Realidad de la Encarnación.
El hecho de la Encarnación del Verbo se conoce por la revelación de Dios y reconocerlo es una gracia de Dios: «no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). «El misterio primero y fundamental de Jesucristo, [es] el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios»[1]. Y «Dios no estuvo nunca tan cerca del hombre –y el hombre nunca estuvo tan cercano a Dios- como precisamente en ese momento: ¡En el instante del misterio de la Encarnación!»[2].
Es un misterio sobrenatural «quoad substantiam» que aún después de revelado -dada la limitación de nuestra inteligencia- deja sus elementos intrínsecos en una zona más allá del horizonte de la mera razón humana.
Dios enseña la Encarnación de su Hijo en distintos pasajes de la Sagrada Escritura. Recordaremos algunos:
- El ángel Gabriel anuncia a José que: «lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20).
- El ángel revela a la Santísima Virgen: «vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo» (Lc 1,31).
- San Juan lo expresa en forma concisa y sublime: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
- El Apóstol San Pablo lo hace diciendo simplemente, con una fuerza y riqueza de contenido enorme, que Cristo Jesús «se anonadó» (Fil 2,7).
- En Heb 1,6: «al introducir a su Primogénito», a lo que explica Santo Tomás «llama a la Encarnación introducción en el mundo»[3].
La Tradición confesó con distintos nombres este augusto misterio: economía (como disposición u ordenación de Dios), suscepción, asunción, inhumación, incorporación, convención, exinanición, unión, anonadamiento, encarnación (sarkosis, de claro origen bíblico y que se impuso en los Símbolos: «se anonadó», o «se encarnó»[4]).
Consideramos que la elocuencia de estos textos es tal y de tal impacto que bastan y sobran para nuestro intento: la Sagrada Escritura y la Tradición enseñan, clara y rotundamente, la Encarnación del Verbo, y el Magisterio de la Iglesia, desde siempre, la confiesa como inmutable dogma de fe. Obligado es recordar cómo San Pedro de Alcántara se arrobaba al preguntarse: « ¿Que encarnó Dios?, ¿Que Dios se hizo hombre?, ¿Que vino Dios a encarnar?, ¿Que tomó Dios carne humana?…» y entraba en dulcísimos éxtasis[5]. Ni los mismos ángeles saben algunas cosas referentes al misterio de la encarnación[6].
Además, están las cosas que Jesús tomó juntamente con la naturaleza humana, que dicen relación fundamentalmente a cuatro realidades: la gracia (S. Th. III, q. 7-8), la verdad (III, q. 9-12), el poder (III, q. 13) y las imperfecciones (III, q. 14-15), o sea, las perfecciones y los defectos asumidos. Perfecciones asumidas en el alma: a- En su misma esencia; b- En su inteligencia; y c- En su voluntad; y d- Las imperfecciones del cuerpo y del alma, que no implican ningún defecto moral.
Veamos brevemente cada una de ellas.
1. La gracia de Cristo (o su santidad).
En Cristo se distingue una triple gracia:
- La gracia de unión de la naturaleza humana con la persona divina del Verbo, que es una gracia propia y exclusiva de Cristo «que no está incluida en el género de la gracia habitual, sino que está sobre todo género, como la misma divina persona»[7], ya que une substancialmente ambas naturalezas en la unión más íntima y profunda que puede darse. Está expresada por San Juan al decir «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14);
- La gracia habitual, o gracia santificante que tenía el alma de Cristo en plenitud: «y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14);
- La gracia capital, por ser cabeza del Cuerpo místico, de la cual deriva o hace participar la gracia a todos sus miembros: «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia» (Jn 1,16).
Es decir:
La gracia de unión comunica a la humanidad de Jesucristo la santidad misma del Verbo, la cual es infinitamente santa (no porque la informe, sino porque es puramente terminativa, ya que luego de la unión ambas naturalezas permanecen íntegras y sin confundirse). Esta comunicación alcanza todas y cada una de las células de su cuerpo, por cuanto dependen de su Persona, eterna, solidaria y únicamente, sin anulación y sin restricción, y de su alma dotada de inteligencia y voluntad.
Por ello Cristo hombre, con su alma y con su cuerpo, es intrínseca y absolutamente impecable.
La gracia habitual o santificante que poseyó Jesucristo, sigue a la gracia de unión como una propiedad natural, no en el orden del tiempo, sino en el orden de la naturaleza[8]; no lo hizo a Cristo hijo adoptivo porque siempre fue Hijo natural de Dios; poseyó la plenitud absoluta de la gracia; poseyó la plenitud absoluta de la gracia habitual, en su aspecto intensivo como extensivo, lo que es exclusivo de Cristo; tiene en grado sumo todas las virtudes infusas, salvo las incompatibles con su estado de visión beatífica o que conlleven alguna imperfección; las virtudes naturales que no sean incompatibles con su estado; tuvo en grado perfectísimo los dones del Espíritu Santo, todos los carismas y gracias gratis datae (gratuitamente dadas).
