Santa Misa

Participación de los laicos en la santa Misa – Subsidio III

La fecundidad del Bautismo.

Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo.

«Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (…). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (…)» (1 Pe 2,4-5.9).

He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: «David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto “Cristo” viene de “crisma”). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (…). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad»[1].

«Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II[2], ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—, el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido para hacer de todos nosotros “un reino de sacerdotes”. El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión»[3].

«Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de Cristo[4]»[5].

  1. Sacerdote.

«Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Ro 12,1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo[6]»[7].

Somos Cristo por el Bautismo, y en esto se fundamenta toda vocación, sobre todo la vocación laical, pero es nuestra tarea serlo en plenitud, muriendo y viviendo, como dice San Pablo: haced de cuenta que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11), y como dice San Pe­dro: Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia… (1Pe 2,24). «Sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo, es posible delinear la figura del fiel laico»[8].

El sacerdocio lo ejercen en la Santa Misa, especialmente, en la oblación u ofrecimiento de la Víctima, de sus sacrificios espirituales y el de los hermanos y hombres y mujeres de buena voluntad, y en la Comunión, estás dos participaciones llama el Concilio Vaticano II, más perfectas.

Donde más refulge el sacerdocio bautismal es en el sacramento del Matrimonio ya que allí los dos cónyuges son los ministros del sacramento.

Asimismo deben interceder por vivos y muertos. Toda Misa y toda la Misa es oración latréutica y eucarística, y, también, es oración de propiciación y, también, es oración de intercesión, por la que se pide en favor de alguien.

Así tenemos la Conmemoración de los vivos donde rezamos a los miembros de la Iglesia celestial: la Santísima Trinidad, Jesucristo, la Virgen, San José, los Apóstoles, los ángeles y todos los santos.

La Conmemoración de los difuntos donde rezamos por los fieles que están purificándose de alguna pena merecida por los pecados ya perdonados; son las benditas almas del Purgatorio.

Así como la Conmemoración por los vivos donde rezamos por la Iglesia peregrinante, por todos los hombres y mujeres que viven en este mundo, ya que todos son miembros de Cristo, sea en acto -de hecho-, sea en potencia -como posibilidad-.

Cuentan que a San Agustín le preguntó uno: “¿Cuánto rezarán por mí cuando yo me haya muerto?”, y él le respondió: “Eso depende de cuánto rezas tú por los difuntos. Porque el Evangelio dice que la medida que cada uno emplea para dar a los demás, esa medida se empleará para darle a él”. La Beata Ana María Taigi asistió al funeral del cardenal Doria y el Señor le hizo entender que los cientos de Misas que el purpurado había dejado encargadas no le servirían a él sino a los pobres, porque durante su vida no había rezado por las almas del purgatorio.

Esto también nos podría suceder a nosotros, si en vida no nos preocupamos por las almas del purgatorio. Al fin de cuentas, Dios es el que distribuye los sufragios ofrecidos por nosotros y no basta con dejar dinero para Misas. Más vale participar una Santa Misa en vida que cien después muertos.

La Iglesia Católica siempre tuvo muy en cuenta a los fieles difuntos, porque son miembros suyos muy queridos:

-no pueden pecar;

-ya se salvaron;

-están camino al cielo, por eso el sacrificio de la Misa les puede aprovechar, análogamente, como a los vivos;

-estamos unidos en caridad con ellos;

-interceden por nosotros;

-sufragamos (ofrecemos) por ellos;

-les aprovecha como lucro o ganancia en cuanto en su vida terrenal lo ofrecieron por sí mismas (cuando dispusieron en vida por legado o pía fundación se le aplicaran misas después de su muerte); etc.

De ahí, que la Conmemoración de los difuntos en la Misa, no sea, como algunos piensan, motivo de tristeza, sino más bien de alegría.

La Iglesia les da tanta importancia a estos queridos difuntos, que absolutamente se los recuerda en todas las Misas, que en el Misal Romano nos encontramos con 8 (ocho) formularios de Misas especiales para ellos, con 5 (cinco) prefacios a elección, 16 oraciones por ellos a elección, se les dedica un día, el 2 de noviembre, para su Conmemoración, en la que los sacerdotes pueden celebrar tres Misas (como en Navidad), se reza por ellos al final de los tres Angelus diarios, todos los días en Vísperas se reza por ellos, es costumbre de rezar el Requiem al pasar por un cementerio y, también, cuando es llevado un difunto[9]. ¿Por qué tanta devoción por los difuntos? Porque es «conforme a la tradición de los Apóstoles»[10].

Que la Misa es un sacrificio propiciatorio surge de la misma fórmula consagratoria de todas las Misas: «…éste es el cáliz de mi Sangre…que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados» y si en el Antiguo Testamento se enseña: «El noble Judas…mandó hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble» (2 Mac 12,42-43), ¡Cuánto más lo será el sacrificio del Nuevo Testamento! En su celebración «se ruega por los demás [vivos y difuntos] sería en vano si no le aprovechase», enseña Santo Tomás[11].

