tantas vocaciones

¿Por qué tantas vocaciones?

Habitualmente distintas personas, sobre todo del ámbi­to eclesiásti­co, nos preguntan: «¿por qué tienen tantas vocacio­nes?».

En mi respuesta a esa pregunta ha habido una evolu­ción que se podría estructurar en tres etapas.

1. Tres etapas

1ª etapa: ingenua

Me hacían la pregunta, y rápido, «como chan­cho a la batata», respondía lo que a mi parecer era la ocasión de que Dios nos bendijera con tantas vocaciones. Quería, ingenuamente, que todos se aprovecharan de nuestra experiencia y tuviesen las vocaciones que tanta falta hacen. Pero, ante mi sorpresa, lo que obtenía era una suerte de repulsa de parte del interlocutor, que reaccionaba como si uno le quisiese vender un buzón o un tranvía. Prácticamente, sin dejarme terminar, me em­pezaban a enseñar lo que había que hacer para tener vocaciones. Al sentirme como atacado, a modo de defensa preguntaba: ¿Y ustedes cuántas vocaciones tienen? «Ninguna», me solían responder, con rubor en el rostro. Esto me sucedió en Buenos Aires, y algo pareci­do en otras partes.

2ª etapa: menos ingenua

Ante la pregunta del por­qué de las voca­ciones, replicaba, a mi vez, con otra pregunta: «¿Me vas a creer si te lo digo?». Con ella lo único que conseguía era au­mentar la vana curiosi­dad de los interlocuto­res. Fue en Azpei­tía (España); acababa de celebrar y predicar en la misma cámara donde San Ignacio de Loyola se convirtió. Al pasar a la sacristía para sacarme los ornamentos un grupo de Herma­nas, algunas con hábito, otras de civil y peluquería, con mucha gentileza me agra­decie­ron el sermón, nos preguntaron de dónde éramos, cuál era nues­tro caris­ma, cuántas vocaciones teníamos; inmediatamente la pregun­ta consabida: «¿Por qué tienen tantas vocaciones?». Yo, escaldado por las experiencias anteriores, les pregunté tímida­mente: «¿Me van a creer si se los digo?». Todas a coro respondie­ron: «¡Claro!». Les dije, más o menos, así: «Para mí, aun­que a ustedes les parezca mentira, el secreto de tener voca­ciones está en presentar cruda­mente a los jóvenes la cruz de Cristo». Rápida como un rayo se oyó la réplica de una de las de civil y peluque­ría: «También la resu­rrección». ¡No, Hermana, noooo! Con la resu­rrección difícilmente se despierte alguna vocación, porque creen que uno está hacien­do propaganda, al estilo de esas institu­ciones que por televisión hacen jingles: «Si al escuchar esta mú­sica tu corazón late más aprisa, entra en la Escuela de…, ten­drás un gran porvenir…» ¡Nooo, Hermana! ¿Cuántas vocaciones tienen ustedes? «Muy pocas, las jóvenes hoy día…».

3ª etapa: de recelo

Ahora, antes de responder pre­gun­to mucho más, para ver si la respuesta puede ser de provecho, porque muchas veces entre los pobres en vocaciones están quienes se creen ricos o impor­tantes: Soy rico, nada me falta (Ap 3, 17), y caen en el vicio de los ricos y pode­rosos -como Hero­des- que pregun­tan muchas veces de cosas de Dios y quieren que les hablen de ellas:

– «Por curiosidad de saberlo todo;

– y por vanidad de mostrar que saben de todo;

– y por razón de estado de querer servirse de todos».[1]

Aunque a mi modo de ver en la mayoría de los que pregun­tan -más que este vicio de ricos-, hay un gran desconocimiento de la naturaleza de las vocaciones a la vida consagrada, falta de sentido de la realidad ecle­sial, descreimien­to de que Dios suscite voca­ciones a manos llenas, que en el fondo es no darse cuenta de la magni­ficencia de Dios en todas sus obras, de su infinita generosidad y de su delicada providencia.

