida pública, sobre todo de la vida pública política, ya creen que éste es un terreno que ha de permanecer neutro y que, por lo tanto, ha de ser excluido de la cristianización. Inconsecuencia y aberración gravísima. Inconsecuencia, porque si se exhorta al cristiano a santificar todas las estructuras humanas, ¿cómo podrían dejar de hacerlo con respecto a las estructuras cívicas y políticas? ¿O acaso éstas no son humanas?

Pensarlo -y no falta quien así lo haga- sería hacer de la actividad política, del Estado, de la autoridad pública, una realidad física, como la del mundo de las piedras. Gravísima aberración. El Es­tado y toda actividad que con él se desarrolle es una actividad eminentemente moral, y en consecuencia humana; porque surge del ordenamiento del hombre en su dimensión más alta, cual es la de adquirir la suficiencia plena que sólo le puede proporcionar la sociedad política.

Por otra parte, y hablando ya de las realizaciones concretas en que se ha de traducir por el tipo de legislación que ha de sustentar, una sociedad política no puede dejar de inspirarse y de moverse sino por un tipo humano de ciudadano, cuya formación, ineludiblemente, se ha de proponer. Porque, con su legislación y con su acervo cultural, la sociedad política encara la creación de un tipo de ciudadano. Históricamente no se conoce ningún estado o sociedad política que no haya contribuido, con todo el peso de su realidad humano-social, a crear un tipo de ciudadano. Este tipo podrá ser de carácter puramente económico, o cultural, o político. Podrá ser un hombre de características liberales, socialistas o comunistas. Podrá ser un hombre-máquina, como parecen intentarlo algunos esbozos de sociedad tecnocrática. En cualquiera de estas hipótesis será un hombre deformado o incompleto. Porque el hombre no podrá ser verdaderamente hombre si no se mueve en su vida privada y pública por el bien humano perfecto y, en la Providencia actual en que ha sido creado, si no se mueve además por el bien humano y cristiano. Luego las sociedades políticas para cristianos se hallan en deficiente situación si no les pueden asegurar esta dimensión de ciudadanos que las constituyen.

De aquí que al laico -del laico católico estamos hablando, porque, en rigor si es laico lo es dentro de la Iglesia frente a los clérigos- le corresponda y le sea imprescindible cumplir y tender a cumplir una vida cívica y política, en el plano en que le toque actuar, plenamente de acuerdo con su profesión de cristiano. La cristianización de la vida cívica implica también el problema de la cristianización del poder o de la autoridad pública. De los gobernantes constituidos en autoridad pública se ha de decir aquello de San Agustín: “En esto sirven al Señor los reyes, en cuanto reyes, cuando hacen aquellas cosas para servirle que no pueden hacer sino los reyes[50]. Pero es claro que un gobernante cristiano, investido de poder, ha de hacer lo más que pueda, dentro de las condiciones concretas en que se encuentra para preparar, como dice el Vaticano II, “simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembre de la palabra divina”[51], y (para que se abran) de par en par a la Iglesia las puertas por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de paz.

Lamentablemente, todavía hay muchos católicos que desconocen que el Concilio Vaticano II, por ejemplo, en toda la Constitución pastoral Gaudium et spes, primero en su Parte I, trata de llevar la Redención obrada por Jesucristo a los amplios campos de la vocación y dignidad del hombre (33-39), e la comunidad humana o sociedad civil (23-32), la actividad humana en el mundo (33-39), todo lo cual es parte de la “Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo” (40-45). Y, también, en su Parte II, busca que la Redención de los hombres por la cruz llegue al matrimonio y a la familia (46-52), a la cultura (53-62), a la vida económica y social de los pueblos (63.72), a la comunidad política (73-76) y a la paz de los pueblos (77-90).

9º Los laicos deben tener como misión directa e inmediata de su estado laical la Consagración del mundo a Jesucristo.

Este punto, que ha de cerrar todo el capítulo, podemos exponerlo transcribiendo palabras exclusivas del Concilio Vaticano II. Dice en efecto la Constitución Dogmática Lumen gentium en un párrafo especial:

[Consagración del mundo]

Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio también por medio de los laicos. Por eso les da vida con su Espíritu y los empuja sin cesar a toda obra buena y perfecta.

