Solemnidad de la Anunciación del Señor
Homilía del P. Carlos Miguel Buela para la Solemnidad de la Anunciación del Señor, 25 de Marzo de 2000.
Celebremos hoy, en la solemnidad de la Anunciación del Señor, los 2000 años de la Encarnación del Verbo. Como dijimos en nuestras Constituciones: “Aspiramos a que nuestra familia religiosa se distinga y sea llamada “del Verbo Encarnado” ya que nos acercamos al bimilenario
de ese acontecimiento, que es más grande que la creación del mundo y que no puede ser superado por ningún otro”[1]. Por eso éste es un día muy especial para nosotros y en este sermón quiero referirme a los motivos de la Anunciación[2], que son cómo nuestra razón de ser en la Iglesia, que es prolongar con nuestras vidas el “Sí” de María, dar testimonio de que el Verbo se encarnó y trabajar para prolongar la Encarnación de Cristo en todo lo auténticamente humano.
La antigua liturgia en la fiesta de San Gabriel insinuaba la Anunciación del Ángel vista desde la isla de Patmos por San Juan: “Vi también a otro Ángel poderoso, que bajaba del cielo envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza, su rostro como el sol y sus piernas como columnas de fuego. En su mano tenía un librito abierto” (Ap 10, 1-2).
Este pasaje figuraba en la capitula de la fiesta. “Puso el pie derecho sobre el mar y izquierdo sobre la tierra, y gritó con fuerte voz, como león cuando ruge. Y cuando gritó, siete truenos hicieron oír su fragor. Apenas hicieron oír su voz los siete truenos, me disponía a escribir, cuando oí una voz del cielo que decía: «Sella las cosas que hablaron los truenos y no las escribas”(vv. 3-4).
El ángel fuerte es Gabriel; sus palabras a la Virgen fueron rugidos de león. Los siete truenos nos recuerdan los siete espíritus que descienden sobre la flor que salió del retoño de la raíz de Jessé.
En la delicada profecía de la raíz de Jessé, la Virgen aparece como el retoño del que brota una flor. Sobre esa flor, alusión clarísima al Mesías, descenderá el Espíritu del Señor. Los siete truenos, son los siete espíritus que alientan a la flor. Espíritu de sabiduría, inteligencia, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios. Los siete truenos articularon sus voces, dice el Apocalipsis: La hija de David, el retoño de Jessé, entendió la totalidad del misterio de Dios; Juan quiso transmitir al mundo las maravillas de la hija de Sión, pero Dios dispuso que quedaran en su corazón: “María conservaba todas estas palabras ponderándolas en su corazón”(Lc 2, 19).
El rugido del león inicia el mundo nuevo. “Entonces el Ángel que había visto yo de pie sobre el mar y la tierra, levantó al cielo su mano derecha y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo y cuanto hay en él, la tierra y cuanto hay en ella, el mar y cuanto hay en él: « ¡Ya no habrá dilación! sino que en los días en que se oiga la voz del séptimo Angel, cuando se ponga a tocar la trompeta, se habrá consumado el Misterio de Dios, según lo había anunciado como buena nueva a sus siervos los profetas»” (vv. 5-7). Es decir, no habrá más dilación de las promesas divinas sobre la salvación, que están cumpliéndose. Este pasaje nos indica claramente que nos hallamos en el punto decisivo de la acción de Dios en el mundo: La Encarnación del Verbo, en la plenitud de los tiempos. Es la Encarnación la que da cumplimiento a las promesas tantas veces repetidas por los profetas[3].
Justo en ese momento: “Estando ya Isabel en su sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios, a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David llamado José; y el nombre de la virgen era María”(Lc, 1, 26-27).
El motivo principal de esta embajada —dice Santo Tomás—, fue pedir el consentimiento de la Virgen, en lugar de todo el género humano [4]. Pero, en rigor, los motivos de la misión angélica fueron tres:
I. Llamar la atención de la Virgen sobre su dignidad, y el papel que le correspondía en la redención futura.
II. Anunciar la concepción virginal.
III. Pedirle su consentimiento como representante del género humano[5].
Tratamos de estos tres objetivos de la misión angélica; los dos primeros se ordenan al tercero, que es el motivo por excelencia. Pasemos a cada uno de estos tres puntos del sermón.