2. Sobran… faltan…

Y así, por ejemplo, en algunos lados hemos escuchado decir: «aquí sobran vocacio­nes», cuando la proporción de sacerdotes/feligreses en esa Diócesis estaba muy lejos de la proporción que existe, digamos, en la provincia eclesiásti­ca de Cracovia, 1 sacerdote cada 1.100 feligreses; u otros -aparen­temente de la vereda opuesta, pero es la misma-, decir, como le hemos escuchado a un señor Obispo: «Como está visto que en mi Diócesis no hay vocacio­nes sacerdota­les, tenemos planes pastorales para proveernos de ministerios laicales en el futuro». El Papa, en un encuen­tro con un grupo de líderes, di­jo: «en la actualidad están naciendo y flore­ciendo muchas voca­ciones en el seno de los diversos movimientos y asociaciones».[2] Y es dable hacer notar que luego de la Jorna­da Mun­dial de la Juventud en Denver (EE.UU.) del movi­miento Camino neocatecume­nal salieron 1.200 vocacio­nes sacer­do­ta­les que van a estu­diar en semina­rios diocesa­nos y en los Semina­rios «Re­demptoris Mater»,[3] y 1.000 voca­cio­nes feme­ni­nas que entrarán en distintos monas­terios de vida con­tem­pla­ti­va.[4]

Es claro que tanto si «sobran» (?!) vocaciones, como si «no hay» (?!), no se hará nada serio para suscitarlas, para promoverlas, para acompañar­las, para defender las existentes. Mucho menos para alegrarse, evangéli­ca­mente, si otros las tienen. En el primer caso se verá a los que tienen vocaciones como competencia, y, en el otro, se las explicará de cualquier manera, menos como don de Dios: «los asustan con el infierno…», «no respetan la libertad de los jóvenes…», «inventan vocaciones…», «fuerzan las elecciones…», «tienen estruc­turas conservadoras…», «se debe al clima cálido del Semina­rio…», «están atraídos por el magnetismo personal…» de tal superior, pa­ra quien «hay 6 sacra­men­tos y un desliz: el matrimo­nio…», «les lavan la cabeza…» y mil más; pero ellos siguen sin las vocacio­nes que podrían y que debe­rían tener, y un día deberán rendir cuenta de ello ante el tribunal de Dios.

Un gran Obispo americano, muy amigo, me preguntó en una oportu­nidad sobre el porqué de tantas incomprensiones en nuestro propio país, a lo que respondí: «¡Nuestro gran pecado es tener muchas vocacio­nes!». Cada vez que me ve, recuerda -riéndose- la anécdota.

3. La cruz de Cristo

En fin, nos crean o no nos crean, nosotros solemos decirles a los jóvenes que tienen que decidir su problema vocacional o a los que ya lo tienen decidido, que a nuestro modo de ver, la vocación al sacerdo­cio y, en general, a la vida consagrada:

– No es un llamado a pasarla bien, sino a pasarla mal, como enseña el Espíritu Santo: Hijo, si te acercares a servir al Señor Dios, prepara tu alma a la tentación (Sir 2, 1);

– que hay que morir cada día (1Cor 15, 31), o como dice el Kem­pis: «es preciso vivir muriendo»,[5]

– que hay que crucificarse con Cristo (Ga 2, 19),

– que nosotros somos como condenados a muerte (2Cor 4, 11),

– que subir cada día al altar para ofrecer el sacrificio, es subir cada día un poco más al Calvario.

Si un joven o una joven, está dispuesto a ello, puede ser que tenga vocación, y, si ante esto se asusta, es señal de que, probablemente, no tenga vocación. El que tiene verdadera vocación está dispuesto a hacer cosas grandes, heroicas, incluso épicas por Cristo y su Iglesia.