A los laicos, en efecto, los une íntimamente a su vida y misión, dándoles también parte de su función sacerdotal para que ofrezcan un culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por eso, lo cual, los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1Pe 2,5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios”[52].

Y para acabar y aclarar la profundidad de esta Consagración del mundo a Dios, nada más oportuno que las palabras del Beato Pablo VI el 18 de agosto de 1965[53]: “El desarrollo de la cultura moderna ha reconocido la legitima y justa distinción de los diversos campos de la actividad humana, dando a cada uno de ellos una relativa autonomía, reclamada por los principios y fines constitutivos de cada campo, de modo que cada ciencia, profesión y arte tiene su relativa independencia que la separa de la esfera propiamente religiosa y le confiere cierto “laicismo” que, bien entendido, el cristiano es el primero en respetar, sin confundir, como se dice, lo sagrado con lo profano. Pero allí donde este campo de actividad se refiere al hombre, considerado en su integridad, es decir, de acuerdo con su fin supremo, todos pueden y deben honrar y ser honrados por la luz religiosa que aclara ese fin supremo y hace posible su obtención. De modo que donde la actividad pasa a ser moral debe referirse al polo central de la vida, que es Dios, y que Cristo nos revela y nos guía para alcanzarlo. Y toda la vida, aun siendo profana, siempre que sea honesta puede ser cristiana. ¿No nos enseña San Pablo a referir todo al Señor: “Sea que comáis, bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”? (1Cor 10,31).

El laicado y un orden público de vida cristiana.

Un mundo que, en su sustancia temporal, es consagrado a Dios por los laicos, es un mundo cristiano, es una “Cristiandad”, es una civilización cristiana. La Iglesia, que no puede renunciar a la tarea de la evangelización de los pueblos, tampoco puede renunciar a su civilización. Porque, como lo ha visto magníficamente y lo ha expresado firmemente San Pío X, el Evangelio civiliza en virtud de su misma e interna estructura. “La Iglesia, dice el gran Pontífice[54], al predicar a Cristo crucificado, escándalo y locura a los ojos del mundo, vino a ser la primera inspiradora y autora de la civilización…”. Y, en efecto, el mensaje evan­gélico es mensaje de amor auténtico entre los hombres; y cuando los hombres se aman como hermanos en Jesucristo han de establecer una convivencia ajustada a la plenitud de las virtudes, vale decir, civilizada. Y si en esa convivencia los hombres se aman en la familia, en la economía, en la cultura, en la filosofía, como hermanos en Jesucristo, esa convivencia civilizada merece el nombre de cristiana. Porque la cristiandad o civilización cristiana no ha sido ni es otra cosa, en sustancia, que la vida temporal y profana vivida en consonancia y armonía con el Evangelio. Y a esta vida invita a los laicos la Constitución dogmática Lumen gentium en el Capitulo IV, consagrada a los laicos.

Allí dice: “A causa del designio mismo de salva­ción, los fieles han de aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que les tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto ninguna actividad humana ni siquiera en los asuntos temporales, puede substraerse a la soberanía de Dios”[55]. Los antiguos decían, “Concordia del sacerdocio y del imperio”, la Constitución “Lumen gentium” dice que en “cualquier cuestión temporal (los laicos) han de guiarse por la conciencia cristiana”[56]. ¿Qué diferencia existe entre uno y otro lenguaje, sino que el primero señala la armonía de los dos principios y poderes supremos de una y otra vida, la sobrenatural y la natural, y el segundo en cambio señala la totalidad de la vida temporal subordinada a la totalidad de la vida sobrenatural? De suerte que si se examinan atentamente uno y otro concepto se llega a la conclusión de que éste último adquiere mayor extensión y amplitud en la formulación nueva. Porque el problema fundamental de una “Cristiandad” descansa en la armonización de todas las actividades humanas entre sí, la cual no puede lograrse sino cuando lo temporal se subor­dina y se sujeta a lo espiritual.