I. Llamar la atención de la Virgen sobre su dignidad y el papel que le correspondía en la redención futura.
“¡Ave… Ave, gratia plena, Dominus tecum!, ¡Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo!…Al oír tales palabras ella se turbó y púsose a considerar qué significaría tal salutación” (Lc 1, 28-29).
¿Por qué llamaron la atención tales palabras a la Virgen?
Según el P. Lyonnet, el saludo angélico significaría el júbilo mesiánico, expresado en las profecías (So 3, 14 – 17; Jl 2, 21 – 27; Zac 9, 9 – 10). Según esto, la Virgen se habría visto aludida como la hija de Sión a la cual vendría Yahvé como guerrero vencedor. Las palabras del saludo angélico llaman la atención de la Virgen sobre su dignidad; despiertan sus facultades de percepción a la revelación del misterio que va a seguir después.
Santo Tomás afirma que lo primero que hizo el ángel fue volver la mente de la Virgen atenta a la consideración de un asunto tan importante; esto lo hizo, agrega, saludándola de una manera nueva e insólita.
El ángel despertó la atención de la Virgen María, por razón del medio en el cual se manifiesta el saludo, y por razón del objeto, o sea, lo dicho en el saludo. Por un motivo y otro, María adquiere plena conciencia de su dignidad, y se dispone a la obra de Dios en Ella.
La Virgen debía prestarse ella misma para una obra divina, cuya realización inminente dependía de su consentimiento. Quiere decir que, en aquel momento, debía entender de qué se trataba, y poder apreciar la participación que se le solicitaba. La misión de Gabriel se reduce a dos cosas: revelar a la Virgen el misterio, y proporcionarle la luz para volvérselo adecuadamente inteligible.
El ángel Gabriel trae su mensaje de Dios. Es un embajador libre, responsable, con todos los poderes suficientes para cumplir su misión. Debía crear en la mente de María el “clima” necesario para la revelación. Este “clima”, como se dice ahora, está dado por la luz sobrenatural que eleva su mente a la percepción de lo revelado.
El saludo del ángel es insólito y delicado a la vez. Habla a la Virgen de Ella misma; la luz sobrenatural de la inspiración divina, a que hemos hecho referencia, vuélvela reflexiva sobre su propia dignidad. Esta suprema dignidad es vista, no en la sola luz de la razón natural, ni en la luz de la fe, sino en la luz de la revelación profética; vale decir, en una luz especial, en la cual se le vuelve inteligible el misterio de Dios, incluso su propio papel de madre de Dios. El ángel crea en la Virgen un mundo nuevo; y la Virgen se ve en ese mundo nuevo. San Alberto Magno ya había observado que la Virgen se había “turbado” de admiración; admiración sapiencial, llena de luz, de amor, llena de reverencia y adoración.
En cuanto al contenido del saludo, o de las cosas que el Ángel le dice a la Virgen en él: “Jaire, María, kejaritoméne… Ave, María, gratia plena… Alégrate, María, llena de gracia…”. En el saludo, revélale el Ángel su propia dignidad: llena de gracia. Llena de gracia, significa totalidad en el orden de la unión con Dios y oposición contra el pecado. Donde este epíteto reemplaza el nombre propio, significa directamente una plenitud que sólo conviene a María. Debemos tener en cuenta que María esperaba para Israel, y en el linaje de David., la Mujer, que en los oráculos proféticos, sería la madre del Mesías, y que podría quebrar la cabeza de la Serpiente. Esa Mujerdebía gozar de la plenitud de los favores divinos, y ser fuerte contra el pecado.
Ahora bien, Ella recibe el saludo ¡gratia plena!, ¿no es el saludo más a propósito para aquella Mujer? La gracia, es el principio de la vida eterna que se opone al pecado. Plenitud de gracia es plenitud de eficacia contra el pecado. A la única mujer a quien se le había prometido un poder de tal naturaleza; un poder pleno contra el demonio es a la Mujer prometida en el Génesis (3, 18); no otra cosa significa poder quebrar la cabeza de la Serpiente. Luego María es la Mujer prometida en el Génesis; y en el saludo del ángel, Ella tuvo que adivinar que lo era.