Y a los jóvenes que quieren entrar en alguna de nuestras Congrega­ciones -en formación- sólo les ofrezco y prometo: «pobreza y persecu­ción», que es lo que siempre pedí a Dios para nosotros. Y no piense mundanamente nadie que pedir estas cosas es algo negativo, es lo más positivo, y tal vez lo más hermoso que se puede pedir -aunque rechinen los dientes los que se consideran nuestros enemigos-, porque es pedir poder vivir la octava bienaventuranza que es la confirmación de las siete anterio­res y es pedir aquello más eficaz para convertir nuestro mundo, porque es dar testimonio de que «el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas».[6]

Como es trágicamente cierto que los hijos de las tinieblas son más hábiles que los hijos de la luz (Lc 16, 8), esto también se percibe en este tema de las vocaciones. En el mundo si un empresario ve que la empresa de su competidor va mejor que la suya, busca descubrir el secreto del éxito de la empresa que prospera, si se contentase tan sólo con calumniar al que le va bien no por eso su empresa mejoraría. Y si esas leyes econó­mi­cas, aun en un nivel terrestre, son inexorables, ¡cuánto más lo serán las divinas, ya que de Dios nadie se burla! (Ga 6, 7).

Por todo eso, para mí, la razón última de las vocaciones numerosas se encuentra en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. De hecho la cruz es la que atrae vocaciones verdaderas. Nos parece que puede legítimamente aplicarse, en parte, al llamado vocacional lo que dijera nuestro Señor: Cuando sea elevado a lo alto atraeré a todos hacia mí (Jn 12, 32).

Alguien podría decir: «Nosotros también creemos en la cruz, ¡y no tenemos las vocaciones que necesitamos!», ciertamente no se trata de la cruz como considerada en abstracto, sino la cruz de Cristo, en concreto, presentada, vivida y percibida por los demás, como «el camino real», el camino de reyes, el camino para los que quieran reinar con Cristo.[7]

¿Qué queremos decir con la cruz de Cristo?

En primer lugar, quere­mos indicar la cruz que coronaba el Gólgota y en la que Él murió, como fuente inexhausta de todas las vocaciones a la vida consagra­da de todos los siglos, como fuente primaria y fecundísima de todas las vocacio­nes que han existido, existen y existirán. Esa cruz de Cristo, con todo lo que en ella hizo y padeció, está en el comienzo, desarrollo y perseverancia final de toda vocación consagrada. Que muchos consagrados tengan miedo a la cruz de Cristo es señal, más que elocuente, de la deca­dencia de la vida consagrada y del porqué de la falta de vocaciones en muchas comunidades.

En segundo lugar, con «la cruz de Cristo» queremos indicar la que Él preparó para cada uno de nosotros en su cruz, co­mo muy bien dice San Luis María Grig­nion de Mon­tfort:

– «La que cada uno debe cargar con alegría, con entusiasmo y con valentía;

– «la cruz que mi Sabiduría le fabricó con número, peso y me­dida;

– «la cruz cuyas dimensiones: espesor, longitud, anchura y profun­didad, tracé por mi propia mano con extraordinaria perfección;

– «la cruz que le he fabricado con un trozo de la que llevé al Calva­rio, como fruto del amor infinito que le tengo;

– «la cruz que es el mayor regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo;

– «la cruz constituida, en cuanto a su espesor por la pérdida de bienes, las humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades espi­rituales que, por permisión mía, le sobrevendrán día a día hasta la muer­te;

– «la cruz, constituida, en cuanto a su longitud, por una serie de meses o días en que se verá abrumado de calamidades, postrado en el lecho, reducido a mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, aban­donos y otras congojas espirituales;

– «la cruz, constituida, en cuanto a su anchura, por las circunstancias más duras y amargas de parte de sus amigos, servidores y familiares;

– «la cruz, constituida, por último, en cuanto a su profundidad, por las aflicciones más ocultas con que le atormentaré, sin que pueda hallar con­suelo en las creaturas. Estas, por orden mía, le volverán las espaldas y se unirán a mí para hacerle sufrir».[8]

Hay enemigos de la cruz

Ahora bien, de esa cruz no hay que ser enemigos: Hoy muchos se portan como enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18).