La gracia capital, le es propia por ser Cabeza de la Iglesia y es su misma gracia habitual en cuanto principio de la gracia en todos los miembros de su Cuerpo Místico, formando el «Cristo total», una sola persona mística, o el «Cristo íntegro»[9].
No podemos pasar por alto el célebre artículo de Santo Tomás[10] sobre la capitalidad de Jesucristo, incluso en cuanto hombre, sobre la Iglesia y sobre el mundo, ya que reúne las notas características de la cabeza, a saber: primacía de orden, primacía de perfección, primacía de poder o gobierno y primacía de influjo:
1º. De orden, leemos en Ef 1,22: «Le puso por cabeza de toda la Iglesia». La cabeza es la primera parte del hombre comenzando por arriba, por eso se llama cabeza a todo principio y Cristo «es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,18-19).
2º. De perfección, porque en el orden de la realidad es el mismísimo Dios personalmente y en el orden de la gracia la posee en toda plenitud: «hemos contemplado su gloria: gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
3º. De poder, como lo confesó Él mismo frente a Pilato: «Tú lo has dicho: Yo soy rey» (Jn 18,37). También taxativamente dijo de sí: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Tiene una soberanía universal.
4º. De influjo interior, ya que «de su plenitud todos recibimos, gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Es una influencia física, íntima, vital, mística, analógicamente comparable a la influencia de la vid sobre sus sarmientos[11].
De tal manera que absolutamente toda la humanidad de Cristo, su cuerpo y su alma, tiene influencia en todos los hombres y mujeres del mundo y en sus cuerpos y almas, y en todos los tiempos. Todos, porque pertenecen al Cuerpo místico, de hecho (en acto) o como posibilidad (en potencia), aun los no bautizados, o los paganos, o pecadores, o… ¡Todos! reciben el influjo de Cristo, por medio de gracias actuales.
Ni el demonio, ni el Anticristo son cabeza de los malos, hablando con propiedad, ya que de ninguna manera pueden ejercer un influjo interior. Sólo ejercen una influencia exterior: por medio de las tentaciones, los malos ejemplos, o las infestaciones, o sugestiones o posesiones. En cuanto el hombre libremente quiere apartarse de Dios por el pecado, se somete al poder del demonio. Y sólo en este sentido impropio se puede llamar al demonio cabeza de los malos[12].
2. La ciencia de Cristo.
San Juan contempló a Cristo «lleno de…verdad» (Jn 1,14), o sea, lleno de ciencia. Y es admirablemente así. Ya que adornan la inteligencia de Cristo: la ciencia divina (increada), la ciencia beatífica (como los ángeles y santos en el cielo), la ciencia infusa (ilustraciones superiores) y la ciencia natural o adquirida (del ser humano).
- La ciencia divina[13]
- Es la ciencia de Dios propia de la Persona del Verbo.Dios, inteligencia infinita, posee una ciencia también infinita, siempre permanente y actual, conoce todas las cosas con conocimiento propio y singular, es intuitiva, es causa de las cosas al ser completadas por su voluntad creadora[14], conoce el presente, el pasado y el futuro en un presente siempre actual.
- La ciencia beatífica[15]
- Es el conocimiento de Dios y de todas las cosas en Él propio del alma creada de Cristo, que estaba en la visión beatífica en virtud de la unión hipostática. Por esta ciencia Cristo conoce todas las cosas en el Verbo y lo contempla perfectísimamente, como ninguna otra creatura.
- La ciencia infusa[16]
Se le llama a la ciencia no adquirida por la enseñanza o la investigación, sino por especies infundidas por Dios. Dentro de unos años, si por gracia de Dios nos salvamos, recibiremos también nosotros esta ciencia: «Cuando veo morir a alguno, decía Santa Catalina de Génova, pienso dentro de mí: ¡Oh, qué de cosas nuevas, grandes y extraordinarias va a contemplar ese alma!»[17].
Jesús gozó de ciencia infusa, tanto sobrenatural para conocer todos los misterios de la gracia, como natural para conocer todas las verdades naturales que el hombre puede llegar a conocer.
