Una de las expresiones más hermosas referidas al sacerdocio católico es la de: ¡pecador! Como lo enseñó San Pablo, refiriéndose a todos los cristianos: Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo (Ef 2, 4-5).
De una manera particular, referida a nosotros los sacerdotes, lo dice la Liturgia en el Canon Romano. El sacerdote, golpeándose el pecho, dice: «A nosotros, pecadores, siervos tuyos…».[1]
En la Santa Misa todos, sacerdotes y fieles, reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón a Dios por esos pecados. Luego los sacerdotes nos lavamos las manos y pedimos en una oración a Dios que nos lave de nuestras manchas, de nuestros pecados. ¡Somos pecadores! Hay que tener en cuenta que esa fórmula litúrgica antiquísima: «A nosotros, pecadores, siervos tuyos…», es una fórmula para encomendarse el clero a sí mismo. ¿Por qué en plural? Porque no se refiere solamente al celebrante principal, sino que se refiere a todos los ministros que están ayudando en el altar a los celebrantes. Esa fórmula nunca designa a la comunidad, sino propiamente al sacerdote. Hay que notar que desde muy antiguo la palabra latina «peccator» (pecador), era usada por los sacerdotes católicos para llamarse a sí mismos; de tal manera que muchas veces se añadía a la firma del sacerdote. Por ejemplo, en el siglo VI, en el IV Concilio de París, se lee en las actas: «Germanus peccator…; Lucretius, ac si peccator; Félix, ac si peccator»;[2] etc. Esta fórmula es la que originó esa pequeña cruz que precede el nombre y la firma de los obispos. En los documentos antiguos en griego, se agregaba «ταπεινός», que quiere decir «bajo, humilde, abyecto»; luego esta palabra «ταπεινός» se reduce, a la «τ» inicial, y terminó siendo una cruz.
El verdadero sacerdote tiene clara conciencia de ser ¡pecador!; y esto es así, aunque nunca en su vida hubiese cometido un pecado mortal. Santa Teresita del Niño Jesús, de manera muy hermosa, decía que se consideraba más pecadora que María Magdalena, ¡y eso que ella nunca había cometido un pecado mortal! Y agregaba la razón: «Porque Dios, en su misericordia, me perdonó de manera anticipada todos los pecados en que podría haber caído, no dejándome caer en ellos».
Esa conciencia que debemos tener todos los sacerdotes, brota sobre todo del contacto íntimo con el Señor en la oración. Es la experiencia de San Pedro, cuando se encuentra con Jesús: Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador (Lc 5, 8). Cuando uno considera quién es Dios, cuando uno considera la trascendencia, la majestad, la excelencia, la santidad inefable de Dios, no puede menos que darse cuenta, como lo decía Job, que ni los cielos son puros ante Dios (15, 15).
Este sentido de que somos pecadores se refuerza por la consideración del misterio augusto de la Encarnación del Hijo de Dios. Fue convenientísimo, por razón de nuestros pecados, que el Hijo Único de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hiciese hombre para tomar un cuerpo en las entrañas de la Virgen, y luego llevar ese cuerpo a la cruz, y allí morir por todos nosotros. Es por eso que en el momento de decir: «A nosotros, pecadores, siervos tuyos…», los sacerdotes nos golpeamos el pecho, de manera semejante a como hizo la multitud reunida frente a la cruz del Señor en el Gólgota: Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho (Lc 23, 48).
Me parece que es de mucho provecho para todos los sacerdotes, el considerar esta realidad: ¡somos pecadores! Siempre se debe advertir que, normalmente, nuestro pueblo, el pueblo fiel, el pueblo cristiano -que a veces incluso se da más cuenta que nosotros de lo que es el sacerdote-, con muy poco que haga el sacerdote ya lo considera santo. Decía San José Cafasso: «Para ser sacerdote ejemplar no basta el juicio del mundo. Un sacerdote puede ser reputado como santo y no serlo delante de Dios. Un tercio de las virtudes propias del eclesiástico bastan para que se le considere como santo, pero el Señor no lo reconoce como tal, si no procura con todas sus fuerzas, no sólo huir del pecado mortal, sino también de la falta venial y de la apariencia de culpa».[3] Pero nosotros ni aun haciendo el cien por ciento de lo que deberíamos hacer, nos podemos considerar santos porque sólo es santo el Señor.
Además, por el mismo ministerio sacerdotal los sacerdotes conocemos la gravedad del pecado, como decía el profeta Jeremías: un doble pecado ha cometido mi pueblo: dejar a Dios y cavarse cisternas agrietadas incapaces de contener el agua (2, 13) y por ser ofensa a Dios el pecado debe ser reparado. En este sentido el sacerdote, y todo sacerdote, tiene que ser un reparador. Por eso es que el acto principal del sacerdote es el sacrificio pidiendo por el perdón de los pecados, para sí y para todo el mundo. Como se nos dice en la Carta a los Hebreos: todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados (5, 1). Todavía agrega algo más el autor inspirado: el sacerdote …puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer sacrificios no solamente por los pecados del pueblo, sino también por sus propios pecados (5, 2-3). De allí que se dé una unión indisoluble entre el sacerdote y el sacrificio de la cruz perpetuado en nuestros altares; por eso todo sacerdote debe ser definido como el hombre de la Misa, el hombre de la Eucaristía.