Por eso, el anuncio mesiánico para la Virgen significaba el anuncio de la reparación contra el pecado; reparación prometida en el Génesis, y donde el papel capital de la Mujer es manifiesto. La tradición de Israel, había unido el nacimiento del hijo de la Almah con la tradición del Génesis. El Salvador y la Mujer llamada a traerlo al mundo están estrechamente unidos; fácilmente, toda la tradición profética de Israel iba a desembocar en el Génesis: en la Mujer yen su Hijo. El Ángel, por el “gratia plena”, sugiere a María, que aunque Dios haya arrojado fuera de sí a la humanidad pecadora, en Ella está cancelado el castigo. María comprendió su dignidad de nueva Eva, la primera mujer de una nueva creación.
II. Anunciar la Concepción
En segundo lugar, dice Santo Tomás, el ángel se proponía instruir a la Virgen acerca del misterio de la encarnación, que en ella debía cumplirse. Por eso, primero, anuncia la misma concepción virginal:“…concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (v. 31). En segundo lugar, anuncia el Ángel la dignidad de la prole concebida: “El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su Padre; reinará en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin” (v. 32-33). En tercer lugar, agrega el modo sobrenatural de la concepción: “…la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Y el Hijo que de ti nacerá será santo y será llamado Hijo de Dios” (v. 35).
En general, los autores católicos están de acuerdo en que María sabía que ella iba a ser la madre del Mesías y que el Mesías es el Hijo de Dios. En esto no tienen dudas; pregúntanse empero, si María el día de la Anunciación, tuvo conciencia de su divina maternidad, o simplemente conciencia de ser la madre del Mesías, maternidad mesiánica. Según los exégetas modernos, la primera parte del mensaje del ángel (vv. 30-33), revelaría la venida del Mesías, sin mencionar la filiación divina. La segunda parte en cambio (vv. 35–36), sugiere al Hijo de Dios por naturaleza. En una y otra parte, habría fundamento para la maternidad mesiánica de la Virgen y la maternidad divina.
Ahora bien, entre el Mesías y el Hijo de Dios no existe más que una distinción de razón; son la misma cosa. Es la misma Persona Divina del Hijo de Dios encarnado, Dios y hombre, que es el enviado del Padre para la salvación de los hombres.
El frecuente paralelo: Mesías – Hijo de Dios; Maternidad mesiánica – maternidad divina, ha contribuido a hacer del Mesías una creación artificial, como una hipótesis frente al Hijo de Dios. Teológicamente no difieren, y aún para el pueblo hebreo, en su apreciación concreta de la mesianidad, el salvador era Yahvé, el Dios vivo de Abraham, Isaac y. Jacob; el Emmanuel prometido significaba la presencia de Dios con su pueblo, o en medio de su pueblo. La Virgen, al oír las referencias mesiánicas del ángel, al escuchar las profecías sobre “El que iba a venir”, no podía menos que pensar que era Dios, cuya venida era inminente; era nada menos que el motivo de la venida del ángel. Por eso son exactas las palabras de Santo Tomás: El ángel quiere instruirla sobre el misterio de la encarnación que se había de realizar en ella.
Fue el ángel Gabriel a la Virgen. Enséñale su misión de nueva Eva, de la mejor manera que podía hacerlo, aplicándole las profecías que se refieren a su persona. Viene a notificarle el decreto divino, que en tiempos ya remotos, había sido el objeto de esas profecías. Viene, por fin, a promover su consentimiento.
Le dijo el Ángel: “… concebirás en tu seno y darás a luz un hijo…” (v. 31). María respondió: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” (v. 34). El Ángel en respuesta le dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa lo santo que de ti nacerá, será llamado Hijo de Dios” (vv. 35-36).
Es éste el corazón del mensaje. El Ángel ha sugerido a la hija de Sión que el Señor ha hecho cosas grandes en ella, y que quiere aún más; ha hecho notar a María su posición en el plan divino. El Evangelista agrega que María se turbó ante aquel saludo; en su modestia, quería rumiar el misterio; pero el ángel Gabriel, sin pérdida de tiempo, le adelanta las profecías relativas a su concepción virginal.