Nos hacemos enemigos de la cruz de Cristo de varias maneras:

– rechazándola: El que no tome su cruz y me siga no es digno de mí (Mt 10, 38), …no puede ser mi discípulo (Lc 14, 27);

– vaciándola: algunos quieren vaciar la cruz de Cristo (1Cor 1, 17);

– rebajándola: Baja de la cruz que creeremos en ti (Mt 27, 42; Mc 15, 32);

– evitándola: quieren evitar ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo (Ga 6, 12);

– recortán­dola: al no predicar entero el Evangelio: Si aún predico la circuncisión se acabó el escándalo de la cruz (Ga 5, 11).

Pero no basta con no ser enemigos, hay que amar la cruz como nos lo enseña la Biblia:

– Lo enseñó Jesús: …niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme (Mt 16, 24-27);[9]

– lo vivieron los Apósto­les: Yo estoy crucifi­ca­do con Cristo (Ga 2, 19); los que pertene­cen a Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y malos deseos (Ga 5, 24); comple­tando en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo (Col 1, 24);

– lo vivieron los santos que llevaron en sus cuerpos los sufrimientos de Jesús (2Cor 11, 30), porque nuestro hombre viejo fue crucificado juntamente con Él (Ro 6, 6);

– y es lo que debemos saber: pues no debemos querer saber nada fuera de Jesucristo y Jesucristo crucificado (1Cor 2, 2). La doctrina de la cruz es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan (1Cor 1, 8). Es en definitiva amar la sabidu­ría de la cruz que es escándalo para los judíos y locura para los griegos (1Cor 1, 23), ya que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hom­bres (1Cor 1, 25).

La cruz vivida

Esa cruz debe desplegarse en la vida del joven que quiere consagrarse al Señor; así, por ejemplo:

– Hay que exigirle al máximo en su forma­ción doctrinal, de modo tal, que no tenga miedo a la confronta­ción con la cultura moderna. No contentarse con una cantidad de ideas agarradas con alfile­res en la cabe­za, sino verdades de a puño, por las que se vive y por las que se es capaz de dar la vida si fuese necesario;

– hay que exigirle una vida de auténtica disciplina, asumida personalmente como un valor propio, capaz de rehuir del capricho subjetivo, del adocenarse burgués, de la miserable y habitual pérdida de tiempo. De manera especial, llama la atención de los jóvenes el encon­trar­se con almas consa­gradas no secularizadas ni en su pensar, ni en su decir, ni en su proceder, ni en su vestir;[10]

– hay que enseñarle que el auténtico apostola­do es cruz, y no un pic-nic superficial. Y que allí donde más difícil es el aposto­lado, tal vez el Señor tenga dispuesto que salgan las más bellas flores y los frutos más espléndidos, y que si estos no llegan a salir, nunca será estéril el sacrificio hecho por Él, que florecerá y fructificará en otro lado. Aquí es donde hay que decir que hay que formar jóvenes «que no sean esquivos a la aventura misionera».[11] Si un joven es esquivo a la misión, primero se instalará, luego perderá interés por «las ovejas» que le están encomendadas, finalmente se despreocupará de ellas imponiéndoles ridículos obstáculos burocráticos, contentándose con plañir acerca de la maldad del mundo y lo difícil de los tiempos presentes.

Pero hay más todavía. La cruz de Cristo proyecta, por así decirlo, su sombra, no inconsistente sino substancial. Y esta sombra son dos cosas: amor y alegría.

