De la negación de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo se siguen cuatro consecuencias principales de mortíferos efectos.
1. En lo que hace a la identidad del cristianismo
Negar la divinidad del Hijo, lleva a la negación del misterio augusto de la Santísima Trinidad. Y destruidos los misterios trinitario y cristológico se destruye el corazón del cristianismo, porque esos dos misterios –tan íntimamente unidos que el error en uno repercute necesaria y fatalmente en el otro– son la clave de bóveda, la piedra de toque de la fe católica, aquello que la constituye y distingue de toda y de cualquier otra creencia.
La no afirmación de la divinidad de Cristo haría de la Iglesia Católica una secta judaizante más, al modo que denunciaba San Pablo sobre los judaizantes de su tiempo, que hacían vana la cruz de Cristo (cf. Gal 2-4. 5-6; Ro 1-3. 7. 9-11; Heb 7-8, especialmente 8,8-13). Semejante posición allanaría el camino para una espúrea unión con otras religiones (sobre todo el judaísmo y eventualmente, el islamismo. Sería el triunfo de un falso diálogo interreligioso: lograr la unidad a costa de la verdad sobre Cristo, lo cual es opuesto al espíritu y a la letra de los documentos recientes de la Iglesia, donde se afirma que el diálogo interreligioso tiene su lugar en cuanto es parte de la misión evangelizadora de la Iglesia que es llevar a todos los hombres a Cristo, suma Verdad[1]. Más aún, sería un triunfo masónico que busca no sólo la convergencia sinárquica de poderes concretos, sino algo más profundo y más grave: la pretensión teológica de dar por abolidos el misterio de la Santísima Trinidad y el misterio del Verbo Encarnado.
2. En lo que hace a la soteriología
Si Jesucristo no fuese Dios, o si el que murió en la Cruz fue sólo una persona humana, aunque toda llena de Dios, entonces no estaríamos redimidos, todavía permaneceríamos en nuestros pecados y seríamos candidatos al infierno. Nadie habría pagado la ofensa infinita hecha a Dios por nuestros pecados, nadie habría cancelado nuestra deuda, ni la hubiera suprimido clavándola en la cruz (cf. Col 2,14); el sacrificio de Cristo hubiera sido meramente un sacrificio humano, y como Dios quiere una reparación en estricta justicia, si Cristo no fuese Dios su muerte habría sido totalmente inútil para nuestra salvación. A lo más, hubiera servido de ejemplo, uno de tantos, de lo que el hombre debe hacer para salvarse a sí mismo, sin recurrir a Cristo que ya no estaría arriba y afuera del hombre y, por tanto, no podría elevar a éste. Y así, inexorablemente, se caería en las utopías de auto–redención tan caras a los gnósticos y pelagianos de todos los tiempos, entre los que debemos señalar al marxismo y al progresismo cristiano con su exaltación del hombre por el hombre a costa de los derechos imprescriptibles e inalienables de Dios.
Si Cristo no fuese Dios sería mentira que sólo en Él se encuentra la salvación. Sería falso lo qué enseña San Pedro: «En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hech 4,12).
3. En lo que hace a la Iglesia Católica
Más aún, si Cristo no fuese Dios, la Iglesia no sería «el Sacramento universal de salvación», como enseña repetidas veces el Concilio Vaticano II[2], contradistinguida del mundo, encargada de continuar la obra salvífica de Cristo y Única arca de salvación para los hombres (cf. Dz 1717). Si Cristo no fuese el único Salvador, no habría razón para que existiese una Iglesia, única verdadera. Habría miles, con lo que se atomizaría y volatilizaría la sustancia del dogma, de la moral, de la liturgia y de la pastoral cristianas[3]. Miles de agrupaciones, organizaciones, denominaciones, congregaciones, confesiones, asociaciones y cosmovisiones descuartizarían la «túnica inconsútil» de Cristo en miles de grupos y grupúsculos que no gozarían de la promesa de la infalibilidad, ni de la indefectibilidad.
Si Cristo no fuese Dios la Iglesia Católica no sería divina y, por tanto, desaparecerían las vocaciones sacerdotales. Porque ¿quién se animaría a jugar su vida el ciento por uno?, y ¿por qué perseverar en la vocación sacerdotal o religiosa, si Cristo no fuese el «Sí» de Dios (2Cor 1,19) sino el «sí» y «no»? Disminuirían asimismo las conversiones y se perdería todo fervor: ¿para qué dejar lo que tengo y lo que hago por algo que no sé si es mejor?, ¿por qué mortificarme y crucificarme para el mundo si el que me lo exige es un mero hombre?; y, finalmente, se debilitaría el ímpetu misional: ¿por un grupo de hombres dejar la propia patria ir a lugares desconocidos donde hay otras lenguas, otras costumbres, otras creencias?; si todos se auto–salvan en este supermercado del relativismo masónico, ¿para qué tantos sacrificios? Notemos que las vocaciones, las conversiones y las misiones son los signos más claros de la vitalidad –o no– de la Iglesia peregrinante.
