revolución

Revolución vs sacerdocio católico

«¡No queráis vivir conforme a este mundo!» (Rom 12, 2).

 Nos encontramos celebrando esta solemnísima Misa, la primera Misa de 49 sacerdotes recientemente ordenados.[1] No tenemos luz eléctrica, pero tenemos el motorcito, el generador que usamos para los campamentos que nos defiende cuando hay un corte de luz. Una vez nos pasó que tuvimos las ordenaciones en la Catedral y al venir nos enteramos que había caído granizo durante 40 minutos; no teníamos luz, ni teníamos en aquel entonces el motorcito, así que fue una escena curiosa, porque el comedor era chico y en cada mesa había dos o tres velitas, parecíamos todos aristócratas. Así lo que parecía que iba a arruinarnos la fiesta hizo por el contrario que fuese inolvidable, como también Dios querrá que esta Misa sea para todos inolvidable.

Quiero dirigirme especialmente a los neosacerdotes y con una enseñanza del apóstol San Pablo: «¡No queráis vivir conforme a este mundo!» (Rom 12, 2).

Todo cristiano está en este mundo pero no debe «ser del mundo».[2] Esta, a pesar de ser una enseñanza que el Evangelio pregona con claridad meridiana, muchas veces es olvidada sea por los fieles cristianos en general que por los sacerdotes y religiosos. Por eso hoy en día crecen las dificultades para el sacerdote, porque crece una imagen distorsionada del sacerdocio católico en muchos ambientes.

Esto no es algo que ha comenzado hace poco, sino que viene ocurriendo desde hace siglos. Se han agravado las dificultades por el diabólico poder de lo que se ha dado en llamar la «revolución mundial».

Enseñaba León XIII, para tener un punto de referencia, que: «hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba la sabiduría cristiana y su poder divino había penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados».[3]

Luego, lamentablemente por ese proceso de la apostasía moderna, los hombres y los pueblos fueron alejándose paulatinamente, salvo excepciones, del vigoroso tronco cristiano.

I

En primer lugar, con el Renacimiento y, sobre todo, con la reforma protestante, la sociedad que era teocéntrica, sobrenatural y sacerdotal, se hizo antropocéntrica (del griego, ἄνθρωπος [anthropos] y centro= centrado en el hombre), naturalista o pagana y no-sacerdotal.

Ya no se busca en primer lugar la gloria de Dios, si no que se busca al hombre por el hombre. Eso sucede con los sacerdotes que se mundanizan y que se mundanizaron en ese entonces: el hombre sin Dios desaparece, como enseña el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes: «…si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Mas aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida».[4]

Entonces, cuando se comienza a andar por ese camino decadente, sólo vale lo racional, es decir, lo que dice la razón humana; de tal manera que se niega lo sobrenatural, se niega el misterio, se niega el milagro, se niega la profecía, se termina por negar la fe. Es lo que llamamos racionalismo. Como enseñaba León XIII, «su fin último es arrasar hasta los cimientos a la Religión cristiana, y establecer en la sociedad la autoridad del hombre, postergando la de Dios».[5]

En ese estado, el hombre ya ni se da cuenta de que necesita de Dios, ni de su gracia. Y también hoy en día -porque estas cosas permanecen durante el tiempo-, en muchos sectores -lamentablemente también en sectores de clero- se olvidan de la necesidad absoluta de la gracia de Dios que tenemos los hombres, como dijo nuestro Señor Jesucristo: «sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5).

Cuando eso ocurre en un alma sacerdotal, cae el sacerdocio; como cayó de hecho, siendo negado el sacerdocio, en la reforma protestante. Y por tanto cae la actitud sacerdotal, propia del sacerdote y que el sacerdote tiene que transmitir a los demás miembros del Pueblo de Dios que son sacerdotes por el bautismo. Actitud sacerdotal que busca de unir todo -respetando la esfera  propia de cada cosa- a Dios.