La alegría de la cruz

La cruz de Cristo es amor: Habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin (Jn 13, 1); tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigé­ni­to (Jn 3, 16); si el grano de trigo que cae en tierra no muere, no lleva fruto (Jn 12, 24); y no hay amor más grande que dar la vida por los ami­gos (Jn 15, 13); Él nos ha dado ejemplo, a Él debemos imitar. Si en nuestras comuni­dades se pusiese en práctica el amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12), ciertamente florece­rían muchas vocaciones. Donde sólo hay gente quejosa, avinagrada, depri­mida, pesimis­ta, ¿qué joven querrá entrar? Donde pareciera que lo más importante es ver televisión y videos, ¿qué joven no se dará cuenta de que esa comunidad está regida por un espíritu mundano? Y ¿a quién puede entusiasmar el espíritu del mundo? Y si a alguien lo entusiasma, es mejor que no quiera consagrarse a Dios.

Por último, la cruz de Cristo es alegría, y si no se vive en la alegría podrá ser cruz, pero no será nunca de Cristo. Esa ha sido la enseñanza constante de los Apóstoles, de los mártires, de los doctores y de los santos de todos los tiempos:

Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Ro 8, 18);

nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores… que la espe­ranza no quedará confundida (Ro 5, 3 ss);

por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable (2Cor 4, 17);

estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribula­ciones (2Cor 7, 4);

tened por sumo gozo el veros rodeados de diversas tribula­ciones (Sant 1, 2);

si sufrimos con Él reinaremos con Él (2Tim 2, 12);

habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padeci­mientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo. Biena­venturados vosotros si por el nombre de Cristo sois ultraja­dos, porque el espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros (1Pe 4, 13-14);

bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con menti­ra digan contra vosotros todo género de mal por mí. Alegraos y regoci­jaos, por­que grande será en los cielos vuestra recompensa, pues así persi­guieron a los profetas que hubo antes de vosotros (Mt 5, 11-12).

El deseo de los santos

La cruz es el deseo de los santos:

– «No está bien que el Amor esté crucificado y que el Amado no se crucifique con el Amor»;

– «Si la cabeza está coronada de espinas, ¿lo serán de rosas los miembros? Si la cabeza está escarnecida y cubierto de lodo el camino del Calvario ¿querrán los miembros vivir perfumados en un trono de gloria?»;[12]

– «Padecer y ser despreciado por vos»;[13]

– «Padecer o morir»;[14]

– «Las horas que paso sin padecer me parecen horas perdi­das, sólo el dolor hace más soportable mi vida» (Santa Margarita María de Alacoque);

– «No morir sino padecer» (Santa María Magdalena de Pazzi);

– «Los que gustan de la cruz de Cristo Nuestro Señor descansan viviendo en estos trabajos, y mueren cuando de ellos huyen o se hallan fuera de ellos»;[15]

– «Por la misericordia de mi amado Dios, no deseo saber otra cosa, ni gustar ninguna consolación fuera de ser crucificado con Jesús» (San Pablo de la Cruz);

– «Los que están poseídos de la pasión por la honra de Cristo y tienen hambre de la salvación de las almas se apresuran a sentarse a la mesa de la santa cruz» (Santa Catalina de Siena);

– «Quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que rique­za, opro­bios con Cristo lleno de ellos que honores, y deseo más ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni pruden­te en este mundo»;[16]

– «Ni Jesús sin la cruz, ni la cruz sin Jesús»;[17]

– «Inmolemos cada día nuestra persona y toda nuestra activi­dad, imitemos la Pasión de Cristo con nuestros propios padecimientos, honre­mos su sangre con nuestra propia sangre, subamos con denuedo a la cruz» (San Gregorio Nacianceno);

– «El sufrimiento no me es desconocido. En él encuentro mi alegría, pues en la cruz se encuentra Jesús y Él es amor. ¿Y qué importa sufrir cuando se ama?»… «¿Qué es el sacrificio, qué es la cruz sino el cielo cuando en ella está Jesucristo?» (Santa Teresa de los Andes);

– «La vida es un Calvario. Conviene subirlo alegremente… La cruz es la bandera de los elegidos. No nos separemos de ella y cantaremos victoria en toda batalla»;[18]

– «Yo quiero padecer y padecer mucho por Ti».[19]

Para mí, si alguien que se quiere consagrar a Dios no en­cuen­tra amor ni alegría en el estudio árido, en la disciplina austera, en la pobreza que aguijonea, en el arduo apostolado y en la difícil misión, no ama la cruz de Cristo y probablemente no tenga vocación.