Además, por ser el pecado esa especie de vuelta a las creaturas, el pecado destruye los valores humanos, es la no-verdad, y no retractado, merece castigo; el pecado causa daño a los hombres. De allí la preocupación sacerdotal por la santificación y la salvación de todos los hombres. Por eso el sacerdote también es el hombre de la Palabra, de la Palabra de Dios que salva y que debe predicar, y es el hombre del confesonario.
Hemos de pedir por los sacerdotes que, de una manera misteriosa pero real, fueron llamados por el Señor para seguirlo más de cerca en el sacerdocio ministerial, hemos de pedir por todos los sacerdotes del mundo, para que nunca perdamos de vista esa realidad nuestra de cada uno. ¡Somos pecadores! A tener muy en cuenta esto hoy en día en que de tanto en tanto, salen campañas orquestadas contra el sacerdocio -como hace poco lo ha dicho su Santidad el Papa Juan Pablo II- buscando escandalizar a los fieles y a las Iglesias locales inventando calumnias -como ha ocurrido en la Iglesia en Austria- y causando tanto daño a las almas; porque muchas veces los enemigos de la Iglesia pretenden que los sacerdotes seamos impecables y eso es un gran error, porque los sacerdotes sí tenemos que ser santos, pero como todo hijo de hombre, somos pecadores.
Por eso hay que pedir siempre por nosotros, los sacerdotes, para que siempre crezca en nosotros la conciencia de que somos grandes pecadores. Esa conciencia nos tiene que llevar a gastarnos y a desgastarnos por el bien de las almas,[4] como decía San Pablo. O como decía un autor contemporáneo nuestro, el célebre escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Nosotros, los pecadores, debemos trabajar como si fuéramos santos».[5]
La clara conciencia de que somos pecadores nos debe llevar a ser hombres de la misericordia. Como escribía Marcelo Javier Morsella: «debo tener presente mi condición de pecador para admirarme siempre de nuevo de la Misericordia que me sacó del infierno y me llama de nuevo a su cielo». Por eso, cuando recemos la Plegaria Eucarística primera, al golpearnos el pecho y decir: «nosotros, pecadores, siervos tuyos…», nunca olvidemos lo que continúa: «…que confiamos en tu misericordia…», en esa misericordia infinita de Dios, esa misericordia que es más grande que todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, porque esa misericordia de Dios fue sellada por la sangre de su Hijo Único derramada por todos nosotros en el Calvario, en el Gólgota. Por eso debemos llegar a plasmar en nosotros lo profetizado por San Luis María Grignion de Montfort de los esclavos de la Virgen:
«¿Qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María?
«Serán un fuego abrasador, ministros del Señor que encenderán por todas partes el fuego del amor divino.
«Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos…
«Serán hijos de Leví, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy adheridos a Dios. Llevarán en el corazón el oro del amor, el incienso de la oración en el espíritu, y en el cuerpo, la mirra de la mortificación.
«Serán en todas partes el buen olor de Jesucristo para los pobres y los pequeños…
«Serán nubes tronantes que volarán por los aires al menor soplo del Espíritu Santo. Sin apegarse a nada, ni asombrarse ni inquietarse por nada, derramarán la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna…».[6]
Siempre ofreceremos el sacrificio por nuestros pecados y por los pecados de todos. Como decía hermosamente un autor: un sacerdote está todo el día diciendo al Padre celestial: Kyrie eleison, Señor ten piedad de nosotros; y al mediodía: Kyrie eleison, Señor ten piedad de nosotros; y a la tarde y a la noche: Señor, ten piedad de nosotros. ¿Quiénes son los «nosotros» del Kyrie? Son todos los hombres, nuestros hermanos, incluido el sacerdote. Esa es nuestra función: compadezcámonos de los demás y confiemos siempre de manera ilimitada en la Reina y Madre de Misericordia, en la Virgen María, madre de todos los Sacerdotes.
[1] Misal Romano, Plegaria eucarística I, 56.
[2] Mansi IX, 867-868; cit. Mons. Alessio, Una liturgia para vivir (Buenos Aires 1978) 66.
[3] A. Grazioli, Modelo de Confesores: San José Cafasso (Madrid s/f) 30-31.
[4] Cfr. 2Cor 12, 15.
[5] Gilbert K. Chesterton, La hostería volante, c. VI.
[6] Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 56-57.