Si Cristo no fuese Dios, caerían uno por uno, como hojas de otoño todos y cada uno de los dogmas de la fe. Si Cristo no fuese Dios, la Santísima Virgen María no sería Madre de Dios. «Quien se limita a considerar al Logos como una criatura, verá en las Escrituras solamente un producto de los hombres y de los tiempos, y no se preocupará de la inspiración de las Escrituras sino que las juzgará desde un punto de vista meramente científico. Quien considera al Logos únicamente como criatura, en el Logos eucarístico verá solamente un pan santo y no el Dios–Hombre, que allí está verdadera, real y sustancialmente. Quien considera al Logos únicamente como una criatura, en el Cuerpo místico de Cristo, en la Iglesia verá solamente un edificio sociológico que, por supuesto, persigue solamente fines sociológicos», sostiene Mons. Rudolf Graber[4].
4. En lo que hace a la realidad temporal
Tanto el dogma como la herejía inciden sobre el orden temporal de los hombres y de los pueblos, lo cual puede verse desde la política hasta el arte.
Así como antaño el arrianismo –negador de la divinidad de Jesús– tuvo muchos seguidores que se sintieron atraídos por esa doctrina monarquianista (en Dios hay una sola persona) porque ofrecía fundamento teológico a su idea de unidad absoluta para el Estado monárquico y de omnipotencia para los Emperadores de turno[5], así ahora los neoarrianos, con otras miras, luchan para que Cristo no reine sobre nuestra sociedad; por eso jamás hablan de la necesidad del Reinado Social de Cristo Rey.
Jesucristo enseñó claramente la distinción de lo espiritual y lo temporal, de lo sobrenatural y lo político, y su mutua irreductibilidad, pero: «Si Jesucristo no era Dios se dará… una confusión de lo espiritual con lo político y, al mayor abundamiento, con lo político aberrante. No será el fundador de otro Reino, el Reino de los Cielos…, su mesianismo no será espiritual sino temporal… Si la divinidad de Cristo no es real, si ella se identifica con aquello que podríamos llamar el estilo trascendente de su humanidad, entonces el mesianismo político más quimérico –dice el P. Th. Calmel O. P.–, el más inextricablemente mezclado en sueños orgullosos…, el mesianismo judeo–masónico y comunista, se encontrará pronto legitimado o en vías de serlo»[6].
Si Jesucristo no fuese Dios, la Iglesia dejaría de ocuparse primeramente del «más allá», de la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre; fatalmente, entonces, su preocupación primera y esencial sería el «más acá», los problemas temporales, la liberación política, económica y social. El trascendente Reino de Dios se vería reducido al inmanente Reino del hombre; desapareciendo el primero, tan sólo quedaría al hombre luchar por el segundo, por buscar el Paraíso en la Tierra; la Tierra se convertiría en un Infierno como vemos por la experiencia.
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La negación frontal de la divinidad de Jesucristo será la obra cumbre del Anticristo «que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo» (2Tes 2,4), pero a quien el Señor Jesús destruirá como a un castillo de naipes «con el aliento de su boca… con la manifestación de su venida» (2Tes 2,8).
El mundo se seguirá debatiendo en una espantosa agonía mientras no reconozca y confiese públicamente la divinidad de Jesús diciendo: «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mt 23,39). El mundo moderno ve cumplirse en Él lo escrito en un crucifijo flamenco de 1632:
«Yo soy la Luz, y no me miráis.
Yo soy el Camino, y no me seguís.
Yo soy la Verdad, y no me creéis.
Yo soy la Vida, y no me buscáis.
Yo soy el Maestro, y no me escucháis.
Yo soy el Señor, y no me obedecéis.
Yo soy vuestro Dios, y no me rezáis.
Yo soy vuestro mejor Amigo, y no me amáis.
Si sois infelices, no me culpéis».
O como dice San Ambrosio:
«Cristo es todo para nosotros:
si deseas medicar tus heridas, Él es médico,
si ardes de fiebre, Él es la fuente restauradora,
si eres oprimido por la culpa, Él es la justicia,
si tienes necesidad de ayuda, Él es la fuerza,
si temes la muerte, Él es la vida,
si deseas el cielo, Él es la vía,
si huyes de las tinieblas, Él es la luz,
si buscas alimento, Él es nutrimento»[7].
Nuestra conclusión no puede ser más firme, ni más clara: Jesucristo Nuestro Señor es Hijo de Dios por naturaleza, tan Dios como el Padre y como el Espíritu Santo, por poseer la mima sustancia –numéricamente una– por ser homooúsios tõ Patri o consubstantialis Patri.
Cristo Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecha hombre, a quien han seguido los santos de todos los tiempos y a quien queremos seguir también nosotros porque es el Único que «tiene palabras de Vida Eterna» (Jn 6,64).
[1] Cfr. Concilio Vaticano II, Nostra aetate, 2-4; Juan Pablo II, Redemptoris missio, 55-57; Congr. para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus del 6 de agosto de 2000, VI, 20-22; etc.
[2] Cfr. Lumen Gentium 1,2; 48,2; 59,1; Gaudium et Spes 45,1; Ad Gentes 1,1; 5,1.
[3] Cfr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus del 6 de agosto de 2000, cap. VI.
[4] Cf. Revista Mikael, n. 13, p. 107.
[5] Ibídem, p. 102.
[6] «La divinité de Jésus–Christ. Lettre ouverte au P. Cardonnel O.P.», en Itineraires, n. 137, nov. 1969, p 197–198.
[7] La Virginidad, 16.