Así, el sacerdote comienza a secularizarse, a desacralizarse, a mundanizarse, y eso va ocurriendo en su pensar, en el hablar, en el obrar e incluso en su vestir, de tal manera que llega un momento en que uno no sabe con quién está hablando.

El sacerdocio es tentado también por esa actitud del «libre examen», y opina de todo al margen del Magisterio de la Iglesia. Como decía Louis Bouyer: «desde que el Papa se sacó la tiara, hay muchos que creen que le cayó sobre su cabeza». Y entonces uno escucha las doctrinas más extrañas e incluso a veces, doctrinas contrarias al Evangelio y al Magisterio de la Iglesia.

Finalmente esa misma actitud de falta de fe, de falta de orientación de todo lo creado a Dios, se expande al poder temporal desencadenado la opresión religiosa (en estos momentos en el mundo, según estadísticas, más del 45% de los cristianos sufren distintas formas de recorte, de carencia de libertad religiosa).

II

En segundo lugar, debemos considerar las profundas heridas que causó en la humanidad la Revolución Francesa, en donde la libertad se desligó de la verdad y se oprimió la verdad religiosa. Si el sacerdote cae en esta tentación, claudica y se vuelve «un perro mudo», que no ladra ante el peligro… Vemos entonces que los pueblos se convierten en ovejas sin pastor, porque no hay quien cuide de ellos, no hay quien tenga la valentía de decir las cosas como son, no hay quien defienda a las ovejas. Vemos las consecuencias de esto en la expansión de la enseñanza laica; del naturalismo civil; del divorcio vincular; del aborto; de la eutanasia; de la manipulación genética; de la unión entre personas del mismo sexo (‘gaymonio’ o ‘putimonio’) y de la pretensión de que tales personas puedan adoptar niños, etc.

Al desaparecer Dios del horizonte del hombre, de los pueblos, al nublarse lo que corresponde propiamente al poder que debe regir una sociedad ordenada, lo económico invade todo y no respeta la dignidad de las personas y de los pueblos. El imperio del capitalismo salvaje extiende sus tentáculos a todo lo codiciable. Con frialdad de cirujano, sin que le tiemble la mano, ajuste tras ajuste, va introduciendo el bisturí hasta la médula, destruyendo órganos vitales como la sociedad; la familia; la dignidad del trabajador; la soberanía, progreso, cultura, instituciones y religión de las naciones… Es insaciable en su sed de dinero y, con la usura de la deuda externa, mata a los pueblos en vías de desarrollo.

El sacerdote claudica y se hace cómplice del liberalismo o capitalismo salvaje cuando no hace suya la divisa del Papa: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto -os ruego, os imploro con humildad y con confianza- permitid a Cristo que hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna».[6] «Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores».[7]

Por su parte en el orden de la ideas se cae -como vemos actualmente- en el subjetivismo y en el relativismo: «todo es igual -como dice el tango ‘Cambalache’- nada es mejor, lo mismo cura que… Como se ve en la televisión, en los «talk shows», donde un Don Nadie habla con autoridad de pontífice, a pesar que no haya estudiado ni sepa nada: tiene una determinada posición y dice «A» y habla el otro que está en la misma situación y dice «B», un tercero dice «C», otro sostiene «D», y finalmente un quinto afirma «E», para que el que dirige concluya: «Todos tienen razón».

III

En tercer lugar con el marxismo se entra de lleno en el materialismo total.

La influencia sobre el sacerdocio católico, gracias a la influencia de la «teología de la liberación» apartada del Evangelio de Jesucristo, fue catastrófica. Así hubieron sacerdotes guerrilleros como Camilo Torres; o más políticos que sacerdotes, como Ernesto Cardenal y los nicaragüenses que tomaron el poder; como el ex-sacerdote Arístides y como en los cientos de grupos que aparecieron en la década del 70 por toda Iberoamérica. ¡Acabo de leer en los diarios que ya hablan del “Cristo piquetero”!