Se ha notado con razón, que las primeras palabras del ángel son casi una transposición directa de la profecía de la Almah de Isaías (7, 14): “He aquí que una virgen un hijo engendrará y se llamará Emmanuel”. El mismo texto de Isaías es aducido por el ángel para confirmar a San José de la gravidez virginal de su esposa: “Lo que se ha engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrá por nombre Jesús. Todo lo cual lo hizo en cumplimiento de lo que pronunció el profeta…” (Mt 1, 20-22). A continuación enuncia la profecía de Isaías, de la virgen que concebirá un hijo.
El anuncio de la concepción divina, como algo que se iba a cumplir en ella, es hecho por el ángel mediante las profecías que se referían a su persona; la posición de la Virgen en el plan divino aparecía clara, y podía urgir su consentimiento.
Las palabras subsiguientes a esta primera afirmación sobre el parto virginal, se refieren directamente a los atributos mesiánicos y a su reinado. El Mesías será grande; la grandeza es atributo mesiánico; Jesús discutirá después su mesianidad con los fariseos, mostrándoles que es mayor que Abraham (Juan, 8, 53); mayor que Moisés; el verdadero Hijo del Altísimo; Rey universal y eterno, sobre el trono de David, su Padre.
La restauración del reino, fue anunciada a David por Natán el profeta: “Cuando se hubiesen terminado tus días y duermas con tus padres” (2 Sam 7, 12); no le da a David referencias cronológicas, tampoco las sabe; sin embargo, agrega lo fundamental, que era un tesoro en las tradiciones de Israel: suscitará un descendiente tuyo, que saldrá de tu familia, y yo lo consolidaré en su reino, y daré estabilidad a su trono para siempre: “Yo estableceré su trono para siempre” (v. 13).
María entendió perfectamente que su hijo era Dios. No oscuramente y como algo implícito en la revelación del Mesías; sino como algo claro y explícito. El ángel Gabriel habíale aplicado las profecías de la Virgen-madre. Aun para el judío menos capaz el parto de la Virgen-madre significaba la presencia de Dios en medio del pueblo. Los judíos esperaban a Dios como Mesías, como salvador del pueblo. Emmanuel significa Dios con nosotros. Jesús es rechazado como Mesías, porque no es reconocido como Dios. El título de Mesías es divino; el reino mesiánico, es reino de Dios. Así lo entendían los contemporáneos de María, y así lo entendía ella misma. Por eso, al decirle el Ángel: “…concebirás en tu seno y darás a luz un hijo…”, y sobre todo al aplicarle las profecías, María tuvo que entender que en alguna forma Dios se haría hombre en su seno, para encabezar la raza humana redimida del pecado y conducirla hacia el Padre: “Hizo en mí grandes cosas el que es Todopoderoso…”, dijo después en el Magnificat.
Por otra parte, Isabel entiende, el día de la Visitación, que la madre de Dios llega hasta su casa: “La madre de mi Señor”, dice el texto (Lc 1, 43): Señor, Kyrios, es apelativo divino. Los reyes magos por su parte (Mt 2, 3), vienen del Oriente a Jerusalén, para adorar al rey de los judíos. Si se trasladan para adorarle, es porque piensan que es Dios; no con un conocimiento confuso o hipotético, sino que estaban firmemente persuadidos de ellos.
Por último ya no queda más que aclarar, sino el modo sobrenatural de la concepción: “Y cómo se hará esto —pregunta— pues yo no conozco varón”. La respuesta del Ángel llega enseguida: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa lo santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios”.
III. Pedirle el consentimiento, como representante de todo el género humano.
Lo último que hace el ángel, dice Santo Tomás, fue inducirla al consentimiento, vale decir consentir en la encarnación del Verbo. Esto hace el Ángel, con el ejemplo de Isabel, que siendo estéril, ha concebido por el poder de Dios[6].
Una vez más, lo último en la ejecución es lo primero en la intención. La anunciación es necesaria porque debía obtenerse el consentimiento de María: “Era esperado el consentimiento de la Virgen, en lugar de todo el género humano”[7]. La Santísima Virgen entendió perfectamente que no se trataba de consentir a su madre de un príncipe político, sino a ser madre, madre universal de los vivientes en la nueva humanidad regenerada.