- La ciencia natural[18]
En Cristo hubo una verdadera ciencia adquirida, que creció, gradual y progresivamente, hasta alcanzar la perfección: «Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
3. El poder humano de Cristo[19]
La sagrada humanidad de Cristo no fue ni pudo ser absolutamente omnipotente. Él es omnipotente en cuanto Dios y tiene dominio absoluto y es causa física principal de los actos naturales y sobrenaturales pertenecientes a su misma humanidad.
4. Los defectos de Cristo [20]
Fue muy conveniente que la naturaleza humana de Cristo tuviese algunas deficiencias o debilidades corporales, como el hambre, la sed, el cansancio, la mortalidad. Sólo asumió los defectos que convenían al fin de la encarnación, es decir, para poder sufrir, ser probado y así salvarnos; para manifestar la veracidad de su encarnación; y para darnos ejemplo de paciencia tolerándolos con fortaleza. Y los asumió libremente, sin que mediase necesidad[21].
No hubo en Cristo, nunca, ni la menor sombra de pecado: «Sabéis que apareció para destruir el pecado y que en El no hay pecado» (Jn 3,5); «Él, en quien no hubo pecado y en cuya boca no se halló engaño» (1Pe 2,22); « ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8,46). En Él no existió la inclinación al pecado que procede del pecado original: «…lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Su absoluta santidad excluye el pecado y el «fomes peccati», la inclinación al pecado. Cristo no sólo no pecó de hecho, sino que no podía pecar en absoluto[22].
No se dio en Él ninguna ignorancia privativa: «En Él que se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3)[23].
Cristo tuvo todas las pasiones humanas que no implican imperfección moral (como sería el odio en cuanto se opone a la caridad o la desesperación, etc.). Las tuvo orientadas al bien y bajo el imperio de la razón (así, por ejemplo, el dolor sensible, la tristeza, el temor, la admiración, la ira, etc,)[24].
Mientras vivió en este mundo Cristo fue, a la vez, peregrino (viador, o sea, in via o camino) hacia el cielo y comprehensor, puesto que gozaba de la visión beatífica[25].
[1] Juan Pablo II, Alocución Dominical 6/9/1981 n. 1; L’O.R. 13/9/1981, p. 1; Insegnamenti, IV,2 (1981) p. 131.
[2] Juan Pablo II, Alocución Dominical, 2/8/1981, n. 2; L’O.R. 9/8/1981, p.1; Insegnamenti, IV,2 (1981) p. 62.
[3] Super Epistolas S. Pauli Lectura: Ad Hebraeos 3, 1.
[4] Desde Dz. 10 al Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI, n, 11.
[5] Vida de San Pedro de Alcántara, Apostolado de la Prensa, Madrid 1947, p. 52; citado en La Palabra de Cristo, BAC, Madrid 1959, t. X, p. 165.
[6] Cfr. S. Th., I, q. 57, a. 5, ad 1.
[7] Cfr. S. Th. III, q. 7, a. 13, ad 3.
[8] Cfr. S. Th. III, 7, 13, c., ad 2 y ad 3.
[9] Pío XII, Carta Encíclica Mystici corporis Christi; Cfr. San Agustín, Enarr. in Ps 17,51 y 90,2; S. Th. III, q. 48, a. 2, ad 1, etc.
[10] Cfr. S. Th. III, q. 8, a. 1 y 6; De veritate 29, 4.
[11] Cfr. Jn 15,5.
[12] Cfr. S. Th. III, q. 8, a. 7.
[13] Cfr. S. Th. I, q. 14, a. 1-16.
[14] Cfr. S. Th. I, q. 19, a. 4.
[15] Cfr. S. Th. III, q. 10, a. 1-4. Ponemos en Apéndice un artículo sobre el tema de José Antonio Riestra, comentando la Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre las obras de John Sobrino, SJ, del 26 de noviembre de 2006, L’O.R., edición italiana, 6/5/2007, p. 6.
[16] Cfr. S. Th. III, q. 11, a. 1-6.
[17] Vie et oeuvres, De Bussière, París 1860, p.121; cit. por Antonio Royo Marín, Jesucristo y la vida cristiana, BAC Madrid 1961, p. 115.
[18] Cfr. S. Th. III, q. 12, a. 1-4.
[19] Cfr. S. Th. III, q. 13, a. 1-4.
[20] Sobre este tema puede verse con fruto la Catequesis de San Juan Pablo II del 3 de febrero de 1988.
[21] Cfr. S. Th. III, q. 14, a. 1-4.
[22] Cfr. S. Th. III, q. 15, a. 1-2.
[23] Cfr. S. Th. III, q. 15, a. 3.
[24] Cfr. S. Th. III, q. 15, a. 4.
[25] Cfr. S. Th. III, q. 15, a. 5-10.