En esta etapa materialista, los sacerdotes, como todos los cristianos, estamos asediados por las tentaciones del consumismo -que nos quiere hacer creer que la felicidad consiste en «tener más» y no en «ser más»-, con las tentaciones del hedonismo -que nos quiere convencer que hay que hacer lo que a cada uno le gusta-, y con la tentación del permisivismo -que afirma que se puede hacer lo que se quiera, negando toda la ley divina, humana y natural-. Formas nuevas de la triple concupiscencia de la que nos habla el Apóstol San Juan: «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas» (1 Jn 2, 16).

Hoy en día hay un fenómeno que invade la vida sacerdotal, vida que tiene que ser entregada totalmente a Dios, como exigencia propia de su vocación. Este fenómeno es la televisión -que en algún sacerdote pareciera que ha reemplazado al Sagrario-. Y así, algunos, pasan muchas horas viendo televisión o videos, aún hasta la madrugada, con las gravísimas consecuencias que esto trae a la vida espiritual, a la vida de oración y contemplación, a la ascesis, al duro trabajo de preparar buenos sermones y de defender con escritos la fe conculcada. De la televisión dice Alexander Solzhenitsyn, gran escritor ruso, con su habitual agudeza: «nuestra vida cotidiana gris es iluminada por el centelleo azul de las pantallas de televisión, promesa de vida y de cultura, único lazo real entre las personas en un país que cae hecho pedazos. ¿Pero qué nos ofrece que sirva para reconfortarnos y saciar nuestro apetito? Vulgaridad, vulgaridad y aun más vulgaridad. Publicidad seductora que muestra la “vida bella”… ¡y para el 98% de la población es tan real como la vida en Marte! Una sucesión de imágenes confusas y agitadas. “Series” importadas de baja calidad. Sucedáneos del espíritu. Estupideces en las que se asfixia la cultura. El culto de la ganancia y la prostitución. ¡Esos banquetes insensatos donde los afortunados de la capital se muestran ante el país hundido en la miseria, la jactancia de los millonarios! O esas payasadas chillonas de las auto-felicitaciones televisadas… Ya se sabe: cuando la carne está podrida, de nada sirve sazonarla. Es para vomitar…».[8]

Otra tentación que asedia en estos días la vida del sacerdote, es una suerte particular de activismo, dado justamente por la vida moderna. Así cae fácilmente en «hacer que hace», en multiplicar cosas y parecer que hace, pero no hace su trabajo sacerdotal; y se cambia el asiento del confesionario o la silla del despacho parroquial, por la butaca del auto, yendo de aquí para allá, sin ton ni son, pudiéndolo impedir con un poco de virtud como enseña la Imitación de Cristo: «reprimid los pasos vanos».[9] No somos capellanes de Vialidad Nacional, sino curas de Parroquia donde tenemos nuestra sede y que debemos atender.

Una nueva forma de grandes y graves tentaciones para el sacerdote es la computadora, sobre todo el navegar en la web. No digo que sea mala la computadora, es un instrumento muy bueno y muy valioso, pero es un instrumento, no un fin en sí mismo. Uno puede ver a un sacerdote sentado delante de la computadora muchas horas al día y pensar: «¡Cuánto produce intelectualmente! ¡Cómo escribe!…»; ¡pero no!, todo termina en la sucia maraña del mar de los sargazos. En muchos es miserable pérdida de tiempo y de un tiempo que podría y debería dedicarse a la oración, al estudio serio, a la lectura, y al verdadero apostolado: a las almas.

Pero, con todo, el problema más grave que acecha hoy en día al sacerdote es la presión de la cultura moderna, que en lo que tiene de inmanentista: es sofista,[10] es gnóstica, es relativista. De allí la importancia insustituible, capital, que tiene para la perseverancia del sacerdote el ser fiel al Papa y a los Obispos unidos a él, que son los que por carisma y oficio nos marcan el camino de la recta doctrina, como podemos ver en la clarividente declaración Dominus Iesus.

IV

En definitiva, considerando todas las etapas de la revolución mundial, el sacerdote católico no debe olvidar aquella página magnífica del Concilio Vaticano II, de la Constitución pastoral Gaudium et Spes, donde con tanta sabiduría los Padres Conciliares señalaron los peligros y las grandezas de nuestra época: «la Sagrada Escritura con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: “no queráis vivir conforme a este mundo” (Rom 12, 2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.