Así lo declaró el Concilio de Trento como dogma de fe definida: «Dz 1753 Can. 3. Si alguno dijere que el sacrifico de la misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades: sea anatema [cf. * 1743[12].

Que la Misa perdone los pecados de los difuntos, en cuanto a la pena, es una de las pruebas de que no sólo la Misa es un sacrificio latréutico y eucarístico, sino que, también, es propiciatorio.  Los perdona mediatamente en cuanto aplaca a Dios e impetra de Él la gracia y la misericordia, y el don de la penitencia.

  1. Profeta.

«La participación en el oficio profético de Cristo, «que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra»[13], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran Profeta» (Lc 7,16), y constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo Resucitado, los fieles laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia, que «no puede equivocarse cuando cree»[14], cuanto de la gracia de la palabra (cf. He 2,17-18; Ap 19,10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular[15]»[16].

  1. Rey.

«Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Ro 6,12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25,40).

Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12,32; 1 Co 15,28)».

La vida del señorío o reyecía, connota una cierta razón de dominio:

a) Señorío sobre sí mismo;

b) Señorío sobre los hombres;

c) Señorío sobre el mundo, de dos maneras: -Una, colabo­rando con el mundo de la crea­ción por el trabajo y el mundo de la redención por el apostola­do.-Otra, rechazando el mundo, ya sea por lealtad al mundo mismo que debe ser tenido como medio y no como fin, ya sea por lealtad hacia Dios, resistien­do a las concupis­cencias, tentaciones y pecados del mun­do.

d) Señorío sobre el demonio.

Enseña San Juan Pablo Magno: «La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 Pe 2,9). Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en la comunión y para acrecentar esta comunión. Escribía San Agustín: «Así como llamamos a todos cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote[17]»[18].


[1] San Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38, 154 s.

[2] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

[3] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70 (1978) 946.

[4] Cf. La presentación que se hace de este magisterio en el Instrumentum laboris, “Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II”, 25.

[5] Exhortación apostólica Christifidelis laici, 14.

[6] Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.

[7] Exhortación apostólica Christifidelis laici, 14.

[8] Exhortación apostólica Christifidelis laici, 9.

[9] Eva Lavalliere, nació como Eugenia Fenoglio, en Tulón, Francia, el 1 de abril de 1866. Fue una famosa actriz francesa. Hizo pacto de sangre con el diablo para permanecer hermosa y luego lo increpó porque se veía envejecer. El diablo le dijo que había fuerzas ponderosas que la protegían y: «No te hagas la señal de la cruz cuando veas pasar un difunto». Cosa que ella no hizo porque se lo habían enseñado desde niña (Vida de Eva Lavalliere, Ed. Difusión Buenos Aires). Llevaba también una medalla de la Virgen. Luego se convirtió y entró en la vida religiosa como trinitaria francesa. Murió en Túnez el 10 de julio de 1929, a la edad de 63 años. Sobre su sepultura en una simple cruz hizo colocar la siguiente inscripción: «Tengo sed de llegar al Cielo y ver a Jesús». La ex mujer de mala vida fue declarada Sierva de Dios por Juan Pablo II en 1996 (Según www.Monastero S. Maria del Monte Carmelo. Concenedo di Barzio. C.F. 92008630136).

[10] Concilio de Trento, Ses. XXII, cap. II, Dz. 1743. Se cuenta que la Beata Madre Teresa de Calcuta no quería que le sacasen fotos, pero viendo que era casi imposible hizo un trato con Nuestro Señor, ella dejaría que le sacasen todas las fotos que quisiesen, pero por cada foto debería salir un alma del Purgatorio.

[11] S. Th., q. 79, a. 7, sed contra.

[12] El sacrificio propiciatorio se ofrece por la remisión o perdón de los pecados (considerados como reato [=Obligación que queda a la pena correspondiente al pecado, aun después de perdonado] sea de la culpa o sea de la pena), de las penas y de las satisfacciones. De los pecados se entiende tanto mortales como veniales; por penas, las penas temporales a descontarse después del perdón de la culpa (no de la pena eterna); por satisfacciones, las obras penitenciales por las que los buenos pueden en esta vida descontar dichas penas. Y por «otras necesidades» son las necesidades de los dones sobrenaturales y naturales.

[13] Ibid., 35.

[14] Ibid., 12.

[15] Ibid., 35.

[16] Exhortación apostólica Christifidelis laici, 14.

[17] San Agustín, De civitate Dei, XX, 10: CCL 48, 720.

[18] Exhortación apostólica Christifidelis laici, 14.