Y la Lumen gentium no sólo habla de “aceptar armónicamente” los derechos y obliga­ciones que corresponden al laico por su pertenencia a la Iglesia con aquellos que le corresponden como miembro de la sociedad humana, sino que insiste en esta armonía de ambos sectores distintos, y así añade: En nuestro tiempo es muy importante que esta distinción, y al mismo tiempo esta armonía, aparezca muy clara en la manera de actuar de los fieles para que la misión de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias especiales del mundo actual. De la misma manera, sin embargo, hay que rechazar con toda razón la funesta doctrina que intenta construir la sociedad sin tener en cuenta en nada la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos”[57].

Si la Iglesia insiste en la distinción de ambas vidas, también recalca su recíproca armonía, la que no puede lo­grarse sino por la subordinación de la temporal a la eterna, de la inferior a la superior, ya que esta última ha de actuar como guía de la primera. Y como si fuera poco, subraya el contexto la necesidad de rechazar todo laicismo y dice: “Porque, así como debe reconocer [el laico] que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, con la misma razón hay que re­chazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca o des­truye la libertad religiosa de los ciudadanos”[58].

Lumen gen­tium no hace sino reflejar en este capítulo de los laicos en la Iglesia, la doctrina tradicional de Inmortale Dei de León XIII sobre relaciones de Iglesia y Estado, la que se funda en la autonomía de ambos poderes y de ambas vidas y en la sub­ordinación, por razón del fin, de lo temporal a lo espiritual. Doctrina que, por muchas sutilezas que excogite la sofistería de los siglos, es tan incólume e inmutable como lo es el del doble destino, terrestre y eterno, de todo hombre y, en consecuencia, el de las dos sociedades en que estos dos destinos se integran armónicamente. Alguien podría argüir que aquí no se habla de una “Cristiandad” cumplida y realizada por la Iglesia sino de una “Cristiandad” cumplida y realizada por los laicos. Pero es fácil contestar que una Cristiandad, cualquiera que ella fuere, si es Cristiandad ha de ser cum­plida y realizada directamente por los laicos que, en cuanto cristianos, han de ordenar a Dios la totalidad de su vida profana y temporal. Porque la Cristiandad consiste precisamente en la vida profana y temporal que se conforma a los dictados y a los fines de la Iglesia. La vida propiamente religiosa, aún de los laicos, no es Cristiandad sino simplemente vida de Iglesia.

Los clérigos trabajan para la Cristiandad y trabajan efi­cazmente, pero no como ejecutores directos, ya que no han de cumplir directamente funciones ni actividades profanas, sino como inspiradores y directores espirituales, ya que han de enseñar cuál es la recta ordenación cristiana de la vida temporal. Por ello, una Cristiandad, una civilización cristia­na, siempre ha de surgir como efecto de las acciones conju­gadas de dos totalidades, de la sociedad temporal y laica, que, como una totalidad relativa se armoniza con la otra totalidad más amplia, pero también relativa de la sociedad eclesiástica. Dos totalidades distintas y armonizadas por su fin, como expresa el Vaticano II, enfocando el asunto, en las dos series de acciones o de dimensiones que la pertenencia a estas dos totalidades crea en el laico católico. Porque, al actuar como católico en las actividades temporales, el laico lleva el peso y el compromiso de la plenitud de la Iglesia. No puede ac­tuar de cualquier manera sino que ha de hacerlo guardando la fidelidad a la Iglesia y a Cristo en el desarrollo de sus acti­vidades temporales. Sólo esta fidelidad ofrece garantías de que su actuación en el plano temporal ha de ser, como co­rresponde, una consagración del mundo a Cristo.

El fiel laico cristiano siempre será un hombre de dos Reinos.


[1] Tomado en partes del Directorio de Espiritualidad del IVE., 31-38. Cfr. Julio Meinvielle, La Iglesia y el mundo moderno, Ed. Theoria Buenos Aires 1966, 34-63.

[2] Juan Pablo II, Christifidelis laici, 9.

[3] Cf. Jn 10, 10.

[4] San Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38, 154 ss.

[5] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 12, Ed. BAC. Madrid 2004, p. 45.

[6] Código de Derecho Canónico, can. 204, § 1.

[7] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 35, o.c., p. 101.

[8] Cf. He 2, 17-18; Ap 19,10.

[9] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 35.

[10] Juan Pablo II, Christifidelis laici,14.

[11] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 34, o. c., p. 99.101.

[12] Cf. Ro 8,29.

[13] Cf. Flp 3,10.

[14] Cf. Flp 3,21.