A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios, pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: “todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios” (1Cor 3, 22-23)».[11]

¿Qué es -queridos hermanos y hermanas-  lo que finalmente se quiere lograr del sacerdote, en cualquiera de estas etapas que hemos señalado y en cualquier dosis en que se presente? Se pretende que el sacerdote se arrodille ante el mundo. Que no influya sobre el mundo, sobre los hombres, las familias y las sociedades con el Evangelio. Se pretende que el sacerdote se convenza de que no puede convertir al mundo y que llegue a ni siquiera querer cambiarlo, para lograr de este modo que el sacerdote sea uno más del mundo. Pero aquí es donde debemos tener presente lo que nos han enseñado los Santos Apóstoles: «si uno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2, 15-17), y también: «adúlteros, ¿no sabéis que el amor al mundo es enemigo de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo se constituye enemigo de Dios» (St 4, 4).

V

En este sentido, el sacerdote es el hombre que se encuentra entre la espada y la pared: o sirve a Jesucristo o sirve al mundo, a la TV, al dinero, al auto, al placer. Son estas fidelidades irreconciliables. Como lo dijo la Sabiduría Encarnada, Nuestro Señor Jesucristo: «nadie puede servir a dos señores, pues o bien, aborreciendo al uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose al uno, menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6, 24).

Por todo esto, actualmente es mucho más difícil ser sacerdote que antes, ya que hay que remontar una batalla de siglos. Pero también es mucho más fascinante porque se nos exige mucho más. ¡Hay que nadar contra corriente!

Además, aún en las situaciones límites, nunca nos falta ni el amor del Padre, ni Jesucristo, ni el Espíritu Santo, ni la Santísima Virgen. Haciendo lo que tenemos que hacer ¡nunca nos faltará la ayuda de la gracia! Y esta es una verdad de fe.

¡Jesucristo (y la Virgen) son lo mismo «ayer, hoy y siempre»!.[12]

¡Nunca prevalecerá el mal sobre la Iglesia fundada sobre la roca!

No quiero finalizar sin cumplir con el deber de agradecer a Mons. Erba, el hombre elegido por Dios para dar solución a nuestros problemas, por haber querido ordenar -no sin grandes sacrificios- a estos jóvenes sacerdotes; a todos los sacerdotes y religiosos y religiosas que nos acompañan; y a todas las familias, amigos y amigas que tanto han rezado e incluso, sufrido. ¡Dios no se deja ganar en generosidad! «¡La cruz fecunda todo cuánto toca!» (Sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida).

Termino con unas palabras del salmista: «cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar, la boca se nos llenaba de risas, nuestros labios de canciones» (Sl 125).


[1] Homilía pronunciada el 11 de agosto de 2001 en la Finca «Virgen de Luján» (San Rafael) con ocasión de la primera Misa de los 49 neosacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado ordenados el 9 de agosto de 2001 en la Catedral de La Plata.

[2] Cfr. Jn 15, 19.

[3] LEÓN XIII, Carta encíclica «Inmortale Dei» (1 de noviembre de 1885); cit. por J. MEINVIELLE, El comunismo en la revolución anticristiana (Buenos Aires 1961) 18.

[4] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, 36.

[5] León XIII, Carta encíclica «Inmortale Dei» (1 de noviembre de 1885) 28.

[6] Juan Pablo II, «Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia» (22 octubre 1978): AAS 70 (1978) 947.

[7] Juan Pablo II, Exhortación apostólica «Christifideles laici» (30 de diciembre de 1988) 34.

[8] A. SOLZHENITSYN, Rusia bajo los escombros (Buenos Aires 1999) 101-102.

[9] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, L. III, cap. 54.

[10] Cfr. C. FABRO, La aventura de la Teología progresista (Pamplona 1976) 72.

[11] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, 37.

[12] Cfr. Heb 13, 8.