Si esto no llegase a ser así, aunque pienso que es así, igual siempre será una gracia abrazarse a la cruz de Cristo, ser intrépido en la defensa de la verdad y de la fe, y tener caridad ardiente. Para nosotros las vocaciones siempre son una gracia de Dios, inmerecida por nosotros, ya que Él hace gracia a quien quiere hacer gracia y tiene misericordia de quien quiere tener miseri­cor­dia no está en que uno quiera ni en que uno corra, sino en que Dios tenga misericordia (Ro 9, 15-16).[20] Que si es por gracia, ya no es por obras; que si no, la gracia ya no resulta gracia (Ro 11, 6). Por eso, con toda la humildad de nuestro corazón rezamos por las voca­cio­nes que Dios quiera enviar a todos los buenos seminarios y noviciados del mun­do, ya que si hubiese algo más eficaz por las vocaciones Él lo hubiese enseñado, pero no lo hizo. Por el contrario, enseñó: Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 38).

Por último, quiero dar el testimonio de que las vocacio­nes que Dios nos da, nos las da por medio de la Virgen de Luján, por medio de la Inmacu­lada.


[1] Luis De la Palma, Historia de la Pasión (Madrid 1967) 190.

[2] Juan Pablo II, «Discurso a los líderes de la Renovación carismática del 18 de septiembre de 1993», L’Osservatore Romano 40 (1993) 540.

[3] Estos son 25 seminarios diocesanos misioneros abiertos en diversos países; cfr. Juan Pablo II, «Discurso a un grupo del Camino neocatecumenal», L’Osservatore Romano 3 (1994) 44.

[4] Cfr. Juan Pablo II, «Discurso a un grupo del Camino neocatecumenal», L’Osservatore Romano 3 (1994) 44.

[5] Cfr. Imitación de Cristo, II, 12.

[6] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium», 31.

[7] Cfr. Imitación de Cristo, II, 12.

[8] Carta circular a los amigos de la cruz, 18.

[9] Cfr. Mt 10, 38; Mc 8, 34-38; Lc 9, 23; 17, 33; Jn 12, 25-26.

[10] Cfr. Congregación para el clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 66 y passim.

[11] Santo Toribio de Mogrovejo, en carta a Felipe II poniendo las condiciones que según él, debería reunir el futuro Arzobispo de Lima; entre otras agregaba «y de buen cabalgar». Felipe II lo eligió a él.

[12] San Luis María Grignion de Monfort, Carta circular a los amigos de la cruz, n. 27.

[13] Ms. 12738 fol. 615: Decl. de Francisco de Yepes; cit. Crisógono de Jesús, Vida y Obras de San Juan de la Cruz (Madrid 1978) 290.

[14] Libro de la Vida, 40, 20; cit. Santa Teresa, Obras completas (Madrid 1967) 188.

[15] San Francisco Javier, Carta del 20 de septiembre de 1542, Documento 15, n. 15. Cartas y escritos de San Francisco Javier (Madrid 1979) 91.

[16] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales [167].

[17] San Luis María Grignon de Montfort, El amor de la Sabiduría Eterna, XIV, 1.

[18] Beato Pío de Pietrelcina, Consejos. Exhortaciones (Miami) 10.

[19] Santa Gemma Galgani, Autobiografía, 237; cit. en Cornelio Fabro, Santa Gemma Galgani (Deusto-Bilbao 1997) 105.

[20] Cfr. Ex 33, 19.