[15] Cf. Jn 17,11.

[16] Cf. Jn 17,14-16.

[17] Beato Isaac de Stella, Sermón 11, ML 194, 1728.

[18] San Juan de Ávila, Tratado sobre el sacerdocio, 12, Obras Completas, T. III, BAC, Madrid 1970, p. 504.

[19] San Gregorio de Nacianzo, Ep. 101; MG 37,181. AG 3, nota 15: “Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumi­do por Cristo: cfr. S. Atanasio, Ep. ad Epicte­tum, 7; MG 26,1060; S. Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9; MG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3; ML 8,1101; S. Basilio, Ep. 261,2; MG 32,969; S. Gregorio Niceno, Antirrethicus, Adv. Apollim. 17: MG 45,1156; S. Ambrosio, Ep. 48,5: ML 16,1153; S. Agustín, In Io. Ev. Tract. 23,6: ML 35,1585; CChr. 36,236; además, manifies­ta de esta manera que el Espíritu Santo no nos redimió porque no se encarnó: De agone Chr. 22,24: ML 40,3026; S. Cirilo Alej., Adv. Nestor. I,1: MG 76,20; S. Fulgencio, Ep. 17,3.5: ML 65,454; Ad Trasimundum III,21: ML 65,284: De tristitia et timore“.

[20] Cf.  Puebla, nnº 400.469; Cfr. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla. Comunión y participación, BAC Madrid 1982, p. 497: «…permanece válido, en el orden pastoral, el principio formulado por San Ireneo: “lo que no es asumido no es redimido”»; «Nuevamente la Iglesia se enfrenta con el problema: lo que no asume en Cristo, no es redimido y se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja», p. 508.

[21] Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Zimbabwe, (02/07/1988), 7; OR (21/08/1988), p. 10.

[22] Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Zimbabwe, (02/07/1988), 7; OR (21/08/1988), p. 10.

[23] Ver Yves M. -J. Congar, Jalons pour une théologie du laicat, pág. 378 y sig.

[24] Charles Journet, L’Eglise du Verbe Incarné, Ed. Desclée de Brouwer, II, pág. 999-1000.

[25] Journet, ibid., pág. 1009.

[26] Las citas son del Código anterior ya que el actual todavía no se conocía.

[27] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 31, o.c., p. 93.95.

[28] CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 14, o. c., p. 225.

[29] CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 14, o. c., pp. 225.227.

[30] S. Th., III, q. 82, a. 6.

[31] Sobre todo esto, CONGAR, Jalons…, pág. 121.269 y sig.

[32] SANTO TOMÁS, Suma Th., I-II, q. 9, a. 4.

[33] Mt 6,33.

[34] Ver Pío XII citado por CONGAR, Jalons…, pág. 540.

[35] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 33, o. c., p. 97.

[36] Flp 4,2.

[37] Cfr. Pío XI, enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931), p. 221s; Pío XII, aloc. De quelle consolation, 14 de octubre de 1951: AAS 43 (1951), p. 790s.

[38] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 33, o. c., p. 97-99.

[39] Cfr. Pío XII, aloc. Six ans se sont écoulés, 5 de octubre de 1957: AAS 49 (1957), p. 927.

[40] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 33, o. c., p. 99.

[41] Los laicos en la crisis del mundo moderno, L’ Osservatore Romano, edic. esp., 17-X-57.

[42] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 33, o. c., p. 98.

[43] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 31, o. c., pp. 95.

[44] Ef 5,32.

[45] Tract. 51 in Ioannem, cit. por CONGAR, Jalons, pág. 262

[46] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 35, o. c., pp. 101.103.

[47] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 35, o. c., p. 101.

[48] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, 36, o. c., p. 105.

[49] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, 36, o. c., p. 105.

[50] Carta 185, nº 19.

[51] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, 36, o. c., p. 104.

[52] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, 34, o. c., pp. 99-101.

[53] Autenticidad de la vida cristiana, L’ Osservatore Romano, edic. esp., 31-VIII-65.

[54] San Pío X, Encíclica Il fermo proposito, 11 de junio de 1905.

[55] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 36, o. c., p. 104.

[56] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 36, o. c., p. 104.

[57] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 36, o. c., p. 104.

[58] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, 36, o. c., p. 105.107.