Ella, asume la representación de toda la humanidad caída; y en nombre de esa humanidad caída, consiente en la encarnación del Verbo. Acto lúcido, perfecto, con todas las responsabilidades, méritos y honores que implicaba.
En su carta encíclica Octobri Mense, León XIII se expresa así: “El eterno Hijo de Dios queriendo tomar la naturaleza humana, para redimir y glorificar al hombre, y estando a punto de desposarse de alguna manera místicamente con el universal linaje de los hombres, no lo realizó sin el libre consentimiento de la Madre designada para ello, que de cierto modo desempeñaba el papel del mismo linaje humano”.
En el texto se alude perfectamente al místico desposorio del Verbo con el linaje humano; para ello debía manifestarse en cierto modo el consentimiento del mismo linaje humano; por eso todo el género humano habla en la persona de María. El Papa Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis, invoca a: “ella que dio su consentimiento en representación de toda la naturaleza humana”; añade después el motivo de tal representación: el matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana (cita a Santo Tomás 3, 30, 1).
María entendió perfectamente, en el día de la Anunciación, que se le pedía su consentimiento en representación de todo el género humano. El consentimiento que se le pide es, efectivamente, para actuar en representación del género humano; en lugar de la humanidad caída en el pecado. Luego, tuvo que entender que en esos momentos actuaba en representación de la humanidad. No es congruo ni exacto pensar que la Virgen no entendiera perfectamente las palabras del ángel. El ángel, como hemos visto, la lleva a pensar en su dignidad de nueva Eva, dignidad unida a una cierta capitalidad, como la que correspondía a la misma Eva. No podía extrañar a María que le pidiera el consentimiento gravado de representación.
Decimos que el género humano debía acoger al Dios salvador. Quiere decir que debía haber como una potencia obediencial capaz de recibirle, y recibirle en nombre del todo y para el todo. Esa potencia obediencial capaz era María. Potencia obediencial eran todos los hombres; pero por el pecado de Adán no eran capaces. Estaban irremediablemente separados de Dios por el pecado. Sólo Maria no estaba separada de Dios; por especial privilegio del mismo Dios, como dice la Ineffabilis Deus. Sólo María podía recibir al mismo Dios, hasta que la encarnación elevara y santificara lo corpóreo para poder ser vehículo de la divina gracia. Por eso Dios desciende a Ella, y sólo por Ella llega hasta los hombres. Ocurre también el movimiento inverso que los hombres vamos por ella hasta Dios. Por eso ella los representa, y en aquellos momentos decisivos, María habló por los hombres con el embajador de Dios y consintió a la Encarnación del Verbo de Dios: “He aquí la servidora del Señor; hágase en mí según tu palabra” (v. 38).
¡Y el Verbo se hizo carne! (cf. Jn 1, 14). ¡Incarnatus est!
Por eso, querido hermano y hermana en el Verbo encarnado, tanto los presentes como los futuros: ¡Sella las cosas que hablaron los truenos! ¡Séllalas! ¡Guárdalas en tu mente y en tu corazón!. Nunca olvides que los truenos anunciaron al Verbo que se encarnaba. En la verdad primera y fundamental del cristianismo hay siete truenos que resonarán por siempre en el mundo para los que no se hagan sordos. Son truenos que siempre conmoverán a los hombres y mujeres de buena voluntad. Allí hay un grito con voz fuerte. Y un rugido de león (no el maullar de un gatito castrado). Porque Cristo nos dijo que fuéramos la sal de la tierra, no la miel (como decía Bernanós).
Por eso: ¡Sella las cosas que hablaron los truenos!
¡Debemos dar testimonio de que el Verbo se hizo carne!
¡Incarnatus est!
¡Incarnatus est!
¡Incarnatus est!
[1] n. 3.
[2] Sigo sustancialmente, en parte, al P. Alberto García Vieyra, OP, La devoción a María, c. IX, pp. 107-128.
[3] Cf. Nácar-Colunga, Sagrada Biblia, nota a Ap. 10, 7.
[4] S. Th., III, 30, 1.
[5] Ib. q. 30, 1-4.
[6] S. Th., 3, 30, 4.
[7] Ib., a. 1.